Atrapadas en la jaula de los trabajos domésticos

Trabajar 24 horas al día, siete días a la semana por menos de mil euros. Es la realidad que viven miles de mujeres que han llegado a España desde fuera de la Unión Europea y que se ven condenadas a trabajar en el sector de los cuidados.

Betty y Gabriela
Claudio Moreno Betty (dreta) i Gabriela (esquerra) han empalmat treballs cuidant a ancians a les seues cases des que van arribar a Espanya.
7 jul 2019 06:25

Trabajar sin descanso y sufrir pobreza crónica es una realidad que, en 2019, afecta a miles de personas, muchas de ellas mujeres. La Casa Caridad de València agrupa muchas historias de este tipo en el perfil de mujeres migrantes empleadas en domicilios locales como limpiadoras y cuidadoras, sin contrato y con salarios irrisorios. Son rehenes de un atolladero legal porque, pese a traer a España inquietudes y experiencias profesionales variadas, se topan con una ley que las condena a los empleos domésticos.

Empleos en su mayoría precarios: de las 630.000 empleadas domésticas que hay en nuestro país, un 34,3% vive por debajo del umbral de la pobreza, según un estudio de Oxfam Intermón y la Universidad Carlos III publicado en 2018. El mismo informe indica que un total de 163.925 empleadas no cotizan ninguna de las horas trabajadas en los domicilios. Es decir, carecen de futuro legal. Son las migrantes irregulares que nunca aparecen en los discursos del odio porque el sistema las asimila –subterráneamente– en beneficio propio. Poco importa que no estén formadas para cuidar a otras personas o que ni siquiera les guste hacerlo; al pisar suelo español se convierten en piezas de una estructura endeble.

“Ella sabía que nosotros éramos profesionales con problemas para homologar nuestros títulos de antropóloga y médico, y aun así una vez me dijo: mi mamá cree que has bajado del cielo, ojalá podáis quedaros cuatro años con nosotros. Entonces piensas: ¿en serio me deseas cuatro años de encierro para tu comodidad?”. Victoria (nombre ficticio) huyó de Colombia tras ser extorsionada durante muchos meses por un grupo de paramilitares. Cada cuatro semanas la asaltaban con amenazas, hasta que un día redujeron sus opciones: “Usted sabe que lo mejor que le puede pasar es morirse”. Dos meses después, Victoria y su marido estaban volando a España.

Tras lograr el estatus de refugiado político y encontrar una habitación compartida en València, se pusieron a buscar trabajo con dos licenciaturas sin validez en el Estado. A cambio les surgió otra oferta: “Teníamos que sobrevivir y fuimos a bolsas de organizaciones parroquiales a las que llaman señoras con empleos de limpieza o cuidados. Todo en negro. Nos vieron con potencial para colocarnos sin causar problemas y nos metieron en una casa por 800 euros, 400 para cada uno. El trabajo consistía en cuidar 24 horas al día siete días a la semana a una anciana de 88 años. Yo tenía que dormir con ella y mi marido en una habitación aparte. Lo hacíamos todo: limpiábamos, cocinábamos, la aseábamos, le ponía crema; mi marido salía a comprar y yo me quedaba encerrada en la casa: estuve diez días seguidos sin ver la luz del sol”.

Victoria cuenta que las primeras semanas fueron apacibles. Le pilló el punto a la señora, aprendió a no malhumorarla. Vivió encerrada en una estancia con el incesante martilleo de la telebasura, pero se obligó a convivir con ello. Hasta que llegó una de las hijas y anunció que no tenía dinero para alimentar tres bocas –“dejaba 50 euros semanales para comidas y los 50 se los ventilaba la señora”, explica Victoria–, y que en adelante, las raciones de su madre y el matrimonio estarían cubiertas a cambio de que limpiara su casa los lunes de 9h a 13h. Por el mismo precio. “¿Qué podía hacer? Era ilegal y no tenía permiso de trabajo. ¿A quién me quejaba? Cambié el miedo a la integridad física por el miedo a ser inmigrante”, recuerda.

Victoria y su marido aguantaron algunas semanas más, hasta que, para realizar unos trámites burocráticos, salieron del domicilio. La primera ausencia sentó regular. La segunda llegó con amenaza de la hija: “Si seguís faltando, tendré que descontároslo del sueldo”. Pero el sueldo ya estaba descontadísimo y el matrimonio dejó el trabajo. “Eran seis hijos que no querían pasar con su madre más de 15 minutos, por eso no podíamos faltar. Cuando eres una migrante interna en un domicilio estás en régimen de esclavitud. No eres persona. No tienes voz. Tienes que callar. Tienes que asentir. Tienes que complacer. Tú no importas, importa lo que les puedas dar”.

Cuidados forzosos

Esa entrega obligada a un prójimo desasistido alivia ligeramente la tensión demográfica creciente que vive el país. En las últimas décadas, España ha conquistado el segundo puesto mundial en índice de longevidad –hay 8,6 millones de personas mayores de 65 años, según el INE– y ha visto como la mujer se incorporaba de manera generalizada al mercado laboral: ambas tendencias cruzadas desembocan en un vacío asistencial de la vejez que, por culpa de los recortes en las políticas sociales y la dejación del hombre en el ámbito del hogar, busca la solución en la explotación masiva de mujeres migrantes. En esa línea, un estudio de la Sociedad Española de Geriatría y Gerontología reveló –en 2007– que 200.000 migrantes cuidaban de personas mayores en España, lo cual representaba el 90% de los cuidados remunerados de personas mayores en nuestro país.

Faltan datos más recientes, pero sobran las historias. Gabriela, por ejemplo, también ha dado mucho de sí misma en varios hogares de València. Es hondureña y tiene 26 años. Se vino con un hijo y aquí descubrió que estaba embarazada de una niña. Ésta nació en el Hospital de la Fe, pero al ser hondureña no tuvo derecho a la nacionalidad española; ni ella ni su madre, que vino huyendo de la violencia que asola su país. “En Honduras trabajaba como auxiliar de recursos humanos; aquí, sin papeles, solo he encontrado trabajos de limpieza y cuidados. Cuidé a una señora de 92 años por 700 euros al mes como interna. Trabajé embarazada de ocho meses, tuve a la niña y a los cuatro días del parto volví a cuidar a la señora”.

Desde que la anciana falleció, Gabriela ha ido empalmando trabajos precarios. Cuidó de una niña por las noches y no le pagaron. Cuidó de dos ancianas unos meses con horario de 9h a 20h por 450 euros. A dos euros la hora. Limpió en casas y en hospitales. Desde hace siete meses cuida de un señor todas las mañanas hasta que su hija llega para hacerse cargo. Le limpia la casa, le hace la comida, le cambia el pañal, le controla las pastillas; todo por 450 euros, sin contrato. “No es el trabajo de mi vida, pero por primera vez me siento tratada como un ser humano”, asegura.

Las experiencias de Victoria y Gabriela reflejan el laberinto legal en el que se encuentran las mujeres extracomunitarias que llegan a España con la idea de prosperar en sus carreras profesionales y que, privadas de documentación, acaban siendo un parche para el boquete de los cuidados. La Ley de Extranjería les concede el permiso de trabajo solo si demuestran tres años de residencia continuada en España y consiguen un contrato de trabajo –que deberán conservar–, pero sus empleadores las contratan a condición de que ellas mismas se paguen la Seguridad Social, lo cual supone un porcentaje elevado del salario. Y ese dinero apenas les da para sobrevivir. No les queda otra que renunciar a la cotización y perder el tren de los derechos laborales. Transigen. De este modo, la normativa garantiza un buen cupo de migración solícita ante empleos de muy difícil cobertura.

Papel mojado

Con todo, las migrantes extracomunitarias no siempre encallan en los márgenes de la ley. También hay quien consigue poner en orden su situación legal. Es el caso de Betty, colombiana llegada a España hace casi tres años después de que asesinaran al padre de sus hijos. Los niños se quedaron con la abuela y ella emigró para buscarles el pan. Con el tiempo, Betty quedó embarazada, tuvo una hija española y obtuvo el permiso de residencia por la vía del arraigo familiar. Hoy posee los ansiados papeles, pero su día a día sigue hundido en la precariedad.

“Yo en Colombia era contable y llevaba las cuentas de un municipio. Vine a España pensando en hacer algo parecido, pero desde el primer día solo he tenido acceso a trabajos domésticos. De hecho, aún con el permiso de residencia y de trabajo, solo me dan trabajos de ese tipo, todos mal pagados. Ahora estoy haciendo una sustitución en una empresa de limpieza, contratada”, apunta Betty. Las asalariadas regulares del trabajo doméstico y los cuidados tampoco están incluidas en el régimen general de trabajadores de la Seguridad Social, con lo que su situación continúa siendo de desprotección jurídica y social, con muy pocos derechos reconocidos.

Contra esa desprotección se acaba de constituir la Red Estatal de Trabajadoras del Hogar y los Cuidados, una plataforma que, a semejanza de las ‘Kellys’, busca presionar en bloque para condicionar políticas favorables. Quieren acelerar su equiparación al régimen general de la Seguridad Social y lograr, entre otras cosas, el derecho a la prestación por desempleo, el acceso a la ley de riesgos laborales, que se contemplen las inspecciones de trabajo y que se elimine la figura del desistimiento, un régimen que permite a sus empleadores echarlas sin la obligatoriedad de pagarles toda la indemnización.

De ese modo, con papeles o sin ellos, las trabajadoras domésticas malviven envueltas en una capa de invisibilidad tejida por un estado cómplice de su precariedad. Así lo cree Alma Sarabia, delegada de la Asociación Rumiñahui en València y parte de la red: “Por un lado se carga sobre las espaldas de estas mujeres una responsabilidad que el Gobierno debe asumir por medio de la Ley de Dependencia y encima se les dice que el país no puede asumir su Seguridad Social. Por otro lado, la ley migratoria construye una economía sumergida —durante un mínimo de tres años— muy rentable con mujeres que asumen dos y tres empleos sin reconocimiento ni distinción. Limpiar es un trabajo y cuidar es otro diferente, pero a ellas se les exige hacerlos a la vez”.

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