Crímenes del franquismo
Diez años de la demolición de la cárcel de Carabanchel: los recuerdos de Julián Ariza y Marcel Camacho

Marcel Camacho y Julián Ariza tenían 16 y 35 años cuando entraron en la cárcel de Carabanchel. Era el año 1969 y fueron detenidos por su participación en Comisiones Obreras, tachada de organización subversiva al servicio del comunismo internacional. 

Julián Ariza y Marcel Camacho
Julián Ariza y Marcel Camacho, durante la entrevista. Eduardo Robaina
7 dic 2018 06:25

Marcel Camacho (1953) tenía 16 años cuando puso un pie por primera vez en la Prisión Provincial, más conocida como Cárcel de Carabanchel (Madrid). Le detuvieron en el Instituto San Isidro junto a un grupo de chavales de su misma edad. ¿El motivo? La creación de unas comisiones de enseñanza media. Julián Ariza (1934) ya llevaba dos años dentro, acusado de asociación ilícita y reunión ilegal. Allí dentro le esperaba Marcelino Camacho (1918-2010), padre de Marcel y maestro de Julián. Ahora, cuando se cumplen diez años de la demolición del centro penitenciario, se vuelven a juntar para hacer memoria. Esa memoria que, según dicen, otros han tratado de eliminar con el derribo de uno de los símbolos de la represión franquista.

¿Cuál es el primer recuerdo que tenéis de vuestra entrada en la prisión de Carabanchel?
Julián Ariza:
Yo lo tenía asumido. Estaba claro que a partir de las elecciones sindicales de 1966 y, sobre todo, con la sentencia del Tribunal Supremo que condenaba a Comisiones Obreras como una organización subversiva al servicio del comunismo internacional para derrocar al sistema político de España, éramos carne de cárcel. Ya nos advirtieron de la represión. El día que me detuvieron por tercera vez ya me quedé en la cárcel. Allí me encontré con una compañera de la fábrica a la que anteriormente le había dado unos papeles porque daba por hecho que, en cualquier momento, me iban a detener. Hasta ese punto estaba concienciado.

Recuerdo, además, que me detuvieron de una forma muy peliculera. Yo tenía un 600 y, al salir del garaje, se me pusieron varios coches delante, me sacaron del mío, me metieron en uno de los suyos y me llevaron a Gobernación. Y yo solo pensaba que qué sería de mi coche.

Entonces era como entrar en un sitio en el que esperabas entrar. Para mí no fue una sorpresa, no me llevé la sorpresa del siglo. Lo tenía absolutamente asumido. Además, Marcelino Camacho ya llevaba unos meses dentro. Resumiendo: entré en la cárcel de una manera natural y me encontré con una cárcel que era la que me esperaba. Lo encajé bien. Daba por hecho que me iba a pasar y me pasó, claro.

Marcel Camacho: Lo mío también era un caso especial. Además de que era muy joven, venía de una familia en la que conocíamos muy bien esa cárcel en concreto. Fue un día muy raro porque la policía secreta entró en las aulas y nos sacó ante el asombro de los presentes, profesor incluido. Incluso se llevaron a algún chaval menor de 16 años y tuvieron que soltarlo. Nos llevaron a la Puerta del Sol y estuvimos ahí 13 días, porque estábamos en Estado de excepción. Allí a más de algún compañero mío le zurraron.

Después de esos 13 días allí, llegar a la cárcel fue como una especie de liberación. Lo más impresionante al entrar es que veías que aquello era grandísimo, era como un mundo, como una ciudad. Nos llevaron a aislamiento, a la quinta galería, aunque estuvimos pocos días. Después ya me juntaron con mi padre en la sexta. Recuerdo que, cuando llegué, salieron en tromba los 19 presos que estaban aislados porque no entraba ninguno nuevo desde hacía mucho tiempo. Yo era el primero, y me hicieron como una especie de interrogatorio, preguntándome qué pasaba fuera y demás. Y aunque tenía cierta conciencia política, no dejaba de tener 16 años y estaba un poco alucinado. Lo que era muy asombroso también era la vida que tenía. Yo recuerdo de Julián sus partidas de ajedrez en el Café de Chinitas, que era una celda de juegos que habían montado allí dentro. Julián era el maestro del ajedrez, ganaba a todo el mundo.

Julián Ariza: ¡Qué va! Jugaba, pero no tanto como para ser maestro. Aunque sí es verdad que me gustaba mucho.

¿Cuáles son los recuerdos buenos y malos que se os vienen a la cabeza ahora después de tantos años?
J. A.:
En una prolongada estancia en la cárcel hay de todo. Si hago memoria, un momento realmente duro fue el periodo largo de incomunicación con la familia. Eso se debió a que nos habían modificado el sistema de comunicación. En principio teníamos como una especia de malla que nos separaba de las familias y un funcionario que caminaba de un lado para otro vigilándonos. Luego eso cambió y pusieron una especie de paneles con agujeros y controlaban nuestras comunicaciones a través de micrófonos. Eso nos pareció que era añadirle crueldad a la situación y declaramos una huelga de hambre que duró una semana. La cumplimos a rajatabla, sin tocar nada más que agua. Eso supuso una sanción y estuvimos cincuenta días en aislamiento.

Después de todo eso nos planteamos iniciar otra huelga de comunicación. Hasta que no quitasen aquel nuevo sistema, no íbamos a comunicarnos con el exterior. Así estuvimos varios meses, sin hablar siquiera con la familia. Y ese periodo lo recuerdo con especial dureza, no tanto por mí o por otros compañeros como Marcelino, que era inasequible al desaliento. Pero sí había otros compañeros más jóvenes que tenían algún que otro problema y lo vivieron con mucha dureza.

Como contrapunto, había mucha camaradería entre nosotros. Había una voluntad de aprender: se daban clase con algún librito que nos habíamos hecho de economía, otro de filosofía… Se hacían reuniones, debates, hacíamos ejercicio en el patio de cemento… También está esta parte que yo la definiría como periodos de tranquilidad interna y de buena confraternización entre los presos.

M. C.: Yo entré justo cuando se puso en marcha ese nuevo sistema de comunicación, y cuando yo me fui ya llevábamos tres días en huelga de hambre, yo incluido. La huelga sirvió para agilizar mi salida, básicamente porque el Tribunal vería que era insostenible tener allí a aquellos chavales de 16 años y menos estando en huelga de hambre. Recuerdo que, cuando venía la familia, íbamos hasta la sala, les saludábamos a lo lejos, y nos íbamos. Sin hablar nada. Aquello era durísimo.

J. A.: Muy duro, muy duro.

M. C.: Yo, además, lo viví tanto desde dentro como desde fuera. Y desde fuera era casi peor, porque no sabíamos cómo estaban dentro, cómo lo estaban pasando… Las huelgas de hambre te hacen perder un kilo al día. Los primeros días caes en una especie de inanición. El primer y el segundo día son un poco duros y, a partir del tercero, te dejas arrastrar. Yo recuerdo que hacíamos una cosa, no sé si tú te acuerdas [dirigiéndose a Julián Ariza].

En las celdas de aislamiento, en las que nos metieron durante la huelga de hambre, estábamos separados. Uno por cada celda. Y lo que hacíamos era sacarle el agua que hay en los váteres para hablar con la celda de al lado o con los que estuvieran arriba. Y así hablábamos y pasábamos el tiempo. En Carabanchel, además, había mucha insistencia durante la huelga. Venía cada dos por tres el médico a decirnos que estábamos muy mal. Era una presión psicológica para que abandonases. Sí es verdad que era todo muy duro.

J. A.: Yo, cuando escucho que en algún sitio alguien lleva 40 o 50 días en huelga de hambre, pienso que es imposible. Yo perdí siete kilos, porque tuve la oportunidad de comprobarlo con un peso que había allí. Además, recuerdo que los dos últimos días tenía fuertes taquicardias. Y recuerdo también de algún compañero joven que tuvo vómitos de sangre. Realmente tuvimos que dejar la huelga porque estábamos viendo que los efectos sobre el organismo eran demasiado fuertes.

M. C.: Y sabíamos que el objetivo a ganar, que era que quitasen los micrófonos, era realmente difícil.

J. A.: Imposible.

M. C.: Era la manera que tenían de controlarnos. Nosotros utilizábamos esas comunicaciones para recibir y transmitir información, y el nuevo sistema nos limitaba mucho. Lo grababan todo. El único sitio donde se podía hablar con más o menos libertad era en otras habitaciones donde nos reuníamos con los abogados para firmar documentos. Y no estaba tan claro…

Julián Ariza.
Julián Ariza. Eduardo Robaina

Marcel, una gran parte de tu vida ha estado ligada a esa cárcel. Tu familia se llegó a mudar al barrio para estar cerca de la prisión.
M. C.:
Bueno, eso es un poco el mito que se ha creado. Mi madre y mi padre decían que tuvieron la intuición de mudarse al barrio, que estaban como predestinados. Pero en realidad nos mudamos a Carabanchel por casualidad. Teníamos que salir de Lavapiés y, con el dinero que nos dejaron, nos compramos ese piso allí.

J. A.: Claro, yo recuerdo ir a vuestra casa muchos años antes de que entrásemos en la cárcel. A principio de los 60. Me acuerdo que era en la calle Manuel Lamela, ¿no?

M. C.: Exacto. Yo me acuerdo, siendo bien pequeño, de tu 600. ¡Anda que no nos sirvió veces para ir a la cárcel!

J. A.: El pobre 600, que me lo robaron cuatro veces mientras estaba en la cárcel. Yo supongo que sería la policía, que estaría buscando algo… Si no, no tiene explicación.

M. C.: Pues nosotros le dimos mucho uso para llevar las bolsas, la comida y demás. Recuerdo, cuando estaba dentro, que la comida era horrible. A veces nos daban unas conservas que no sabíamos ni de dónde venían y las mezclábamos para hacer platos que estuviesen mejor. Lo único bueno que comíamos era lo que traía la familia, que venían con unos ‘perolos’ grandes de comida, con cubos de fruta… Mi madre se levantaba de madrugada para cocinar unas ollas gigantes para todos nosotros. Venían los martes, jueves y domingos. O sea, que, en parte, las familias también vivían pegadas a esa cárcel, estaban ahí cada dos días. Las familias de Madrid, claro, porque en la cárcel de Carabanchel había presos de toda España y había mucho trasiego. Por mi casa pasaron familias que venían de todas partes. Y para ellos era un suplicio y un gasto enorme.

Los presos políticos estábamos divididos entre la sexta y la tercera galería. Nos dividieron porque estaban viendo que entre los políticos se hacían seminarios y cursos. Entonces claro, había gente que entraba que no tenía conciencia política y acababa saliendo con un doctorado. Entonces, ¿qué hicieron? A los ‘profesores’ los mandaron a la sexta y al resto a la tercera, a ver si así conseguían romper esa dinámica. En la sexta había gente de la hostia. Cuando llegué me encontré a lo más potente de la lucha en ese momento. Me dio clases gente como Tranquilino [Sánchez], Trinidad [García Vidales]… 

J. A.: Claro. Hay que hacer una aclaración. Carabanchel era una prisión preventiva, no era un penal. Su función no era el cumplimiento de penas, sino tener a los presos allí de forma preventiva hasta que se celebraba el juicio, y cuando ya había sentencia se les mandaba a un penal. Eso significaba que pasaban muchos presos por allí por cortos periodos de tiempo. Algunos, como es mi caso, estuvimos más tiempo porque los juicios se alargaban y demás. 

Hay una cosa que siempre digo y es que, a pesar del trasiego de presos, de algunas organizaciones muy notorias jamás vi a ninguno. Es una cosa a tener en consideración, porque pareciese que todos hemos aportado lo mismo a la lucha antifranquista y no es verdad. Quien más ha aportado ha sido el Partido Comunista y Comisiones Obreras. 

¿Cómo recibís la noticia, primero, de la aprobación del derribo y, luego, de la propia demolición en 2008?
J. A.: Con disgusto. Yo tuve la oportunidad de participar, a través de una asociación de vecinos, en la lucha para que se conservase una parte y para que el resto de los terrenos se usasen para construcciones de tipo social. Llegamos a hacer una manifestación en la puerta de la prisión.

La demolición fue una barbaridad que aprobó el Partido Socialista de Felipe González con la intención de que la desaparición de la Cárcel de Carabanchel, de alguna manera, significase la desaparición de un símbolo de un periodo de luchas. Desde los 60 hasta el final de la dictadura, hubo poca gente del PSOE en la cárcel. Esa es la verdad histórica. Y no lo digo en sentido crítico, sino para explicar el porqué de ese menosprecio que tuvo en su día el Partido Socialista a la demanda de que se mantuviera al menos algo que recordara a las nuevas generaciones lo que significó aquella cárcel.

M. C.: Para nosotros el disgusto fue enorme. Mis padres también estuvieron en esas manifestaciones, con todas las asociaciones de vecinos. Fue un golpe muy duro. Además, lo hicieron de la noche a la mañana, a traición. Empezaron el derribo por la noche y en dos o tres días lo derribaron. El derribo fue curioso. Una vez que quitaron toda la ferralla, en vez de sacar los escombros, los demolieron allí mismo y allanaron todo. El tiempo ha hecho su trabajo y ha arrastrado todo ese polvo, y ahora se ven todos los cimientos y puedes seguirlos. Pero la memoria de la cárcel no ha muerto, sino que se ha quedado enterrada. Debajo de la tierra quedan las celdas de castigo, de tortura, donde estaba el garrote vil.

J. A.: Durante la huelga de hambre, a nosotros nos llevaron a esas celdas especiales, que estaban en un sótano y que se utilizaban para los condenados a muerte. Recuerdo que había una especie de cama de cemento con una almohada también de cemento, un agujero de váter y un lavabo. No había nada más. Casi no se veía la luz. Tremendo.

M. C.: Muy tétrico, muy al estilo de celdas de torturas. Y esa parte existe todavía. La máquinas no excavaron abajo. Tenían demasiada prisa de que el edificio cayese y dejaron eso. Esa parte de Carabanchel está ahí todavía y debe sacarse porque es un símbolo. Y ahí es donde se debería hacer el museo. Hay mucho sufrimiento ahí dentro, no solo de los presos políticos, sino también de otra mucha gente. No podemos permitir que ese solar acabe siendo utilizado para construir más edificios.

Te voy a contar una anécdota. A mi madre, después de que muriese mi padre, le mandaron un ladrillo conmemorativo del derribo de Carabanchel. Es de esas cosas que te dejan muy sorprendido porque, además, creo que era un regalo de buena fe. Yo he conocido a la persona que nos los regaló y creo que jamás se percató de que podíamos recibirlo de una forma totalmente contraria a la que él pensaba. Fíjate cómo me sentó que, cuando llegó el mensajero, abrí el paquete, lo vi, lo leí y no se lo enseñé a mi madre. Y ella jamás lo supo. Hubiese sido un disgusto tremendo.

J. A.: Demasiados recuerdos….

M. C.: Claro, primero de la estancia y luego del derribo. Que ellos pelearon mucho y ya eran viejecitos. Jamás le he encontrado explicación a ese regalo y a la intención. Ahora, los vecinos de Carabanchel han hecho una exposición con objetos de la cárcel y está ese ladrillo. También hay un poncho que hizo mi padre.

Marcel Camacho.
Marcel Camacho. Eduardo Robaina
¿En la cárcel?
M. C.: Sí, sí. Los presos hacían muchas cosas dentro.

J. A.: Yo tengo cuadros de pintores que había en la cárcel. También conservo una cosa que pienso: “Joder, ¿cuándo hice yo esto?”. Es un marco de madera para poner una foto y tiene estrellitas que se hacían con una mini cuchilla y que me llevó como 70 horas de trabajo. Si tuviese que hacerlo ahora me pegaba un tiro. [Risas] En la cárcel se hacían cosas para pasar el tiempo y no pensar en lo dramático que era aquello.

Mi profesión es delineante, y en mi trabajo tenía que rotular mucho. Recuerdo que teníamos un libro de economía política que estaba editado por la Academia de Ciencias de la URSS. Y estaba allí en la cárcel. Y, como se utilizaba tanto, decidí reproducirlo a mano. Un libro de 300 páginas. Lo dejé en la ochenta y pico. Me sentí como un monje [risas].

M. C.: Mi padre sacó muchos cuadernos también. Lo que hacían los presos era cuidar mucho la escritura para que el que llegase después lo pudiese leer también.

J. A.: Yo era de los que escribía mucho. Alguna vez he contado que he llegado a escribir mensajes en un papel de fumar. ¡En un papel de fumar! Lo enrollabas y, en algunos lugares de la comunicación, lo pasabas por los agujeritos. Pero mensajes largos, ¿eh? Incluso algún manifiesto llegué a pasar.

M. C.: Había determinados sitios en los que se podían pasar. Pero eran lugares muy concretos, por eso había que ir corriendo a pillar ese sitio antes que nadie. Tenías que ser el más rápido.

J. A.: Estamos teniendo momentos de risa ahora, pero la verdad es que se pasaba muy mal.

M. C.: Por supuesto. Todos tenemos nuestra defensa y a posteri podemos recordar ciertas cosas con una sonrisa, pero las condiciones eran horribles, muy duras. Lo que sí es verdad es que el preso político, a diferencia del resto, estaba siempre organizado y ocupaba el tiempo. Aunque, por supuesto, también entre los políticos había gente con circunstancias personales muy muy difíciles. Había gente que no veía a su familia, que no se podía comunicar. La correspondencia, aunque se escribía bastante, también estaba muy controlada. Muchos presos, muchas familias y muchos hijos quedaron muy tocados.

J. A.: Yo tengo la experiencia de un compañero, que era amigo personal, que estando en la cárcel le dijo su mujer que iba a seguir yendo a verle pero que, cuando saliese, se separaría. Imagínate. Había situaciones muy dramáticas. Lo de tu padre y tu madre era la excepción. Josefina era inasequible.

M. C.: Era militante.

J. A.: Claro. Pero en la mayoría de las familias, lo que se decía era aquello de “¿pa’ qué te metes en líos?”.

¿En qué os hubiese gustado verla convertida hoy?
J. A.:
De la cárcel tendría que haber quedado un símbolo significativo. Del nazismo quedan campos de concentración que simbolizan la barbarie de aquella época. Eso es muy ilustrativo para las nuevas generaciones. De la cárcel debería haber quedado eso, una parte; el centro con la bóveda, por ejemplo. Para el resto de los terrenos debe preguntarse a los vecinos del barrio cuáles son sus necesidades. Yo no me atrevo a decir qué es lo más necesario, pero debe ser algo social y público.

M. C.: Sí, totalmente. Mira, la cúpula de la cárcel era la cúpula de hormigón armado más grande. Era una joya arquitectónica y hay libros y tesis sobre ella. Cuando intentaron derribarla no fue tan fácil. No caía, no caía. Yo creo que es el lugar idóneo para crear un museo de la memoria. No hay un sitio mejor. Y el resto, lugares públicos. Pero nada de viviendas, nada de especular.

Un gobierno socialista firmó la sentencia de esta cárcel y otro gobierno socialista, hace ahora diez años, la ejecutó. ¿Confiáis ahora en que un gobierno socialista recupere esa memoria?
J. A.:
Lo que voy a decir ahora es un poco raro porque yo todavía pago una cuota al Partido Socialista desde hace años, pero yo, de un gobierno socialista, no espero nada. Nada de este tipo. Cuando lo tuvo que hacer, no lo hizo, y ahora mucho me temo que, si el nuevo inquilino de la Moncloa hace algo, será pensando en propaganda. Su esquema de acción política está basado en la idea de mantenerse en el poder. No es algo exclusivo de él, ¿eh?, pero no espero nada de su parte.

M. C.: Es difícil. Nos hemos estancando en el Valle de los Caídos y lo que está provocando es que está movilizando a los franquistas. Hacen falta decisiones rápidas que se ejecuten ya. Hay que actuar. Pero es verdad lo que dice Julián, que ahora todas las actuaciones se hacen pensando en lo mediático, en el corto plazo. Los partidos están muy desconectados de los movimientos sociales, de los vecinos. El tema de la cárcel es algo muy sencillo, porque el sitio es público. Habrá más o menos dinero, tardará más o menos tiempo, pero se podría hacer. Corremos el riesgo de que allí se especule si no se hace algo. Pero hay que reivindicar nuestros periodos de lucha. Y Carabanchel es ese sitio, la mejor ubicación para la memoria.

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