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Coronavirus
Sanitarios hoy, pacientes mañana
Tarde noche, pasillo de un hospital. La atmósfera asfixia a pesar de la estricta ventilación. Se lava las manos con gel hidroalcohólico, se pone con mimo unos guantes de caña corta, guantes que cubren justo la palma de la mano y huelen a látex y a profilaxis. Luego se uniforma con una bata o un buzo, según. Depende de la carencia de materiales y medios. Ahora, tras cubrirse el tronco, se pone el gorro quirúrgico y la mascarilla. El segundo par de guantes, de caña larga, le llegan hasta el codo. Ya casi está: inmóvil, robótico y, sobre todo, protegido. A ese sanitario le faltan las gafas, que parecen venir empañadas de fábrica.
Una vez momificado, entra en la habitación porque el paciente no está bien, está solo. Eso que ve tras las gafas es todo lo que verá en muchas horas, dos ojos a través del vaho. Esos dos ojos son de un sanitario, ahora carne de cañón para pasar de acompañar, cuidar y curar a necesitar ser acompañado, cuidado y curado.
Julen es enfermero en el hospital de Cruces, específicamente trabaja en ‘la reani’, la Unidad de Reanimación, en jerga sanitaria. ‘La reani’, aunque por su denominación suene a unidad sonora e incluso amable, es uno de los lugares más silenciosos del hospital. Allí están los pacientes en estado crítico, intubados. Los que tienen la misma posibilidad de claudicar que de, con ayuda de los sanitarios, renacer. “Al principio escaseaba el material. No queremos entrar a las habitaciones sin protección, pero no podemos desatender a pacientes. Ahora hemos recuperado calma, antes era brutal”, jura Julen, al pie de la camilla.
Un por si acaso
“Siento contestar tarde, pero no tengo tiempo. Estoy en bucle. Vivo lejos del hospital. Llego allí, trabajo, salgo y a las ocho, a pasear. Intento desconectar, claro. Luego hago la cena, ceno y otra vez a madrugar. Ya sabes”, lamenta Amaia, médica interna residente, recién graduada, R0 en la escala. La mecánica para cumplir la residencia como médica es sencilla: los R2 están a cargo de los R1. Los R3 a cargo de los R2. Nunca estás ni te sientes sola. Hay alguien responsable de tus actos. Los R0 no entran en este juego.
Los padres de Amaia son población de riesgo por edad y por ciertas patologías previas, lo que les hace vulnerables si han de batallarle la salud al covid-19. “Estaban contratando a gente de fuera, alojamiento más trabajo. ‘No voy a traer el bicho a casa’, pensé”, narra enfadada la propia médica. Amaia solicitó un trabajo con alojamiento, pero le denegaron ambas cosas. Al residir en la propia provincia, o ponía en riesgo a sus padres o se ponía el uniforme, esas eran las opciones. Encontró una alternativa: la casa de unos amigos. Más tarde, un piso de Airbnb puesto a disposición de sanitarios de forma gratuita. “No podía aceptarlo. Llegué a un acuerdo para pagar un mínimo durante estos dos meses”, reconoce.
Pero Amaia es un número más en una lista de nombres de sanitarios de refuerzo, voluntarios, que se prestan a contener la pandemia: “Preveían muchas bajas. Somos un por si acaso, solamente eso”. Amaia quería estar en primera línea. Admite que pensaba que se iba “a la guerra” y se estrelló con la realidad, que suele ser más aburrida: “No sabían qué hacer con nosotras. No podemos estar al frente de una crisis sanitaria. Tengo muchos conceptos teóricos en la cabeza, sí, sin embargo, la única vía intravenosa que he puesto en mi vida fue a un maniquí”.
“Yo soy una persona muy tranquila y Amaia es una persona muy ansiosa”, se sincera Andrea, recién graduada en medicina, sin opción a plaza como residente por un mal examen. “Soy una persona nerviosa y quiero que todo esté en orden, no hay sentido común, no hay empatía”, aclara Amaia ante las acusaciones de su novia. En realidad, Andrea es el apoyo de Amaia y Amaia el de Andrea del mismo modo que los hospitales de Bilbao en concreto, y Euskadi en general, sobreviven gracias a manos que vienen de lejos.
Andrea ha llegado como refuerzo sanitario desde el archipiélago canario, a más de 2.300 kilómetros, es decir, de lejos: “Me imaginé encerrada, sin poder ayudar… no hubiera podido no aportar”. Está toda su jornada laboral en el centro coordinador de la Ertzaintza en Bizkaia. Trabaja en lo que se denomina el Consejo Sanitario: atención telefónica. Una función que se cumple 24 horas al día los 365 días del año, 366 si es bisiesto.
La tarea de Andrea es recibir llamadas de emergencia, hacer un seguimiento médico a personas mayores y pacientes crónicos o personas con enfermedades que ahora, concentrados todos en el coronavirus, han quedado olvidadas. “Se habla mucho de pacientes con covid-19 y nada de pacientes que no tienen covid-19 y siguen siendo pacientes. Los paliativos, los hipertensos, los crónicos, ¿dónde quedan? No hay infraestructura para atenderlos”, protesta Amaia.
Mujer, de mediana edad, con los nervios galopando o con una depresión profunda, ese es el perfil de las personas que escuchan el acento isleño de Andrea. “Se sienten solas, llevan mal el confinamiento. Algunas han perdido a su marido o a su mejor amiga por coronavirus —trata de explicar con emoción la médica recién graduada—, y les digo: ‘En un ratito te llamo’. Y con eso se sienten mejor. Necesitan acompañamiento”.
Amaia mira a la soledad a los ojos y Andrea la escucha a través de un auricular. Al llegar a casa una se apoya sobre la otra.
Acompañamiento, el primer mandamiento
“Como humanidad sobrevivimos por apoyo mutuo. Por solidaridad en el grupo humano. Necesitamos hablar y ser escuchados”, expone José Antonio Barbado, psiquiatra, psicoterapeuta y director del centro MIMAPA de Ourense. Amaia y Andrea están haciendo lo correcto.
El Consejo General de Psicología (COP) ha estimado que unos 151.000 familiares de enfermos y fallecidos por coronavirus, cerca de 150.000 sanitarios expuestos a la pandemia y hasta diez millones de personas de la población general, pueden llegar a necesitar algún tipo de atención psicológica. 150.000 sanitarios es más de un tercio de los sanitarios, un 35%, puesto que, según el ministerio de Sanidad, en España hay 245.500 enfermeras y 179.000 médicos. Quizá Andrea y Amaia no formen parte de esta cifra horrible gracias a ese “apoyo mutuo”. A Andrea recibir llamadas de ancianas le hace pensar en su abuela: “Llegar a casa y poder hablar con alguien lo que has escuchado alivia”. Amaia escucha a Andrea.
El doctor Barbado augura que, después de la ola de contagios por coronavirus, habrá una ola de casos psiquiátricos. “No sé si estamos suficientemente preparados para ello. La mayoría de casos tendrán el componente de trauma y el trauma necesita psicoterapia, tiempo. No podemos embotar con psicofármacos a la población, habremos de ayudarles a atravesar el dolor y si es posible, superarlo”, asume el psiquiatra, como si anotase en su agenda una tarea pendiente.
El trauma se basa en tres patas emocionales correlacionadas: sorpresa, miedo e indefensión. Se retroalimentan y pasan a ser nocivos cuando los tres se convierten en factores imperecederos, crónicos, cuando se repiten en el tiempo.
Sorpresa, confusión, sobresalto
“¿Quién no ha oído frases de incredulidad? Comentarios que rememoran la ciencia ficción”, pregunta Barbado sin pretender respuestas. Esa “sensación de irrealidad” con la que comenzó todo, explica, es la sorpresa.
“Cuando todo estalló yo estaba trabajando. Todos habíamos visto ciertas imágenes en la televisión, pero nadie se lo esperaba. De pronto, tuvimos que aprender a ponernos y quitarnos el Equipo de Protección Individual (EPI). Era una pista de que estaba llegando”, observa Laura, enfermera allá donde se necesite una enfermera: Basurto, Cruces, Urduliz. “Esa primera charla fue hasta divertida, ahí todos vestidos con el EPI… —reconoce Laura y prosigue, ahora con un tono apagado— pero, ¿qué pasó? Que, desde la primera explicación al primer caso, nada tenía que ver. Cuando la pandemia llegó, nada tenía que ver. Era un cambio continuo”. Y el cambio continuo exigía evolución y adaptación constante.
Amaia tuvo un inicio más convulso en su interior: “Me crezco mucho en situaciones de adversidad. Enfrentarme a la pandemia me hizo cargarme de adrenalina”. Eso y su pasado en el teatro no impidieron que el susto y la ansiedad “se apoderasen” de ella.
Begoña, médica recién graduada: “Nos explicaron que ninguna vida dependía de nosotras”
Otra doctora recientemente graduada, Begoña, encajó el susto en dos tiempos: “Corrían las noticias: podrían ponernos tan pronto a ordenar archivos, esas cosas aburridas que nadie quiere hacer, como a atender en primera línea”. Cuando llegó al hospital baracaldés de Cruces, el corazón del covid-19, les dijeron que no, que no: “Nos explicaron que ninguna vida dependía de nosotras. No íbamos a tomar decisiones. Rellenaríamos agujeros donde veían que faltase personal”. En su caso, Salud Laboral, es decir, los médicos de los médicos (y el resto de sanitarios). Ninguna vida iba a depender de la inexperiencia de Begoña. “A veces estoy en una carpa como las de jaiak (fiesta, en euskera) con el EPI metiendo el palito por la nariz a los que pasan. Otras, me toca gestionar papeleo”, concluye.
Miedo e indefensión
“Quedarse a solas con el miedo es peligroso. Miedo porque el coronavirus es una amenaza vital”, señala José Antonio Barbado, psiquiatra. En este clima aparecen los primeros síntomas de un posible trauma. Así lo explica el doctor Barbado: “El estrés postraumático es la lucha entre la memoria y el olvido. Memoria del recuerdo doloroso, lo pasado, que quiere entrar en la conciencia para ser digerido. Una parte de ti entra en lucha, el olvido”.
Volver a casa y revivir la tensión, dormir y mal dormir, abandonar ciertos hábitos y no parar de comentar las escenas, son pistas. El principio de un fallo en la regulación emocional. Todos los protagonistas de esta historia coinciden en una máxima: a más información, material y medios, más calma. Pero la realidad no invita a la calma. Como explica el doctor Barbado, cada sanitario va a su trabajo con miedo. No es para menos: el 20% de todos los contagiados por coronavirus en España pertenecen al colectivo de los sanitarios. Muy por encima del 10% de Italia. El 20% de 230.000 —que son, aproximadamente, los positivos—, son muchos sanitarios infectados. Más de 40.000.
“Antes de llegar a mi primer turno ya estaba acojonado porque no sabía qué me iba a encontrar”, cuenta Julen, que había tenido que pasar una cuarentena hasta que dio negativo. Julen había estado en Milán a principios de marzo, volvió con tos. Cuando volvió al hospital, a ‘la reani’, relata, “todos los pacientes” estaban “intubados y sedoanalgesiados”.
El Colegio Estadounidense de Médicos de Urgencias (ACEP, por sus siglas en inglés) define la sedoanalgesia así: “Administración de sedantes con o sin analgésicos para inducir un estado que permita que el sujeto tolere procedimientos desagradables al tiempo que mantiene su función cardiorrespiratoria”. Lo que Julen se encontró fue personas mantenidas en vida artificialmente.
Barbado, psiquiatra: “El estrés postraumático es la lucha entre la memoria y el olvido”
Cuando murió el primer paciente por coronavirus en Bizkaia, Laura se enteró por las noticias: “Hablando claro, todos nos empezamos a acojonar”. Osakidetza empezó a hacer pruebas. A medida que los sanitarios daban positivo, los hospitales se colapsaban de enfermos. “Muchas bajas, muchas bajas de repente. En ese momento podía palparse el miedo. Empiezas a pensar: ¿Me moriré?, ¿habré contagiado a mi familia?, ¿cuántas seremos?”, relata la enfermera. Algo empieza a fallar y con ello se acaban los días libres. Algunos sanitarios empiezan a doblar turnos. Los contactos dudosos con pacientes infectados por covid-19 con carácter asintomático vuelven a incorporarse, sin cumplir cuarentena. “¿Nadie sabía qué estaba pasando?”, se interroga a sí misma.
La tristeza de quien acompaña al triste
Y de repente todo se viene abajo. Aún más. Falta material, faltan manos, falta fuerza y ahora falta una compañera, una sanitaria. “Una compañera no es un paciente, al que nos debemos y por el que nos jugamos la vida. Es una de nosotros. Ha muerto por salvar a los demás. Podría haber sido yo o podré ser yo en un futuro”, piensa en alto Laura. “No exclusivamente el miedo, ahora también nos invade la tristeza”, manifiesta. Esta es la tristeza de quien acompaña al paciente.
Un paciente con covid-19 no suele requerir atención, hay muchos en observación y pocos con síntomas agudos. Así lo define Amaia: “Las personas con coronavirus no son demandantes, son pacientes que están solos”. Y sigue: “No he visto morir, pero sí personas sedadas con ese objetivo. Lo duro no es ver al paciente morir, es ver que muere en soledad”. Esta es la tristeza del paciente, nutrida por el aislamiento. Para Amaia, la tristeza es entrar en una habitación y saber que el paciente “que se está yendo” únicamente ve dos ojos con las gafas de protección por delante y que esa será su última imagen.
Amaia, médica de refuerzo: “Lo duro no es ver al paciente morir, es ver que muere en soledad”
De memoria, el doctor Barbado cita a un protagonista de Senderos de gloria (Stanley Kubrick, 1957): “Dejareis de ser héroes cuando la población no tenga miedo. Cuando a los políticos no les interese. Ahora sois carne de cañón, por eso os llaman héroes”. Pero Barbado niega ese tratamiento, incluso molesto: “Nos forman para la entrega, es altamente vocacional. Al tratar como héroe a un sanitario aumentamos su exigencia. La realidad es que no pueden con todo”.
“Yo prefiero no ser un héroe, quiero que se reconozca la figura de la enfermera, siempre infravalorada”, sostiene Julen. “¿Para qué vale un aplauso? Al principio era emocionante: la sociedad valoraba lo que hacías. Pero, ¿de qué vale un aplauso si no hay EPI, si hay compañeros infectados, si otros doblamos turnos?”, sentencia Laura.
Madrugada, interior del hospital. El uniforme bajo el buzo está empapado. Las zonas cercanas a los huesos de la cara escuecen. Con el segundo par de guantes, los sucios, baja la cremallera. Primero un brazo, con precaución. Con los guantes limpios y con pulso y precisión de relojero, sin tocar zonas exteriores, saca el segundo brazo. Casi está. El azul celeste del uniforme es ahora azul marino. Por detrás, termina de quitarse el buzo, las gafas, la mascarilla y el gorro. Cara hinchada, dolorida, amoratada, herida. Mareo. Guantes de caña corta fuera. El sanitario deja de ser un robot, ahora hasta tiene sentimientos.Relacionadas
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Sobre la patologización a la buena de dios y el frotarse de manos del lobby psico terapéutico http://postpsiquiatria.blogspot.com/2020/05/enviar-los-terapeutas-lancet-psychiatry.html?m=1
Pues nada, si están sufriendo, que usen contenciones mecánicas y terapia eléctroconvulsiva y psicofármacos como hacen con la gente. Con la misma acaban por darse cuenta del daño que han hecho en sanidad a la salud mental.
A mi está santificación de una sanidad estatal (que no pública, dada la altísima influencia de empresas privadas sobre ella) me está preocupando y mucho. Después de este 11S sanitario, están abiertas de par en par las puertas al control social con la excusa del derecho a la sanidad. Conocéis la Fundación Panoptycon sobre vigilancia de la salud y derechos colectivos de privacidad?