Opinión
Aquel mes de marzo de 2020

La pandemia última fue un virus que hizo enfermar a muchas personas y mató a otras. La pandemia preexistente se llamaba capitalismo y durante siglos hizo enfermar al planeta entero, malvivir a la mayor parte de la población y morir a millones de personas, pero nosotros no nos percatábamos.

Coronavirus día 18 Nuevos Ministerios - 3
Álvaro Minguito Mercado cerrado en la estación de Nuevos Ministerios, Madrid.

Me preguntas desde cuándo vivimos así. Diría que ya lo sabes —no eres tan pequeña—, pero quieres oír la historia. Y en cierta manera la costumbre de escuchar viene también de aquellos años, de aquel giro inesperado de la historia, aquel agujero que se abrió en el tiempo. Vivimos así desde el decrecimiento o, como se le llamó al principio, la crisis del coronavirus, una pandemia sobre pandemia que ocurrió hace muchos años. La pandemia última fue un virus que hizo enfermar a muchas personas y mató a otras. La pandemia preexistente se llamaba capitalismo y durante siglos hizo enfermar al planeta entero, malvivir a la mayor parte de la población y morir a millones de personas. Pero nosotros no nos percatábamos, no sabíamos que malvivíamos, no imaginábamos que había otra manera de vivir. Y es por eso que la pandemia capitalismo se seguía propagando. Con la del virus y todo lo que vino después, recordamos de qué iba aquello del cuerpo, la vida, la casa, el planeta, los límites. Y nos pusimos a pensar contornos y confines, aquel marzo de 2020.

Hace ya más de 40 años. Tus padres no habían nacido, creo que nacieron al final de aquel año, como tanta gente. Y es que se procreó bastante aquel mes de marzo, todo el mundo en casa. Sí, estalló todo alrededor del 8 de marzo, qué coincidencia. Como el grito de dolor de un parto, de un planeta estallando, de un cuerpo silenciado. Soy vieja, pero recuerdo los 8 de marzo anteriores: huelga de cuidados, si nosotras paramos, se para el mundo, aunque no conseguíamos pararlo más de un día, que no era poca cosa, no, pero aquel marzo de 2020 fue un parón de verdad. Obligado, es cierto. Amargo, crudo, aterrador. Revelador, también. Todo el mundo a casa, que quien dice casa, debe decir hogar, reproducción del día, de las noches, de los cuerpos, de la vida vivible. Todo el mundo a casa, que se paren las máquinas, los centros comerciales, las excavadoras, las fábricas, las tiendas de cosas innecesarias, las consultorías, las gestorías, los aviones, los cruceros.

Todos en casa aquel mes de marzo. Todos sabiendo que el vecino está igual, todos sabiéndonos parte de un vecindario aquel mes de marzo. Y tantos meses después, que me doy cuenta que te lo estoy contando como algo bonito, y no. Al principio, además del miedo, la saturación del sistema sanitario, la enfermedad y la muerte, que eran los principales dramas, hubo la histeria de las legumbres y el papel de váter y muchas otras miserias. Aquella resistencia de algunos a parar, aquel triste delirio de que la orquesta del Titánic continuara sonando y que la última en resentirse fuera la economía, que por aquel entonces quería decir los beneficios de los de siempre y los despidos también de los de siempre. Todo el mundo en casa aquel mes de marzo, pero se evidenció que no todo el mundo tenía casa, y que no todo el mundo vivía con quien quería, que había gente que tenía miedo de la persona con quien compartía techo y cama. No fue bonito, no. Y fue duro darnos cuenta de que el contacto era lo más bello que teníamos, pero no podíamos tocarnos. Saber que nos quedaba la palabra pero muchas personas no tenían con quien hablar. Que otras, aun queriendo hablar, no tenían nada que decir.

Pero recuerdo también una vecina que dibujaba colibrís, una amiga que aprendió a bailar tango y una abuela que aprovechó para escribir sus memorias. Gente que se entregó a cosas fáciles, abarcables, baratas, que siempre habían querido hacer pero para las que nunca tenían tiempo. Recuerdo también que, al principio, salíamos al balcón a aplaudir a los profesionales de la sanidad y que, pasado el tiempo, la conciencia y la reflexión, les aplaudíamos no solo a ellos, sino a la red pública que apuntalaríamos, a las redes comunitarias, a la nueva organización social que ya íbamos intuyendo y que pondría la vida en el centro: la casa, el vientre, el corazón, el barrio, la vida sencilla, el tiempo para vivirla.

Y en cierta manera, aplaudíamos también a aquella noción de límites que había vuelto para quedarse, de una manera cruda y exagerada: contra el No limits del Mobile World Congress que debía celebrarse unas semanas antes, los límites más inmediatos: los de la casa, el confinamiento. Hubiéramos preferido límites menos inmediatos, pero aprendimos a mirarlos, a mirar el umbral, la línea que separa y también une mi casa con la tuya (la calle), la curva de piel que dibuja un abrazo, el contorno de un planeta que no, no puede ensancharse más para albergar más mierda.

Aplaudíamos esa nueva lucidez nuestra de ver los límites, que nos animaba a cuidarlos, como queríamos cuidar a nuestros mayores y aquel aire que se iba tornando más puro cada día sin tanto coche. Aplaudíamos, porque queríamos volver a abrazarnos pronto, sí, pero ya no aceptaríamos nunca más, como vida normal, malvender tantas horas fuera de casa (mientras otras personas no tenían trabajo), no poder convivir con nuestros seres queridos, no poder romper convivencias indeseadas, la alienación de nuestras vidas, producir cosas absurdas, generar riqueza para el 1% a base de precariedad vital. Aplaudíamos porque nos estábamos dando cuenta de todo eso y nos estábamos organizando para no volver nunca más al sitio donde lo habíamos dejado. Pero continuo otro día, pequeña, que ya te has dormido y la historia aún no ha terminado. Eso es algo que también aprendimos aquel mes de marzo de 2020. 

LA DIRECTA
Columna original publicada en catalán en La Directa.

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