Cine
El barrio de la felicidad

Un recorrido histórico por el problema de acceso a la vivienda en el cine español.
Fotograma de la película ‘El inquilino’
Fotograma de la película ‘El inquilino’.
8 feb 2024 06:00

Carteles como “¡Ocúpelo, por favor! Se bonificará al inquilino. Se cede a cambio de la conservación” cuelgan de balcones y ventanas en los pisos que pueblan un utópico barrio de Madrid en el que todo aquel que llega tiene una confortable vivienda disponible para entrar a vivir. Conocido como el barrio de La Felicidad, la puerta de entrada a este lugar de fantasía solo está accesible en sueños, como el que tiene Fernando Fernán Gómez en El inquilino, película dirigida por José Antonio Nieves Conde en 1957 en la que se cuenta la imposibilidad de una familia, desahuciada de su casa por orden municipal, para encontrar un piso en el que vivir, pese a contar con el sueldo de un practicante.

Y es que, ya sea en forma de compra o de alquiler, el acceso a la vivienda en España y más aún en Madrid, siempre ha sido un problema estructural, que afecta a una parte importante de la población, dejando patente la hipocresía de que, pese a ser un derecho constitucional, no se ejerzan políticas efectivas que lo posibiliten. A día de hoy, la especulación inmobiliaria está estrechamente vinculada a los procesos de gentrificación y turistificación de las ciudades, que se están convirtiendo en espacios neoliberales donde el concepto de barrio desaparece, las viviendas en manos de fondos buitre se ofertan a precios desorbitados, desplazando a los vecinos, y todos sus recursos públicos (calles, plazas, parques, mercados, pabellones deportivos) están en venta, privando a los ciudadanos de su libre uso.

La imposibilidad de acceso a la vivienda en unas condiciones dignas, mal endémico del siglo XXI, empezó a edificar sus cimientos a partir de mediados del siglo XX, años en los que el sistema económico y productivo del país comienza a depender del ladrillo y de la explotación turística de lugares estratégicos, ejes fundamentales desde entonces sobre los que se sostiene el desarrollo financiero del país. Un modelo que, de una forma u otra, ha perdurado a lo largo de las décadas, llevando a España a tener un paupérrimo parque público de viviendas. Así, a finales de los años 50 arrancaban los años del desarrollismo, cuando se especulaba con el suelo y crecían los proyectos inmobiliarios privados, que enriquecían a empresarios afines al régimen. Un ejemplo lo tenemos en la despreciable empresa inmobiliaria donde trabaja Fernando Fernán Gómez en El malvado Carabel, película que él mismo dirigió en 1956, dedicada a comprar terrenos en Vallecas para edificar, haciendo caer los precios previamente con la difusión de falsos rumores de expropiaciones en la zona.

Además, era bastante habitual que los bloques que se levantaban en las periferias se construyeran con materiales de baja calidad, con el único fin de seguir aumentando las ganancias. La delirante secuencia de El inquilino en la que José Luis López Vázquez enseña pisos de nueva construcción y cada puerta que abre o pared que golpea acaba por los suelos lo refleja a la perfección.

La dificultad de acceso a la vivienda en España, incluso en los años de mayor censura cinematográfica y finales edulcorados por la dictadura, ha sido recogida en numerosas películas

Ya sea desde el cine social, la comedia negra o el cine más costumbrista y condescendiente, toda esta situación nunca fue ajena al cine, y el tema de la dificultad de acceso a la vivienda en España, incluso en los años de mayor censura cinematográfica y finales edulcorados por la dictadura, ha sido recogido en numerosas películas. Si la familia protagonista de El inquilino intenta desesperadamente encontrar un lugar donde vivir, mientras unos obreros ya han empezado a derribar su edificio, en El pisito (Marco Ferreri, 1958) la única solución que encuentra una pareja para tener una casa y así poder casarse es que previamente el novio contraiga matrimonio con una anciana para que, a su muerte, herede no ya la vivienda en propiedad, sino tan solo el derecho de continuar con la renta antigua de la casa en la que viven realquilados. Algo parecido le ocurre a Nino Manfredi, protagonista de El verdugo (Luis García Berlanga, 1963) a quien no le queda otra que aceptar continuar con la inhumana profesión de su suegro —Pepe Isbert—, verdugo del Estado, para poder continuar viviendo en la misma casa.

A través de muchas de estas películas se despliega un minucioso estudio taxonómico de la fauna que se mueve en torno al negocio inmobiliario, un abanico de infames personajes totalmente extrapolable al panorama actual

A través de muchas de estas películas se despliega un minucioso estudio taxonómico de la fauna que se mueve en torno al negocio inmobiliario, un abanico de infames personajes totalmente extrapolable al panorama actual. Así encontramos la mezquindad de los grandes propietarios, individuos sin escrúpulos, que en Historias de Madrid (Ramón Comás, 1958), por ejemplo, se representa con un beato codicioso hasta el punto de no dudar en rezar a un santo para pedir que se derrumbe la corrala en la que tiene alquiladas a varias familias y así poder construir en el solar un edificio mayor y más rentable. El rentista de El pisito que vive de los pisos heredados y no duda en subir los alquileres para seguir aumentando sus beneficios, aunque eso suponga que sus inquilinos no puedan hacer frente a los nuevos gastos. El dueño de la inmobiliaria de El inquilino, el cual cobra, con engaños, comisiones por buscar piso a la gente sin hacer realmente ningún trabajo, película en la que también se muestra una sociedad anónima comprando un edificio entero para especular, desahuciando a los vecinos, con el único objetivo de maximizar los beneficios para sus accionistas o las dificultades burocráticas que se les presentan a los ciudadanos para acceder a una subvención de vivienda social, dejando patente la hostilidad de las administraciones públicas.

La transformación urbana de la ciudad de Madrid a lo largo del siglo XX no tiene parangón en el resto del Estado, cada década que pasaba su población crecía exponencialmente, desbordando los límites de la ciudad y generando una demanda creciente de viviendas que no siempre era satisfecha a través de políticas habitacionales dignas, perpetuando así las desigualdades. Como consecuencia de la enorme emigración que llegaba del campo a la capital, muchas familias, a falta de otras soluciones, se vieron obligadas a vivir en cuevas o chabolas construidas por ellas mismas en zonas periféricas o incluso en viviendas medio derruidas, de techos hundidos, que a duras penas se mantenían en pie, vestigios de la reciente guerra civil, como a la que entran a vivir Juanjo Menéndez y Pepe Isbert en Fulano y Mengano (Joaquín Luis Romero Marchent, 1959). La jerarquización de la ciudad y sus desequilibrios urbanísticos quedan bien recogidos en la búsqueda que hace el cartero de Mi tío Jacinto (Ladislao Vadja, 1956) para entregar una carta al protagonista, un torero caído en desgracia. En su camino vamos viendo los diferentes domicilios que ha tenido en Madrid, de sus primeras casas con edificios nobles junto a la Plaza de España y casas más populares cerca de la Plaza de las Comendadoras, con calles perfectamente asfaltadas y acondicionadas, vamos alejándonos hacia la periferia, primero a la zona de La Ventilla donde sobre las calles, ya sin asfaltar, encontramos casas más humildes, de planta baja, de las que salen marañas de cables para conectarse a los postes de la luz, hasta llegar al descampado lleno de charcos por la falta de desagües, ubicado en Carabanchel, cerca de lo que hoy es La Peseta, donde se levanta la chabola en la que vive Jacinto con su sobrino, Pablito Calvo, rodeado de otras casas ruinosas, animales pastando y donde la gente tiene que hacer largas colas para poder acceder al único tranvía que les comunica con la ciudad.

En la otra punta de Madrid, en la zona conocida como el cerro de La Cabaña, en la actual Ciudad Lineal, se rodó Cerca de la ciudad (Luis Lucía, 1952). En la secuencia inicial de la película, el protagonista, un cura interpretado por Adolfo Marsillach, va dejando atrás el centro de la capital para adentrarse en este barrio. En su recorrido, por calles embarradas llenas de niños vagabundeando, vemos numerosas infraviviendas que no cuentan con luz ni agua, en una zona carente de servicios sociales básicos como colegios, centros de salud o transporte público. 27 años después de Cerca de la ciudad, Gillo Pontecorvo rodó en Madrid Operación Ogro, película que reconstruye el atentado de ETA que acabó con la vida de Carrero Blanco. En una de las secuencias de la película, Eusebio Poncela ayuda a un sindicalista de la construcción, en huelga por los ínfimos salarios de los obreros, a huir de la policía. Rodada en el mismo lugar, se muestran decenas de edificios en obras, en donde antes estaban todo tipo de asentamientos informales. La vivienda, en este contexto, era reconocida como el principal problema social, surgieron planes sindicales del hogar para acabar con la infravivienda, actuaciones de urgencia en suburbios, en los que primaba la cantidad frente a la calidad, construyendo los bloques sin preocuparse de la planificación de la zona. Se levantaban edificios en medio de la nada, que perpetuaban los desequilibrios, en una suerte de chabolismo vertical, que podemos ver en el final de Tiempo de amor (Julio Diamante, 1964) cuando Carlos Estrada, que interpreta el papel de un médico, acompañado de su mujer, Lina Canalejas, salen de una chabola donde él ha atendido un parto de urgencia, caminan por un descampado, nuevamente la falta de desagües y alcantarillado muestra un terreno totalmente encharcado, mientras tanto, la panorámica que sigue sus pasos va descubriendo numerosos edificios en obras, levantándose en una zona carente del más mínimo urbanismo.

La convivencia de infraviviendas, rodeadas de un horizonte de grúas, y edificios en construcción queda claramente plasmada en la visita que José Sacristán, interpretando el papel de un periodista, hace al barrio donde se crio el Jaro en Navajeros (Eloy de la Iglesia, 1980), secuencia rodada en Vallecas, en la que se puede ver, por ejemplo, la U.V.A. que allí se levantó, estas unidades vecinales de absorción ideadas en 1963 como realojamiento provisional para las familias que vivían en chabolas demasiado cercanas al centro de la ciudad y que el régimen prefería no tener a la vista. Fueron una solución de urgencia, pero acabaron durando más tiempo del planificado, algunas incluso siguen en pie a día de hoy. Estaban desprovistas de servicios esenciales, convirtiéndose así en zonas de exclusión urbana, una marginación institucionalizada que fue determinante para que en algunos de estos arrabales crecieran los quinquis, de cuyas vidas tenemos una excelsa filmografía con títulos como Chocolate (Gil Carretero, 1980), Deprisa, deprisa (Carlos Saura, 1981) o Colegas (Eloy de la Iglesia, 1982).

En los últimos años es habitual ver pisos en venta o alquiler que no cumplen unas condiciones mínimas de habitabilidad, con dimensiones ridículas —menos de 30m²—, trasteros, garajes o sótanos reconvertidos en viviendas, baños incrustados en cocinas, camas en altillos y cualquier otra aberración que un casero sea capaz de imaginar. Sin embargo, este modelo de infravivienda no es exclusivo del siglo XXI y, por ejemplo, en una de las secuencias iniciales de Venta por pisos —película dirigida por Mariano Ozores en 1972 que vendría a ser algo así como la adaptación al cine del eslogan “No queremos una España de proletarios sino de propietarios” que promulgó José Luis Arrese, el que fuera ministro de la vivienda del franquismo— en la que Rafaela Aparicio y Florinda Chico buscan piso, les ofertan uno de estancias ridículas comprimidas en 26 m².

Ante la imposibilidad de comprar o alquilar una vivienda, compartir piso ha dejado de ser una práctica habitual de estudiantes para convertirse en la única solución de encontrar casa para muchas personas, y pese a que, desde postulados neoliberales, esta situación nos la quieran vender como algo incluso sofisticado, con términos como coliving, lo cierto es que es fiel reflejo de la precariedad en la que estamos sumidos, y nos retrotrae a los tiempos de posguerra, en los que era habitual que muchas personas vivieran en pensiones o realquiladas, ocupando parejas y hasta familias enteras una sola habitación. A la ya mencionada El pisito en donde en una casa vive realquilado José Luis López Vázquez, junto con una anciana, un podólogo y una joven, podemos sumar Esa pareja feliz (Juan Antonio Bardem y Luis García Berlanga, 1951) en la que el matrimonio formado por Fernando Fernán Gómez y Elvira Quintilla tiene que alquilar una habitación en una casa de huéspedes para vivir, o el hacinamiento al que se ve sometida, en una corrala de Lavapiés, la familia protagonista de Surcos a su llegada a Madrid desde el pueblo (José Antonio Nieves Conde, 1951).

Si algo positivo hay que sacar de la dificultad de acceso a la vivienda es la solidaridad de la gente que se ha dado de forma altruista, organizados en grupos de apoyo mutuo, asociaciones vecinales, colectivos de afectados por las hipotecas… Recientemente se estrenó la película En los márgenes (Juan Diego Botto, 2022) en la que en una de sus historias se aborda el tema de los desahucios, con presencia de la PAH y sus asambleas, único refugio donde la protagonista, Penélope Cruz, puede exponer su situación, ser entendida y obtener apoyo. Esta solidaridad vecinal la encontramos también, de forma más espontánea, en películas como las ya citadas Historias de Madrid, en la que los inquilinos de la corrala, a quienes pretenden desalojar, se unen para combatir a las fuerzas del orden o en El inquilino, en la que el capataz y toda la cuadrilla de obreros que tienen que demoler el edificio en el que viven los protagonistas se ponen de acuerdo para ir trabajando sin necesidad de llevar a cabo el desahucio, dándoles así más tiempo para encontrar otra casa.

Y aunque ambas películas contaron oficialmente con igual resolución, un deus ex machina en toda regla, en el que a última hora y de forma milagrosa, la administración pública soluciona los problemas otorgando viviendas a todo el que lo necesita en el llamado nuevo Madrid, un final acorde al criterio del Ministerio de la vivienda y los postulados del régimen; el de El inquilino, sin embargo, contaba con otro muy distinto, que la censura se encargó de eliminar tras su estreno, en el que la familia protagonista acababa viviendo con sus muebles en la calle, dejando constancia de la verdadera situación de acceso a la vivienda. Final, recuperado décadas después, se volvió a incorporar a la película y, visto hoy, sigue siendo fiel reflejo de la situación actual.

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Asanuma
8/2/2024 11:59

Un buen baño sobre nuestra Historia que choca con el relato oficial de quienes añoran "otros tiempos". Formidable trabajo que acompañado de las secuencias de las películas descritas debería emitirse por las televisiones, y entrar en las Universidades e Institutos. Los constructores del ladrillo se hicieron de oro; ahora más aún. La economía basada en el rentismo -de grandes propietarios y Fondos de Inversión- es sinónimo de pobreza.Gracias.

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