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Cine
El cine ya mostró la América de Trump
El sorpasso de Trump en las elecciones presidenciales de 2016 provocó un cisma en la nación del dólar. Pese a la debacle emocional, el cine de esas tierras había anticipado el dibujo de un electorado afín a su ideología y proclive a las políticas del mandatario estadounidense.
Como ha ocurrido en otros periodos grises de la historia política, la llegada de Donald Trump a la Casa Blanca ha despertado el espíritu contestatario de cineastas, showrunners, músicos y artistas de toda índole que han visto en la actualidad política un resorte para dar salida a una creatividad de deje crítico y acerado. Filmes como Mi cena con Beatriz, Déjame salir, Los archivos del Pentágono, The Assassination Nation, The King o El infiltrado del KKKlan absorben la huella de Trump en el cuerpo fílmico de forma más o menos explícita. Una primera oleada de cine adyacente a la sombra del multimillonario que, sin duda, cobrará mayor entidad a medida que el mandato avance y una vez se adquiera mayor perspectiva sobre su impacto en la sociedad estadounidense.
Aunque resulte prematuro dibujar el mapa en celuloide de la era Trump, no lo es echar una mirada retrospectiva para localizar esas señales premonitorias lanzadas por los proyectores de 35 mm. Focos de su retórica misógina, homófoba, racista y supremacista abrazada por una parte nada desdeñable del pueblo norteamericano ya fueron retratados por el puñado de películas que siguen.
La América del descontento
“Make America Great Again”, “Americans first”. Los eslóganes de la campaña de Donald Trump calaron en el tejido empobrecido de los Estados Unidos rurales y del cinturón de óxido. El dirigente republicano supo conectar con los desheredados del sueño americano, los amontonados en las cunetas de la marginalidad, incluso con una clase media preocupada por el rumbo que su país había tomado con Obama en el poder.El cine ya había instruido al espectador con cantidad de material sobre estas bolsas de pobreza agarradas al rifle (o los subfusiles), la cerveza barata y el desaliento crónico, que se esparcen por las amplias extensiones de la América profunda. La figura del redneck ha sido una constante del cine norteamericano hasta casi convertirlo en un arquetipo de las ambientaciones rurales.
Las complicidades de Trump y su gabinete con la extrema derecha y grupúsculos cercanos o adheridos al Ku Klux Klan han revivido el temor de imágenes que parecían alejadas, o incluso enterradas
Las incursiones han ido desde el terror de la seminal La matanza de Texas (Tobe Hooper) hasta excursiones angustiosas por el drama de supervivencia como la referencial Deliverance (John Boorman). Pocos años después Walter Hill reproducía el esquema, y ese escenario hostil en las profundidades remotas con La presa.La cinta del director de Excalibur invertía su metraje en contar la salvaje aventura de cuatro amigos de Atlanta que, en una salida de fin de semana por el norte de Georgia, se ven arrastrados hacia una corriente de violencia por parte de los hostiles locales. La película de Boorman ahondó en el imaginario de esa América profunda, desconocida y agreste para el intruso, con una virulencia que sigue resonando años después en filmes como Winter’s Bone (Debra Genik), Comanchería (David McKenzie) o Wind River (Taylor Sheridan).
Las dos últimas con guión de Ty Sheridan, el espeleólogo actual más aventajado de esos microcosmos expulsados del ascensor social. Lugares que, a su vez, resultan propicios para desenmascarar la degradación moral que se acumula en esas comunidades encerradas y endogámicas, donde la violencia, a veces, resulta incontrolable, como pusieron de manifiesto La jauría humana, de Arthur Penn; Giro al infierno, de Oliver Stone, o La conspiración en silencio, de John Sturges, tres obras que comparten la visión de unos Estados Unidos que convierten la incomprensión y la intolerancia hacia el foráneo y/o el desviado en brutales estallidos de violencia.
Aunque como termómetro de los pulsos vitales, angustias y obsesiones de esas zonas desabrigadas por el Estado, sobresale la obra de Roberto Minervini. El cineasta italiano ha edificado un trabajo alrededor de esos desamparados con filmes como Low tide, Stop the Pounding Heart y, especialmente, el documental The Other Side (Louisiana), en el que, en una de sus secuencias más memorables, muestra a un grupo de milicias antisistema arremetiendo verbalmente contra Obama mientras vacían los cargadores de su arsenal en botellas de alcohol —unas milicias en cruzada contra el poder de Washington DC que también desfilaban por la cámara de David Byars en el documental No Man’s Land—.
Las más recientes The Florida Project, de Sean Baker, o American Honey, de Andrea Arnold, son otras dos cintas que proponen una itinerancia por ese sustrato de la América profunda que ha cautivado y fascinando a cineastas durante décadas y del que anticiparon ese caldo de desafección que propiciaría, años después, la investidura de Trump bajo el gancho de sus proclamas populistas.
La grieta racial
Una de las deficiencias endémicas del sistema estadounidense se ha visto agravada desde la llegada del polémico mandatario. Las grietas del racismo y la xenofobia se han ampliado a través de medidas intolerantes, contrarias a los derechos humanos y las minorías. Por si fuera poco, las complicidades de Trump y su gabinete con la extrema derecha y grupúsculos cercanos o adheridos al Ku Klux Klan han revivido el temor de imágenes que parecían alejadas, o incluso enterradas, y de las que el cine ha sabido sacar una gran tajada dramática.Cuando se habla del racismo en el país de las barras y estrellas una de las primeras producciones en mordisquear la memoria es Arde Mississippi. Alan Parker se interesó en el caso real de tres activistas por los derechos civiles asesinados en Jessup, un pequeño pueblo del Mississippi. Aunque el racismo latente en las zonas residuales del capitalismo norteamericano ya había copado la atención de directores tan dispares, y de enfoques tan distintos, como David W. Griffith (El nacimiento de una nación), Norman Jewison (En el calor de la noche), Robert Mulligan (Matar a un ruiseñor), Stanley Kramer (Adivina quién viene esta noche) o Constantin Costa-Gavras (El sendero de la traición), ejemplos recientes como Loving, Mudbound o la aún por estrenar Green Book subrayan la vigencia del término “racismo” en el diccionario yanqui.
Estados Unidos, tierra de no acogida
El veto migratorio, las deportaciones de inmigrantes indocumentados y el endurecimiento de los visados y los requisitos para obtener residencia o asilo, así como el proyecto de construcción del muro de separación con México, han evidenciado la agenda xenófoba buscada por la nueva administración. Como consecuencia directa de esas políticas, salió a la luz la espeluznante instantánea de varios niños encerrados en una jaula, separados de sus progenitores.A tal nivel de atrocidad el séptimo arte solo se había acercado desde postulados distópicos como el planteado por Punishment Park, un falso documental dirigido por Peter Watkins que reimagina unos Estados Unidos autoritarios en los que el presidente Nixon, en pleno auge de las protestas de Vietnam, declara el estado de emergencia con la voluntad de detener a todo aquel que suponga una amenaza para la seguridad interna.
Sin salirse del estilo documental, con la intención de denunciar las infames condiciones con las que la administración Bush (hijo) confinó a los sospechosos de terrorismo en Guantánamo, Michael Winterbottom dirigió Camino a Guantánamo, un filme crudo sobre ese campamento de horror, prácticas medievales y sistemáticos atropellos de los derechos humanos.
Tres años antes del 11S, con Nueva York como escenario, Edward Zwick y su Estado de sitio se adelantaron a los terribles hechos con un drama que ponía de manifiesto la fragilidad de los derechos humanos en una situación de crisis terrorista. También la frontera con México ha dado canje a infinidad de obras encauzadas en el drama fronterizo, normalmente con el tráfico de drogas o el de personas como trasfondo (desde las dos entregas de Sicario, pasando por Desierto, de Jonás Cuarón, hasta muestras como La frontera, de Tony Richardson, en los años 70).Del mismo modo, también ha existido una voluntad, sobre todo desde la parcela del cine indie, por retratar las duras condiciones de esos inmigrantes sin papeles, desamparados ante la ley. El séptimo día, de Jim Mckay; Take Out, de Sean Baker y Shih-Ching Tsou; Una vida mejor, de Chris Weitz, o Territorio prohibido, de Wayne Kramer —sobre las redadas del Ice para deportar inmigrantes—, son muestras recientes de una problemática que seguirá en las agendas de algunos cineastas mientras el actual inquilino del Despacho Oval siga con sus políticas de blindaje de fronteras y de deportaciones masivas.
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os recuerdo que cuando a Obama le dieron el móvil, Estados Unidos estaba metido en tres guerras fuera de su territorio. Obama era y es negro, pero su gobierno fue mucho más letal que el de Trump