Cosas que aprendimos (o intuimos) sobre el Hong Kong actual viendo películas en Vic

Filmes como ‘Stuntman’ o ‘The prosecutor’ muestran algunas especificidades del cine comercial de la antigua colonia británica, como una aparente aversión a los subrayados discursivos que han dominado el Hollywood del neoliberalismo progresista.
Stuntman Film
Fotograma de 'Stuntman' (2024) película de Albert y Herbert Leung.
20 ago 2025 09:45

Desde hace 22 años, las Nits de Cinema Oriental de Vic (Cataluña) sirven de ventana al audiovisual del lejano Oriente, a su cultura y también (¿por qué no?) a su situación política. Provenientes de Hong Kong, varias de las películas proyectadas en su última edición, celebrada a mediados de julio, proporcionaron la oportunidad de hacer mediciones limitadas de la cosecha reciente del cine proveniente del antiguo protectorado británico. Y tomarle, parcialmente, la temperatura a través de tres películas.

En realidad, el encaje del audiovisual hongkonés en el contexto chino es uno de los más apasionados debates que tienen lugar alrededor del cine asiático. El territorio donde despuntaron un buen número de maestros del cine de acción y artes marciales, como Johnnie To (Election, Exiled) o John Woo (El asesino, Hervidero), se habría ido doblegando progresivamente a las lógicas de la China continental y su gusto por el control político de las producciones y sus mensajes. A cambio, parte del sector autóctono y muchos de sus profesionales habrían tenido acceso a una enorme capacidad inversora y logística y a un mercado de dimensiones impresionantes. 

La tentación comercial es evidente. Y no hace falta remitirse a fenómenos como Ne Zha 2 (que habría superado los 1.600 millones de dólares de recaudación en China), La batalla del lago Changin (que rozó los 900 millones), Wolf warrior II (más de 800 millones) o La tierra errante (que rondó los 700).

Cada año, diversas producciones chinas superan los 100 millones de dólares de recaudación en los cines de ese país. O quizá habría que decir que los superaban, porque el sector no termina de dejar atrás la crisis derivada de la covid-19 y sus resacas y ramificaciones en forma de cambio de hábitos. Aun así, estas cifras son completamente imposibles de alcanzar en el reducido mercado de la isla y sus territorios adyacentes, que rondan los siete millones de habitantes.

Hablar de un rodaje para hablar (o no) del presente del cine

Acostumbrados a la vocación discursiva de muchos blockbusters del Hollywood reciente, películas como Stuntman resultan extrañamente resbaladizas. El audiovisual corporativo estadounidense no es monolítico. Algunos de sus grandes éxitos están más claramente alineados con la lógica (fundamentalmente contradictoria, pero esa es otra historia) del neoliberalismo progresista y sus guiños a los reconocimientos de diversidades que no están acompañados de redistribuciones efectivas de poderes y rentas, pero otros filmes son ejemplos de un blockbuster cínico que emplea la polisemia para emitir simultáneamente mensajes de signo opuesto. Porque sí que parece haber un acuerdo: todo el mundo parece querer enviar mensajes a través de sus obras, o fingirlo, como si el sector audiovisual apostase por cultivar la adhesión ideológica para activar a una audiencia potencial. 

No queda claro si los responsables de ‘Stuntman’ quieren enviar algún tipo de mensaje, aunque la premisa del filme hace augurar un comentario sobre la situación de la industria del cine hongkonés, e incluso una posible metáfora sobre el encaje de la antigua colonia británica en el proyecto político que emana de la China continental

El primer largometraje como directores de Albert y Herbert Leung, en cambio, desafía las inercias en las que puede caer la crítica cuando intenta interpretar del cine comercial actual, tan tendente a la gesticulación. Porque no queda claro si los responsables de Stuntman quieren enviar algún tipo de mensaje. Y eso sucede aunque la premisa del filme hace augurar un comentario sobre la situación de la industria del cine hongkonés, e incluso una posible metáfora sobre el encaje de la antigua colonia británica en el proyecto político que emana de la China continental. 

El protagonista del relato es Sam Lee, un antiguo director de coreografías en la edad de oro del cine de acción de Hong Kong. Sam quedó marcado por un grave accidente que tuvo lugar bajo su mando  durante un rodaje, pero vuelve para trabajar en un último filme. El personaje habla del pasado del Hong Kong fílmico con añoranza y muestra una evidente preocupación por su presente, pero los responsables del filme no asumen sin más un discurso nostálgico. Se retrata críticamente la manera autoritaria de trabajar de Sam, su indiferencia hacia el bienestar de sus colaboradores. La aparición de un joven discípulo, que comparte la pasión por el trabajo bien hecho, pero que es más empático y tolerante, escenifica que hay otra manera posible de hacer las cosas.

Los Leung parecen hacerse eco de los debates alrededor de la supuesta decadencia, muerte o transfiguración del cine hongkonés, pero a la vez los driblan y lanzan bombas de humo. Las desventuras creativas del protagonista se complementan con una subtrama un tanto melodramática sobre las dificultades que este tiene para reconectar con su hija, que ha crecido con otro padre, en plena obsesión ante su último encargo. La posible enseñanza del filme es una consabida llamada a la unidad que resulta un cliché, pero que a la vez tiene un punto interesante: todo el mundo tenía su parte de razón. También una estrella de acción que parece inicialmente una especie de antagonista que trabaja de manera acomodada y acrítica. 

En todo caso, si hubiese que juzgar únicamente por este modesto filme, quizá la especificidad del cine de acción hongkonés haya muerto. Pero no lo habría hecho (o no solamente) por los tira y afloja con la denominada ‘ideología de Pekín’ emanada del gobierno del gigante asiático, sino también por la asunción general de esas estandarizadísimas maneras de filmar y montar del audiovisual globalizado y globalizador que parece reinar urbi et orbi. También en la China nominalmente comunista.

Jóvenes en lucha contra algunos poderosos

Si Stuntman puede despertar una cierta desorientación, Smashing Frank puede generar una cierta sensación de vacío. Como si se tratase de una película que no ha acabado de completarse, o que ha preferido no explicarse del todo, sea por decisiones narrativas, por cuestiones de montaje (la duración final no llega a la hora y media) o por un cierto clima político de temor a expresar ideas que suenen opositoras. Esto último podría ser posible. El realizador debutante Trevor Choi podría haber optado por una cierta cautela en la materialización final de un proyecto vocacional, de larguísimo desarrollo, que tuvo que superar la pandemia y un proceso de crowdfunding algo accidentado. Esta película sobre justicieros había sido concebida previamente, pero terminó naciendo en plena resaca de las protestas ciudadanas que tuvieron lugar entre 2019 y 2021. 

Choi firmó un thriller de acción de aires juveniles. Está protagonizado por un grupo de jóvenes atracadores enmascarados que deviene viral cuando comienza a colgar en internet sus acciones... y cuando decide enfrentarse con un grupo religioso liderado por turbios oligarcas locales. La narración parte de un malestar juvenil extrañamente vago, y a la vez, concretísimo. Su líder, propulsada por motivaciones personales, acaba ejerciendo de justiciera. El relato se somete a las convenciones del audiovisual corporativo, pero sin mostrar la garra de otros productos parecidos (como el también convencionalísimo, pero más energético, thriller surcoreano Time to hunt).

El resultado es políticamente inconexo. En este sentido, replica la conducta de sus héroes confusos, adultos pero un tanto inmaduros: con intuiciones sobre lo que es justo e injusto, pero también tendentes a la contradicción o a caer en impulsividades temerarias que son contraproducentes para su causa. Los protagonistas del filme se distancian de escenificar una explosión de malestar generalizado, del deseo de luchar contra todo poder, pero no muestran ese talante selectivo en un gesto final de expresión de descontento. La heroína deviene una Robin Hood desnortada que lanza millones desde una azotea para que los acumulen unos pocos viandantes. 

The prosecutor es un proyecto casi alucinado. La estrella del cine de artes marciales Donnie Yen (Ip Man) volvió a la dirección (en este caso, codirección) de largometrajes con un abismalmente inverosímil espectáculo de acción cuyo germen sería un drama judicial basado en hechos reales. Un policía frustrado por el recorrido judicial de un caso se forma como fiscal para continuar desde esa nueva responsabilidad la labor de sus antiguos compañeros. Una vez ahí, se resiste a las inercias de sus nuevos colegas y termina destapando una enorme trama de narcotráfico. 

El filme remite a esas ficciones sobre policías, fiscales y jueces frustrados por los marcos legislativos en los que tienen que moverse o los protocolos que deben acatar. Como tantas otras películas, The prosecutor proyecta una cierta atracción por el profesional que fuerza o transgrede los límites de lo que está permitido para poder defender de manera efectiva a las personas vulnerables. Los responsables de la obran navegan las tensiones y contradicciones que acostumbran a subyacer en este tipo de historias. Como en Stuntman, puede verse un mensaje de unidad y tranquilizador que es muy propio de los audiovisuales autocomplacientes. Al final, el sistema funciona, aunque su eficacia pueda estar algo amenazada y requiera pequeños ajustes. Y no falta el gusto chino por la escenificación de empeños colectivos: a pesar de que el héroe se comporta de una manera un tanto disruptiva, acaba generando adhesiones y colaborando incluso con aquellos que inicialmente no le acogieron de buen grado. 

Lo alucinante del proyecto es que ese fiscal de mediana edad acomete luchas a gran escala más propias de una secuela de John Wick (aunque sin la proliferación de armas de fuego característica de la saga protagonizada por Keanu Reeves) o de Matrix. En este sentido, la propuesta se emancipa de la realidad de una manera excesivísima y juguetona. Como sucede tan a menudo con el audiovisual chino de los últimos años, puede recordar a las locuras del Hollywood reaganista de los años 80 del siglo pasado, a su desacomplejada inverosimilitud y a su extraño amasijo de optimismo y agresividad que incluía unos cuantos ángulos oscuros. 

Alejados de las tentaciones autorreferenciales de un audiovisual hollywoodiense que tiende a resultar resabiado, o cínico, los responsables de The prosecutor consiguen conjurar una especie de apariencia de inocencia a la hora de explicar relatos. Fingen que te cuentan esta historia como si fuese la primera vez. Algo que no sucede con las propuestas de ese Hollywood rentista que presenta secuelas, remakes y reboots (que, a veces, son las tres cosas a la vez) que nacen sepultados bajo el peso de mil y una entregas previas. El resultado es una ofensa a la inteligencia del espectador, a cualquier noción de verosimilitud y, a la vez, puede acogerse como un espectáculo brillante. Y político, claro, aunque pueda pretender no ser más que una expresión de eso tan discutible y cuestionable que acostumbramos a llamar sentido común.  

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