Chile
            
            
           
           
Los límites de la movilización política de la izquierda global: el caso de Chile
           
        
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La contundente derrota del Apruebo a la nueva Constitución en el  plebiscito de salida en Chile ha dejado un panorama de amargura y  desconcierto entre quienes seguíamos con enorme esperanza el  proceso, dentro y fuera del país. Tras el resultado, se abre una  nueva fase, todavía poco clara, que probablemente termine con una  nueva constitución más conservadora que la que acaba de ser  rechazada, pero más garantista y democrática que la todavía  vigente.
El Estallido social, que tuvo su punto álgido entre octubre y  noviembre de 2019, forzó la posibilidad de un cambio histórico en  el país: dejar atrás la Constitución promulgada en 1980, en plena  dictadura militar. Más allá de su sentido estrictamente  institucional y jurídico, muchos interpretaron el conjunto del  proceso como un profundo cambio de rumbo político en el país, a  pesar de que el camino no estuvo exento de giros imprevistos y de  notables dificultades. En los meses anteriores al plebiscito, las  encuestas previas arrojaban un panorama favorable al Rechazo, pero  pocos preveían un resultado tan inapelable en contra de la propuesta  de nueva constitución. Tras el resultado, la derecha muestra una  euforia con moderación, aparentemente consciente de que el Estallido  marca un punto de no retorno hacia la Constitución del 80. A la  izquierda le cuesta explicarse las causas de la derrota y parece  predominar la tendencia a un cierre institucional del proceso,  negociando con la derecha un nuevo proceso constituyente “controlado”  y renunciando a una amplia participación popular en el mismo o a la  vuelta a la movilización en la calle.
Por mi parte, con este texto solo pretendo aportar algunos elementos de reflexión a propósito de un trabajo en curso sobre las formas de movilización y organización política desde el Estallido a la Convención. En este caso, dada la reciente derrota, destacaré sus límites, aunque conviene no olvidar los enormes avances que ha logrado la izquierda chilena en estos tres años y, por tanto, la potencia de esas mismas formas de movilización y organización. Por supuesto, no pretendo que sean los factores fundamentales que expliquen la derrota, pero sí creo que deben tenerse en cuenta porque apuntan a límites estructurales de este proceso de cambio político que, además, no son en absoluto exclusivos de Chile.
Estos límites estructurales pueden interpretarse a través de una dialéctica característica de nuestro tiempo político: el espontaneísmo de las movilizaciones sociales masivas y la tendencia al cierre autorreferencial de la política institucional. Tal dialéctica se expresa en distintos niveles: tras exponerla brevemente, destacaré algunos ejemplos específicos del caso chileno.
Los límites políticos hoy: espontaneísmo de las movilizaciones y cierre institucional
El Estallido social tuvo una clarísima dimensión espontaneísta que  fue, al mismo tiempo, condición de su carácter masivo. Ese  espontaneísmo tiene la virtud de permitir formas plurales de  movilización, superar la desconfianza hacia las organizaciones  políticas, un coste de acceso muy flexible y adaptable a cada caso  particular, una lista de demandas muy abierta y, gracias a su  masividad, la capacidad de generar la emoción de formar parte de un  momento histórico ―y de generar un relato muy moldeable al  respecto. Todo ello da a la movilización un gran potencial  impugnatorio y una enorme creatividad, pero al mismo tiempo dificulta  enormemente su capacidad de articular y sostener una política  transformadora: ni es capaz de conectar orgánicamente con la  política institucional existente ni logra generar instituciones  autónomas, esto es, propias del movimiento, que sobrevivan en el  tiempo y conserven su carácter masivo y su legitimidad.
De la otra parte, en la política institucional, encontramos un  cierre oligárquico que se observa, al menos, en dos niveles: la  profundización de una transición de modelos de democracia  representativa, desde la hegemonía de la democracia de partidos a la  de la democracia de audiencia, usando los términos de Bernard Manin,  y la crisis de la soberanía estatal en un mundo globalizado.
La crisis de la democracia representativa en el proceso chileno
En cuanto al primer nivel, podemos destacar dos rasgos de esta transición: el peso de las estructuras burocráticas de los partidos políticos se va diluyendo en favor de los liderazgos personales y la comunicación entre representantes y representados se produce principalmente ―y de manera muy asimétrica― a través de los medios de comunicación y de los estudios demoscópicos, antes que a través de la orgánica de cada partido. En las democracias de audiencia, la política institucional tiende cada vez más hacia la competencia entre proyectos muy personalistas, donde las estructuras de los partidos políticos juegan un rol cada vez más subordinado. Los líderes, por su parte, se rodean de un círculo de asesores muy diversos, especializados en marketing, demoscopia, prensa, redes sociales, etc. También ideólogos con diversas teorías con las que fundamentar un discurso político apropiado y distintivo para cada candidato. De esta manera, entre los representantes políticos y la ciudadanía se erige una barrera de expertos que, además, tienden a presentar las decisiones políticas como cuestiones técnicas y, por tanto, solo accesibles a iniciados. Una visión que también está presente entre los propios representados, y se expresa, por ejemplo, en su crudeza clasista, cuando se atribuye un fracaso electoral a la ignorancia o la desinformación de la mayoría de los votantes, que “no saben de política” o “votan en contra de sus verdaderos intereses”. Esta evolución de la política tiende a acrecentar la brecha entre representantes y representados y a encerrar la práctica de las organizaciones y de los sujetos que se vuelcan en ella en una lógica auto-referencial, incapaz de transformar la subjetividad política de la mayor parte de la población, que no vive una experiencia política en primera persona, sino que la proyecta sobre los personajes públicos con los que cada cual se identifica. Así, los vínculos que se establecen entre representantes y representados tienden a ser frágiles e inestables, además ser muy dependientes de la proyección pública de la personalidad de los representantes más destacados. Esto supone un riesgo notable en un terreno mediático e institucional donde las cartas están marcadas, aunque no de manera absoluta ni irreversible: esos espacios son también espacios de una lucha política que se da actualmente, eso sí, en condiciones desfavorables para la izquierda.
En las democracias de audiencia, la política institucional tiende cada vez más hacia la competencia entre proyectos muy personalistas, donde las estructuras de los partidos políticos juegan un rol cada vez más subordinado
Esta cuestión se expresó en las formas políticas  institucionales que han caracterizado al proceso constituyente  chileno. Hay varios fenómenos relevantes que se entrecruzan:
1) En primer lugar, una renovación generacional de las élites  políticas que comenzó con las movilizaciones estudiantiles en 2011  y que se culminó de manera simbólica con la llegada a la  presidencia de Gabriel Boric y de buena parte de su gabinete  ministerial. Respecto a este fenómeno existe una actitud  ambivalente: por el lado positivo, se valora el distanciamiento con  respecto a las élites que controlaron el poder político durante  los treinta años posteriores a la transición democrática, así  como la competencia técnica que se reconoce o atribuye a esta nueva  generación; por el lado negativo, paradójicamente, se les critica  su falta de experiencia política y un envejecimiento político  prematuro: un excesivo afán de seriedad, por parecerse demasiado a  quienes les precedían.
2) En segundo lugar, la elección de los convencionales constituyentes  de mayo de 2021 se caracterizó por el enorme peso de las  candidaturas independientes. En su éxito se expresaban dos  factores: la enorme desconfianza hacia la política institucional y  el peso de liderazgos carismáticos construidos durante las  protestas o en espacios políticos ajenos a los partidos,  especialmente desacreditados. Sin embargo, los independientes  elegidos se vieron súbitamente inmersos en una lógica  institucional donde los partidos políticos contaban con muchos más  recursos y experiencia previa. Muchos independientes acabaron  agrupándose en torno a partidos políticos, lo cual fue percibido  por parte de la ciudadanía como una traición; otros persistieron  en la lógica de distinción que los había singularizado  previamente a la elección, pero en la política institucional esto  se veía como disfuncional o poco serio. La brecha entre  representantes y representados volvió a acrecentarse y la  Convención pasó a ser vista como una institución política  tradicional que, además, hacía una política de parte.
Crisis de la soberanía estatal
En cuanto a la crisis de la soberanía estatal, toda política de  izquierdas que quiera ser pragmática en ese ámbito se ve atravesada  por una contradicción insoluble: por un lado, la lógica de la  distinción característica de la competencia electoral le impulsa a  representar una manera radicalmente diferente de hacer  política; por otro, los propios límites estructurales que impone un  mundo globalizado revelan las dificultades de cualquier política  transformadora que se restrinja al ámbito estatal (véase el ejemplo  de Syriza en Grecia), lo que genera un desencanto proporcional a la  ilusión suscitada. En estas circunstancias, crece la tentación de  asumir el limitado espacio de gobernanza que ofrece la coyuntura  política, jugando cualquier baza que permita diferenciar  simbólicamente proyectos electorales que comparten una práctica  política muy similar.
En el caso chileno, existe un claro desfase entre las  posibilidades de transformación social que abría la nueva  constitución y las condiciones políticas efectivas que hubieran  permitido su realización, no solo mediante su plasmación en leyes,  sino mediante su aplicación efectiva. Para que esto último fuera  posible, creo que es razonable considerar dos condiciones:
1) Un pueblo organizado, capaz de constituir un bloque hegemónico  sostenido en el tiempo. Muchos interpretaron que el Estallido era  una expresión de esta condición, pero si algo destacaba en el  Estallido era su capacidad impugnatoria, el acuerdo difuso ―e  inevitablemente plagado de malentendidos―  en torno a lo que estaba mal. Esa capacidad impugnatoria, en  negativo, no se ha traducido en la puesta en práctica en positivo  de un programa de transformación social, ya sea autónomamente o  mediante la acción de representantes políticos institucionales.  Además, para la mayoría de las personas a las que he entrevistado,  la participación en el Estallido no supuso una transformación  duradera de su subjetividad política pese a su enorme intensidad,  que indudablemente sí dejo una huella susceptible de  resignificación política en otras circunstancias. Por todo ello,  se puede afirmar que el pueblo organizado, a gran escala, ni está  ni se le espera: el ethos neoliberal impuesto durante la  Dictadura sigue siendo un bastión inexpugnable que, de hecho,  permea en las propias formas de movilización y oposición al  neoliberalismo.
2) La segunda condición es que se dé un contexto internacional  favorable y susceptible de permitir el desarrollo de esas políticas  transformadoras. Los tiempos políticos han sido especialmente  adversos para el proceso chileno: a los propios costes sociales y  económicos del Estallido se ha sumado una pandemia, un incremento  notable de la inmigración en un país poco habituado a ello, la  inflación y, en un sentido más amplio, la dificultad de encontrar  aliados internacionales de peso alineados ideológicamente con las  demandas a las que la izquierda transformadora quiere arrastrar a la  mayoría social. ¿Pueden los últimos resultados electorales en  América Latina alterar esta situación? Está por ver…
Obviamente, estas dos condiciones no se formulan claramente en las  cabezas de la mayoría de los votantes, pero sí se expresan en  factores constatables como el desencanto con la acción del nuevo  gobierno y la percepción de su impotencia. En estas circunstancias  conviene evitar que la discusión se agote en señalar y corregir los  errores tácticos de gobiernos o fuerzas políticas con tan escaso  margen de acción. En cambio, sería más productivo insistir en un  horizonte estratégico consciente de los estrechos límites que  imponen la coyuntura internacional y los mercados financieros a la  acción de cualquier gobierno, más agudos en un país relativamente  pequeño y ubicado en el Sur global (aunque la posición geopolítica  de Chile es más compleja que eso). Solo así podrá abrirse la  discusión teórica y práctica acerca de los medios necesarios para  transformarlos.
Perspectivas: la izquierda y el problema de la articulación
Los resultados del conjunto del proceso político después de estos  tres años muestran la limitada capacidad de articular sólidamente  un proyecto transformador de izquierdas en la actualidad, y no  solamente en Chile. Cuando este se ve sometido a presión, ya sea por  errores propios, por ataques de sus adversarios o, simplemente, por  una coyuntura objetivamente desfavorable, se revelan su fragilidad y  lo precario de sus apoyos.
Sin embargo, el impacto de la derrota no debe ocultar que hay también sólidas razones para el optimismo: la presión de las movilizaciones y la manera en que esta se canalizó institucionalmente, especialmente con el apoyo masivo a una nueva constitución en el plebiscito de entrada, han llegado muy lejos. En determinados puntos parece que, a corto plazo, no hay vuelta atrás. La Constitución del 80 está acabada. La nueva constitución, sea como sea, va a recoger temas que se han instalado en la agenda en este ciclo político y supondrá un nuevo marco jurídico-político más a la izquierda que el actual. Y lo que es más importante, difícilmente será más restrictivo en cuanto a la apertura del juego político y al espacio para futuras reformas. Esto permite un terreno de lucha política más amplio y favorable que antes, en el que la izquierda institucional, además, se encuentra mejor posicionada que nunca.
El gran reto para la izquierda después de esta derrota: construir un proyecto más sólido y a largo plazo capaz de ampliar el horizonte de lo imaginable políticamente y de articular de manera eficiente y respetuosa la pluralidad de formas de entender el cambio social
¿Qué hacer al respecto? Ya sea por la vía de  la constitución de una nueva institucionalidad política autónoma  desde abajo, ya sea por la reforma de las instituciones existentes y,  muy probablemente, por las dos vías a la vez, no debemos olvidar un  objetivo que hoy solo cabe imaginar a largo plazo, o bien, a la  manera de Erik Olin Wright, como una brújula que oriente en un  camino incierto. El objetivo de construir una forma de organización  social, política y económica que sea más democrática, más  eficaz, más legítima y capaz de sostener ese impulso constituyente  en el tiempo. Cualquier decisión política de calado debería  medirse con esta vara: ¿contribuye a acercar esa posibilidad o, al  menos, no la aleja? Si la aleja, ¿el coste a corto plazo realmente  compensa?
¿Cómo se aplica esto a la coyuntura  específica de Chile en este momento? La situación actual ofrece  muchos incentivos para un repliegue político generalizado en la  izquierda. Para el oficialismo será una tentación el priorizar  alcanzar un acuerdo por arriba con los sectores más moderados del  Rechazo con el fin de tratar de salvar lo que se pueda de cara a una  nueva constitución. Entre quienes apuestan por la movilización en  la calle o por un proceso constituyente más participativo, el  enroque en posiciones calificadas por otros como maximalistas y ahora  deslegitimadas por el resultado del plebiscito. Por último, para una  parte importante de la población, crecientemente hastiada y  distanciada de un proceso ya muy prolongado, la tentación quizás  consista en replegarse a posiciones antipolíticas primarias (“todos  los políticos son iguales”). Quién sabe cuántos de entre ellos  podrían estar disponibles en el futuro para ser reclutados por el  trabajo demagógico de una extrema derecha populista que ya es un  riesgo real en Chile.
Después de una derrota tan abultada y de la aparente desmovilización, la salida negociada con más o menos concesiones parece la solución inmediata más razonable. Pero quien quiera jugar toda su estrategia política a esa carta, sin tratar de articular ―y no instrumentalizar o tratar de subordinar― al mismo tiempo las distintas sensibilidades políticas que se encontraron parcialmente en distintos momentos desde 2019 hasta ahora, sobrestima en mucho sus posibilidades. Ese es el gran reto político para la izquierda después de esta derrota parcial: construir un proyecto más sólido y a largo plazo capaz de ampliar el horizonte de lo imaginable políticamente, de articular de manera eficiente y respetuosa la irrenunciable pluralidad de formas de entender el cambio social, y de abrirse no solo a las demandas sino a la participación política efectiva de sectores sociales mucho más amplios. Desde luego, la tarea no es fácil: la desertización política neoliberal plantea enormes problemas y se reproduce incluso en las formas de movilización y organización política que se le oponen. Pero si se produce ese repliegue generalizado, ¿cuánto tardaremos en tener una oportunidad más favorable que esta? Si perdemos de vista, en la teoría y la praxis política, el horizonte de transformación social radical que exige combinar y organizar de manera más democrática y eficiente esas distintas formas de entender la lucha política de izquierdas, ¿a qué tipo de cambios aspiramos realmente? Si no nos tomamos en serio esta tarea, es posible que en el futuro surjan otros estallidos, igualmente espontáneos e imprevisibles en lo concreto de su desarrollo, pero con distinta orientación ideológica, cuyos costes y riesgos quizás sean mucho más difíciles de aceptar.
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El proceso constituyente chileno como suceso clave transformador
        
      
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