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Carta desde Europa
Rusty Charley y el imperio de la ley

Si observamos cómo cumple sus obligaciones el Tribunal de Justicia de la Unión Europea, nos recuerda al personaje de una de las novelas de Damon Runyan, Rusty Charley, pequeño gánster de medio pelo activo en el Broadway de la década de 1940, que cuando jugaba a los dados con sus colegas tiraba el dado dentro de su sombrero para después anunciar el resultado sin permitir que el resto de jugadores echara un vistazo.
Wolfgang Streeck

Director emérito del Max Planck Institute for the Study of Societies de Colonia.

Todos sus artículos en El Salto.

5 nov 2021 16:00

Están sucediendo cosas extrañas en Bruselas, que se tornan más extrañas cada día. La Unión Europea (UE), un potencial súper Estado deudor de un impresionante déficit democrático, se dispone a castigar a dos de sus Estados miembros democráticos y a sus gobiernos electos, junto con los ciudadanos que los han elegido, por lo que considera un déficit democrático. Por su parte, la UE es gobernada por una tecnocracia no electa, por una constitución carente de pueblo y consistente en una serie de tratados internacionales ininteligibles, por las sentencias dictadas por un tribunal internacional, el Tribunal de Justicia de la Unión Europea (TJUE), así como por un parlamento al que no se permite legislar y que no conoce ninguna oposición. Además, los tratados no pueden ser objeto de revisión en la práctica y las sentencias únicamente pueden serlo por el propio Tribunal.

El asunto actual es viejo, pero ha sido evitado durante mucho tiempo, en la mejor tradición de la Unión Europea, para no despertar a los perros. ¿En qué medida el derecho “europeo”, confeccionado por los gobiernos nacionales reunidos a puerta cerrada en el Consejo Europeo y elaborado en las salas secretas del TJEU se impone sobre la ley nacional aprobada por los Estados miembros democráticos de la Unión Europea? La respuesta parece obvia a las mentes simples poco versadas en los asuntos de esta: en los casos en que, y solo en estos, los Estados miembros, de acuerdo con lo estipulado en los Tratados (escritos con T mayúscula en Bruselas presumiblemente para indicar su naturaleza sublime), hayan conferido a la Unión Europea el derecho a legislar de modo vinculante para todos ellos, de modo que sobre los asuntos que estos han delegado a aquella se hallan sometidos a la misma ley y deben cumplirla para permitir que su Unión funcione sin fricciones.

Ni tan mal si eso fuera todo. Ya a principios de la década de 1960 el TJEU descubrió en los Tratados la supremacía general del derecho de la Unión Europea sobre el derecho nacional. Obsérvese a bote pronto que nada similar se encuentra contemplado en los mismos; hace falta ser miembro del Tribunal para observar esa supremacía. En un primer momento, en la medida en que la jurisdicción de la Unión Europea era todavía muy escasa, a nadie le pareció importarle este extremo. Posteriormente, sin embargo, cuando la Unión Europea se dispuso a abrir las economías nacionales a las “cuatro libertades” del mercado único y, después, a introducir la moneda común, la doctrina de la primacía del derecho europeo operó como un dispositivo eficaz para extender la autoridad de la Unión sin necesidad de reescribir los Tratados, especialmente cuando esto se hizo cada vez más difícil con el aumento de los Estados miembros de seis a, con anterioridad al Brexit, 28.

Lo que en un principio no era más que una transferencia hacia arriba altamente selectiva de la soberanía nacional, gradualmente se convirtió en el principal motor institucional para lo que se denominó la “integración mediante el derecho”, la cual fue llevada a cabo por las autoridades centrales de la Unión y coadyuvada por diversas coaliciones de Estados miembros y gobiernos.

Este tipo de integración fue considerada, en particular por los juristas, normativa y técnicamente superior a la integración mediante la política. Aunque los motivos cambiaron a lo largo del tiempo, la integración mediante el derecho siempre implicó una cuidadosa lectura de los Tratados efectuada con el fin de  descubrir siempre nuevas razones para someter a las entidades políticas nacionales a una tecnocracia internacional posdemocrática. Dado el bloqueo de facto de la revisión de los Tratados tras la derrota del proyecto de Tratado para una Constitución europea en el referéndum francés de 2005 (55,7% de votos en contra), el TJEU se convirtió finalmente en el órgano legislativo más importante de la Unión Europea y, de hecho, en el organismo redactor de su constitución. (Paradójicamente, una de las razones más probables de este rechazo del tratado constitucional radicó en que estipulaba explícitamente la primacía del derecho europeo).

Nadie sabe con certeza lo que se oculta en las profundidades de los Tratados Europeos en su versión actual, que constan de cientos, incluso miles de páginas, dependiendo del tipo de letra utilizado

Nadie sabe con certeza lo que se oculta en las profundidades de los Tratados Europeos en su versión actual, que constan de cientos, incluso miles de páginas, dependiendo del tipo de letra utilizado. La única excepción es el TJUE y ello porque lo que afirma que se encuentra en ellos es a todos los efectos prácticos realmente lo que está presente en los mismos, dado que el Tribunal siempre tiene la última palabra.

Así, el TJUE, o anticipándose a él el Banco Central Europeo o la Comisión Europea, puede leer en los Tratados razones funcionales para lo que los alemanes denominan “más Europa” —la política monetaria debe (¡!) hoy (¡!) incluir la política fiscal— o bien intenciones generales —oculto en el compromiso de los Estados miembros con una “unión siempre más estrecha entre los pueblos de Europa” puede leer pueblo en vez de pueblos— o bien “valores” como la “democracia” y los “derechos humanos” pueden exigir, por ejemplo, que se imparta más educación sexual formativa en las escuelas públicas húngaras.

Lo que en cada caso se encontrará en los Tratados puede ser incierto; de lo que podemos estar seguros, sin embargo, es de que el Tribunal nunca perderá la oportunidad de “construir Europa”, entendiendo por ello la confirmación de la supremacía del derecho europeo sobre el derecho nacional de acuerdo a la postre con la interpretación establecida por él mismo. Si observamos cómo cumple sus obligaciones el TJEU, ello nos recuerda al personaje de una de las novelas de Damon Runyan, Rusty Charley, pequeño gánster de medio pelo activo en el Broadway de la década de 1940, que cuando jugaba a los dados con sus colegas tiraba el dado dentro de su sombrero para después anunciar el resultado sin permitir que el resto de jugadores echara un vistazo. Aunque siempre ganaba, nadie se sentía dispuesto a hacerle preguntas estúpidas, ya que Charley era “el tipo de sujeto que odiaba que le llamaran mentiroso”.

El hecho de que la supremacía del derecho europeo sobre el nacional haya alcanzado en la actualidad tales cotas de alto drama político se debe a la política de extensión de las competencias de la Unión Europea, que ha devenido una política de hiperextensión de las mismas. Frente a conflictos y clivajes que son incapaces de contener, los “proeuropeos” están depositando sus esperanzas en el TJEU, de modo que pueda sustituirse la agotada legitimidad de la política supranacional por la legitimidad de la ley.

En el centro de la actual controversia se hallan Polonia y Hungría con sus regímenes políticos “iliberales”. Ambos países insisten en una construcción estricta de los Tratados, que limite rigurosamente el ámbito en el que tanto la política de un determinado Estado miembro como las políticas europeas pueden ser objeto de preocupación para otros Estados miembros o para las propias instituciones europeas. En la denominada “base de los Tratados”, el sistema legal de un país se halla sujeto a la supervisión de la Unión Europea en la medida en que ello puede resultar necesario para asegurar el uso adecuado y no corrupto de los fondos de la misma.

Aunque de acuerdo con una lectura literal esto es todo lo que puede entenderse por la exigencia de la existencia de un “Estado de derecho”, los “proeuropeos” afirman que ello se extiende al estatus y organización del tribunal supremo de cada país, en particular en lo que atañe a su independencia del poder ejecutivo. A tenor de los tratados también se espera que los Estados miembros se adecuen a determinados parámetros democráticos y de respeto de los derechos humanos; si no lo hacen, el Consejo Europeo puede, mediante votación unánime, privarles de su derecho de voto, pero no expulsarlos, lo cual no constituye una opción para una organización internacional que considera su membresía irreversible.

Normalmente, la corrupción y la politización del tribunal supremo de un país no constituyen de hecho un problema para la política europea. En lo que a corrupción se refiere, Polonia suele considerarse en general un país limpio (Hungría lo es menos), mientras que países como Rumanía, Bulgaria, Eslovenia, Eslovaquia y Malta son ampliamente conocidos como baluartes del amiguismo empresarial y de la venalidad, por no mencionar, en algunos casos, el fuerte arraigo del maltrato contra sus minorías. De hecho, tanto Eslovaquia como Malta han contemplado recientemente el asesinato de periodistas independientes, perpetrados por grupos criminales conectados con sus respectivos círculos de gobierno, involucrados en investigaciones relacionadas con casos de corrupción en las altas esferas. Sin embargo, nadie amenaza con cortar los subsidios europeos a estos países, mientras la prensa liberal europea se abstiene cuidadosamente de comparar el “Estado de derecho” polaco o húngaro con los de Eslovaquia y Malta.

A diferencia de Polonia y Hungría, Malta y Eslovaquia devuelven la entrega de fondos votando siempre a favor de la Comisión Europea y en otro caso manteniendo sus bocas cerradas

Hay razones para creer que ello es así porque, a diferencia de Polonia y Hungría, ambos países devuelven la entrega de fondos votando siempre a favor de la Comisión Europea y en otro caso manteniendo sus bocas cerradas. Igualmente, la influencia política sobre los altos tribunales de un determinado país es algo sobre lo que los organismos de la Unión Europea tienen buenas razones para no levantar demasiada polvareda: allí donde existen Tribunales Constitucionales, todos ellos se hallan sin excepción y de un modo u otro politizados.

En cuanto a España, véase el reciente caso de Alberto Rodríguez. (En ocasiones, la politización es considerada francamente deseable: no olvidemos que la Comisión y el Parlamento Europeo han llevado a Alemania ante el TJEU, porque su gobierno no ha impedido que su Tribunal Constitucional emitiese una opinión independiente, para malestar del propio gobierno alemán, sobre los límites de la autoridad legal europea, que en el caso que nos ocupa se refiere a los programas de compra de deuda por el Banco Central Europeo). Lo que resulta especial en los casos de Polonia y Hungría no es que sus altos tribunales sean nombrados “ejerciendo influencia”, sino que sus gobiernos, como cada vez más el Tribunal Constitucional alemán, insistan abiertamente sobre la restrictiva aplicación de la primacía del derecho europeo y la correspondiente interpretación extensiva de sus respectivas soberanías nacionales, lo cual desafía abiertamente la “integración mediante el derecho”, o mediante el imperio, tal y como es llevada a cabo por el TJEU.

La historia que se está desplegando en Europa en estos momentos no es jurídica, sino política. Su episodio más reciente comenzó con la aprobación por el Consejo Europeo del multimillonario Next Generation European Union Recovery Fund ligado a la pandemia de coronavirus, que cuenta con sumas considerables asignadas a Hungría y, especialmente, a Polonia, aunque ambos países se han visto marginalmente afectados por el virus.

Para el Parlamento Europeo, que tiene que aprobar la medida, ello ofrecía la oportunidad de multiplicar sus esfuerzos en aras de lograr un cambio de régimen en ambos países, haciendo que el desembolso de los recursos del fondo de recuperación dependiese de la realización de concesiones políticas y legales a la Unión Europea por parte de Polonia y Hungría. Ambos países tienen elecciones pronto y el cálculo de los tecnócratas europeos albergaba la esperanza de que la perdida de estos fondos europeos, supuestamente dedicados a fortalecer a polacos y húngaros para conseguir una vida mejor, más resiliente a las crisis capitalistas en general y al coronavirus en particular, erosionaría a los gobiernos actuales, como lo haría el hecho de obtenerlos cediendo totalmente ante “Europa”.

En el mejor de los casos, ello colocaría a nuevos gobiernos en el poder al hilo de la gestión del desembolso de los fondos mencionados por parte de la elite internacional, los cuales se mostrarían dispuestos a rendir menos cuentas a sus pueblos y más a “Europa”, tal y como se halla constituida actualmente por la Unión Europea. Ello también podría incrementar el número de parlamentarios liberales presentes en el Parlamento Europeo procedentes de estos dos países, haciendo este todavía más “proeuropeo” de lo que ya lo es.

El problema para la Comisión era que el NGEU Recovery Fund precisaba del voto unánime del Consejo Europeo en el que Polonia y Hungría se disponían a votar en contra del mismo, si este traía aparejada cláusula especial alguna dirigida contra sus gobiernos. Al mismo tiempo, el Parlamento Europeo condicionó su aprobación a la aceptación por parte de la Comisión de lo que llegó a denominarse el “mecanismo del Estado de derecho”, que forzaba a esta a retener los fondos destinados a los países que no respeten la primacía del derecho europeo, tal y como había sido descubierto por el TJEU.

Para salirse con la suya, la Comisión procedió de común acuerdo con el Parlamento Europeo mientras, evidentemente, prometía a Hungría y Polonia que el “mecanismo del Estado de derecho” nunca sería activado. Oficialmente, se anunció que sería utilizado únicamente tras su aprobación por el TJEU, ante el que Polonia y Hungría desafiarían su legalidad. Se suponía que ello se tomaría su tiempo, que excedería al del desembolso de los recursos del NGEU Recovery Fund. Entretanto, en el Consejo, los frugales europeos septentrionales, dirigidos por los holandeses, insistieron en que Polonia y Hungría fueran tratadas con dureza probablemente para hacer creer a sus ciudadanos que así ahorrarían preciosos recursos noreuropeos procedentes de los recortes propinados a las asignaciones destinadas a polacos y húngaros como castigo por no adherirse con el suficiente ahínco al Estado de derecho.

El resultado fue una disputa pública sin precedentes, que conoció presiones crecientes sobre la Comisión para que se mostrara estricta con las dos “democracias iliberales”, así como la invitación cursada al Tribunal para que se moviera con mayor celeridad de lo esperado. Como respuesta a todo ello, el Tribunal Constitucional polaco dictó una sentencia, elaborada durante un largo periodo de tiempo, pero bien guardada por razones políticas, en la que, invocando el precedente sentado por el Verfasssungsgericht [Tribunal Constitucional] alemán, declaraba que la Constitución polaca se hallaba en general por encima del derecho europeo. Más altercados pueden predecirse con toda seguridad.

Los observadores no alemanes no pueden dejar de tener la impresión de que los peores incitadores de estas controversias en torno a la batalla por el déficit liberal-democrático de Polonia y Hungría son los alemanes

Los observadores no alemanes no pueden dejar de tener la impresión de que los peores incitadores de estas controversias en torno a la batalla por el déficit liberal-democrático de Polonia y Hungría son los alemanes. Una figura de relieve al respecto es Katharina Barley, socialdemócrata y exministra de Justicia en la Gran Coalición hasta que su partido la convirtió en la cabeza de lista de las elecciones europeas de 2019, que acabaron en un verdadero desastre, dado que obtuvo el 15,8% de los votos frente al 27, 3% obtenido cinco años antes. Teniendo que trasladarse irremediablemente a Bruselas, Barley logró hacerse con una de las catorce (¡!) vicepresidencias con las que cuenta el Parlamento Europeo. En el otoño de 2020, Barley dio a conocer en la radio alemana que el “mecanismo del Estado de derecho” tenía que aplicarse para “matar de hambre” (aushungern) a Viktor Orbán en Hungría y a Polonia en general.

En Polonia se hallan muy presentes recuerdos centelleantes, compartidos a través de generaciones, del último intento alemán de hacer morir de hambre al país, recuerdos evidentemente alejados de los políticos alemanes “proeuropeos”, quienes, sin embargo, conocen con toda seguridad cómo los países vecinos tienen que ser gobernados: de acuerdo con el modelo alemán tal y como es especificado por el gobierno alemán vía Bruselas. Igualmente, Manfred Weber (CSU), jefe de los democratacristianos en el Parlamento Europeo y excandidato frustrado para la presidencia de la Comisión, blandió la amenaza de la expulsión de Polonia y Hungría de la Unión Europea, aunque ello no se halle contemplado en los Tratados. El ministro de Asuntos Exteriores alemán, también socialdemócrata, dio la bienvenida a la norma del “Estado de derecho” por su capacidad de “hacer daño” a Hungría y Polonia, siendo aplaudido por un nutridísimo grupo de Verdes alemanes dentro y fuera del Parlamento Europeo, y aclamado por la prensa alemana, de “calidad” o no, incluidos los medios públicos de radiodifusión y televisión. Si añadimos a Von der Leyen, podemos disculpar a los ciudadanos polacos por creer que su país, cuyo gobierno, como el de Hungría, tiene el apoyo de más o menos la mitad de su población, ha sido objeto de agresión por parte de Alemania.

El dinero compra algo más elevado que la estabilidad imperial: la sumisión al liderazgo cultural de Europa occidental documentado por la selección de líderes del gusto de sus elites

¿Qué hay detrás de todo esto aparte de la increíble amnesia histórica, o la mera estupidez, de realmente demasiados “proeuropeos” alemanes? El dinero que llega a los países más pequeños de la Unión Europea mediante el NGEU Recovery Fund debe parecer enorme al contribuyente alemán medio, especialmente cuando este o esta comienzan a adivinar los enormes costes del inminente “giro energético” o de la renovación de la infraestructura alemana, realmente hambrienta de recursos tras la aplicación de las políticas de austeridad. El objeto real del fondo de recuperación —mantener a las elites nacionales en el poder en Europa oriental comprometidas con el mercado interno y adversas a cualquier tipo de alianza con Rusia o China— es demasiado delicado para hablar de él en público. Así que hay que demostrar que el dinero compra algo más elevado que la estabilidad imperial: la sumisión al liderazgo cultural de Europa occidental documentado por la selección de líderes del gusto de sus elites.

Un ejemplo de ello lo constituiría el neoliberal Donald Tusk, antiguo primer ministro polaco, que fue expulsado de su cargo tras arruinar la economía nacional de su país tan solo para ser colocado en un comedero de Bruselas como uno de los diversos presidentes de las instituciones europeas, donde fue adiestrado para protagonizar un retorno victorioso a su país una vez puesto punto final a Kaczyński y los suyos.

¿Aprenderán Polonia y Hungría a comportarse como Rumanía o Bulgaria, o incluso como Malta y Eslovaquia, y aplacarán así a sus enemigos de Bruselas? Si se niegan a ello y el TJUE tiene la última palabra, puede presentarse otra hora de la verdad, esta vez de cariz oriental. Cómo fallará el Tribunal es tan cierto como que el número de puntos del dado de Rusty Charley arrojará la cifra que este necesita para ganar. Ello puede abrir el camino al Polexit, al igual que la negativa de Merkel a hacer concesiones a Cameron en materia de inmigración añadió el correspondiente impulso al Brexit.

Merkel, durante sus últimas horas como canciller, urgió a que la Unión Europea se comportara con moderación e intentara una solución política en vez de jurídica con Polonia y Hungría

Aunque Von der Leyen ha adoptado cada vez más la retórica de Barley, Weber y los Verdes, Merkel, durante sus últimas horas como canciller, urgió a que la Unión Europea se comportara con moderación e intentara una solución política en vez de jurídica. (Merkel bien puede haber sido informada por Estados Unidos de que no vería con buenos ojos que Polonia, su más fuerte y fiel aliado antirruso en el Este de Europa, abandonase la Unión Europea, donde es alimentada por esta de modo que puede ser armada por la potencia estadounidense).

En este contexto, obsérvese que en estos momentos parece estar produciéndose en otros países miembros una lenta toma de conciencia de la absoluta presuntuosidad de la insistencia cada vez más explícita por parte de la Unión Europea en la primacía general de su derecho sobre el de sus Estados miembros, incluido su derecho constitucional.

La batalla de Polonia y Hungría puede poner fin a la era en la que la “integración mediante el derecho” podía ser tratada por los gobiernos nacionales, cada vez más cortoplacistas, con negligencia benevolente

La batalla de Polonia y Hungría puede poner fin a la era en la que la “integración mediante el derecho”, gracias a su incrementalismo, podía ser tratada por los gobiernos nacionales, cada vez más cortoplacistas, con negligencia benevolente. Por ejemplo, algunos políticos centristas franceses dispuestos a participar en las elecciones presidenciales del próximo año, como Valérié Pécresse (Les Republicaines), Arnaud Montebourg (exsocialista) e incluso Michel Barnier, el combativo negociador del Brexit, han comenzado a mostrar su preocupación por lo que ahora denominan la “soberanía legal” francesa, demandando algunos de ellos, entre los que se encuentra sorprendentemente este último, la convocatoria de un referéndum nacional para establecer de una vez por todas la supremacía del derecho francés sobre el europeo.

Mientras escribo estas líneas, el TJEU se ha descolgado con una sentencia que impone a Polonia una multa diaria de un millón de euros por no haber abolido la sala de su Tribunal Supremo creada legalmente para supervisar el sistema judicial polaco con la intención, parece ser, de someterlo a un mayor control político. (Polonia ya ha mostrado su disponibilidad a suprimir esa sala para finales de año). Junto con otra multa de 500.000 euros diarios, previamente impuesta por continuar con la explotación de una mina de carbón de baja calidad especialmente contaminante, estas sanciones equivalen a medio millardo de euros anuales. Por enorme que pueda parecer esta cantidad, es minúscula comparada con los 36 millardos de euros que Polonia debería obtener del fondo de recuperación. Evidentemente, su desembolso está siendo objeto de retención por la Comisión bajo la presión del Parlamento Europeo hasta ahora sin una explicación formal al respecto. Si este tipo de juego político despiadado producirá el deseado cambio de régimen, no está, sin embargo, de ninguna manera asegurado.

La primera línea del himno polaco —“Jeszcze Polska nie zginęła”— se traduce como “Polonia no está todavía perdida”; expresa un vigoroso gusto nacional por combatir la batalla hasta el final, aunque pueda perderse y contra todo pronóstico favorable, en defensa del honor nacional. En parte a causa de ello, parece posible llegar a un acuerdo político y quizá la multa de un millón de euros no es más que el último hurra de un Tribunal que confía en ser dejado de lado por políticos capaces de pensárselo dos veces antes de propiciar otro abandono nacional de la Unión Europea. (La opinión pública alemana está convencida de que Polonia cederá, teniendo un precio como todo el mundo).

Se rumorea que Donald Tusk, quien recientemente se autopostuló como como Spitzenkandidaten [principal candidato] de la oposición polaca para las elecciones generales de 2023, ha intentado entre bambalinas —y obtenido la confirmación al respecto de la Comisión— que el primer plazo de la asignación del fondo de recuperación concedida a Polonia se desembolse en breve ante el temor de que si no lo hace probablemente ello no le beneficiará a él, sino al gobierno de Kaczyński.

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