Opinión
El encaje imposible de la Catalunya independiente en la Unión Europea

Los autonomistas regionales, no sólo en Catalunya sino también, por ejemplo, en Escocia, creen a veces que, habiendo ganado la soberanía, ellos deberían y podrían convertirse en Estados miembros de la UE. Esto sólo muestra que malinterpretan de forma fundamental lo que es la UE.

Zapas independentistas.
David F. Sabadell Un hombre pasea por la playa de Lekeitio con unas zapatillas con la bandera independentista de Catalunya

Director emérito del Max Planck Institute for the Study of Societies de Colonia.

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9 nov 2017 06:09

Europa está mirando a España estos días. ¿Se fragmentará el país, el Estado español? Poca gente se siente capaz de formarse una opinion sobre quién tiene razón y quién no y sobre cuál podría ser la solución, si es que hay alguna. Visto desde el exterior, uno se siente tentado a recordar que apenas ningún Estado-nación moderno, en Europa o en cualquier otro lugar, es homogéneo étnica o lingüísticamente, y q ninguno de ellos se conformó en ausencia de conflicto, a menudo violento. Una de las razones por las que el sistema de Estados de Europa occidental ha sido comparativamente estable desde el final de la Segunda Guerra Mundial es que sus gobiernos han aprendido, a través de una amarga una experiencia, lo que podemos llamar el arte del federalismo: el arte de la descentralización del poder y de la delegación del gobierno, que hacen innecesario que las fronteras de los Estados y las naciones coincidan.

El federalismo, no obstante, no es fácil. Presenta grandes exigencias a la integridad del gobierno nacional y a la sabiduría de aquellos con poder sobre la constitución nacional. El centro debe ser digno de confianza, lo que entre otras cosas significa que no debe favorecer especialmente a una comunidad étnica concreta respecto a otras. Desde una perspectiva socialista, debe existir también suficiente espacio para la experimentación local, de modo que se garantice la existencia de instituciones localmente adaptadas y receptivas capaces de aumentar la democracia y contener al capitalismo. Igualmente importante es la constitución fiscal de un país: cuánta solidaridad deben las regiones más fuertes a las más débiles y al país considerado en su conjunto. La mayor parte de la gente está dispuesta a compartir, pero deben confiar en que su contribución no es desaprovechada o absorbida por la corrupción.

Algunos ejemplos pueden ser útiles. Suiza tiene probablemente la experiencia más amplia de federalismo: cuenta con autonomía regional y local, por un lado, y con la moderación del gobierno central, así como con su integridad y profesionalidad, por otro. Italia negoció tras la Segunda Guerra Mundial un tratado con Austria sobre el estatus especial de autonomía para el Tirol del Sur, que para muchos es un modelo tanto para la pacificación doméstica como internacional. Pero conceder al Alto Adige prerrogativas denegadas a otras regiones causa mucha insatisfacción política, especialmente porque a la región le va mejor económicamente que a muchas de las restantes áreas del país. De hecho, el separatismo regional es fuerte hoy en Italia, lo cual se explica en parte, porque el Mezzogionro sigue siendo un sumidero de recursos nacionales, mientras su condición económica continua siendo deprimente y aparentemente inalterable. Bélgica, por su parte, es ya de facto dos países, habiendo superado un conflicto étnico potencialmente prejudicial mediante un proceso de descentralización muy profunda en favor de tres regiones, que se ha prolongado durante décadas de continua reforma institucional. Respecto al Reino Unido de Gran Bretaña e Irlanda del Norte, la «delegación» ha estado en la agenda desde la década de 1970, pero siempre se ha atascado. Una de las cuestiones que resultaron ser intratables fue si Inglaterra, como parte principal y dominante del país, debería tener su propia «asamblea regional», como Escocia y Gales. Esta cuestión sacó a relucir el espinoso asunto de cuál sería entonces el rol del «Parlamento de Westminster» y de la monarquía.

En el caso español, se ha sugerido en ocasiones que la UE debería mediar entre Catalunya y Madrid. Pero la UE es un artilugio de sus Estados miembros y se halla firmemente controlado por ellos (siendo ellos los «Amos de los Tratados»). Si estos Estados están de acuerdo en algo, es en que ello debe permanecer así, lo cual significa que la UE estará absolutamente del lado del Estado-nación español, aunque sólo fuera, porque algo que se asemeje a una victoria del separatismo catalán desencadenaría inmediatamente demandas similares en otros países, no sólo en Italia, sino también, lo cual es importante, en Francia.

Los partidarios de las diversas independencias regionales, no sólo en Catalunya, sino también, por ejemplo, en Escocia, creen en ocasiones que, habiendo ganado la soberanía, las nuevas entidades políticas deberían y podrían convertirse en Estados miembros de la UE. Esto sólo muestra que malinterpretan de forma fundamental lo que es la UE. No sólo no comprenden su naturaleza de cártel de Estados-nación, que nunca admitirá en su club a una región convertida en Estado contra la voluntad del Estado del que se ha separado. También conciben a la UE como un emporio de libertad, como un régimen internacional que propicia la cooperación pacífica, de abajo arriba, entre los países asociados, o como una federación benigna de soberanías independientes de facto. En realidad, la UE es, como todo el mundo debería y podría saber, una candidata a convertirse en un súper Estado centralizado, dedicada a imponer un regimen de mercados libres, la competencia global, una divisa fuerte y «reformas estructurales» neoliberales a sus países miembros. Librar la difícil lucha por la soberanía nacional y después, una vez ganada, entregársela a Bruselas, simplemente no tiene sentido y menos todavía si encima, como propugnan los «nacionalistas» escoceses, se adoptara el euro. La UE de la que los partidarios de las diversas independencias regionales europeas esperan apoyo y a la que esperan unirse como Estados-nación soberanos no es la UE real, sino un país de ensueño, que no sólo no existe todavía, sino que nunca existirá. Y ciertamente no lo hará, mientras las ilusiones sobre su verdadera naturaleza no se desvanezcan radicalmente.

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