Opinión
De la conquista a la imaginación colectiva: apologética colonial y la nueva izquierda latinoamericana

Investigador en el South Asia Institute of Research and Development de Katmandú (Nepal).
En 2025, Claudia Sheinbaum declaró el “Año de la Mujer Indígena” en México y restituyó tierras sagradas a comunidades wixaritari. La reacción de la extrema derecha fue inmediata: acusaciones de “indigenismo radical”, nostalgia por la “unidad nacional” y una lluvia de comentarios racistas en redes sociales. No era solo política: era historia moralizada. El mismo relato que, hace cinco siglos, justificó la conquista española. Un relato que sigue vivo, reciclado hoy por populismos autoritarios en América Latin y también en Europa.
Desde el siglo XVI, la conquista de América fue presentada como una empresa moralmente justa, necesaria para salvar almas y civilizar bárbaros. El argumento se apoyaba en las supuestas atrocidades de los pueblos precolombinos. En el caso mexica, el sacrificio humano, la guerra ritual y castigos extremos eran parte del orden cósmico y del poder estatal. Prisioneros eran sacrificados, corazones arrancados y, en ocasiones, los cuerpos desollados para rituales. Escalofriante para nuestra mirada moderna, pero no era la norma general. Mayas, zapotecos, mixtecos o incas practicaban sacrificios de forma mucho más limitada, con fines simbólicos más que como instrumento de control político.
Sin embargo, la exageración deliberada de estas prácticas creó una imagen monolítica de “barbarie indígena”, convertida en coartada moral para la guerra y la colonización. Teólogos como Juan Ginés de Sepúlveda defendieron que la conquista era un imperativo civilizatorio y espiritual. Bartolomé de las Casas rebatió esa lógica, defendiendo la racionalidad y humanidad indígena, pero la semilla ya estaba sembrada: la violencia podía ser “justa” si se ejercía contra los bárbaros.
Frente a los miles sacrificados por los mexicas cada año, la conquista y colonización exterminaron decenas de millones en América, miles en Australia y millones más en África
Esa lógica no se quedó en América. Se globalizó. En la India colonial, los británicos justificaron su dominio denunciando el sati y el sistema de castas; en el Congo, los belgas explotaron el mito del canibalismo; en Australia y Estados Unidos, se describió a los pueblos originarios como salvajes violentos. Mientras se demonizaba la “barbarie indígena”, el colonialismo europeo masacró a millones. Frente a los miles sacrificados por los mexicas cada año, la conquista y colonización exterminaron decenas de millones en América, miles en Australia y millones más en África. Era un relato funcional: invisibilizar el genocidio propio magnificando la violencia ajena.
Cinco siglos después, ese marco retórico no ha muerto. En América Latina, la extrema derecha lo reconfigura para legitimar políticas autoritarias y racistas. En México, grupos ultranacionalistas invocan el sacrificio mexica para desacreditar cualquier reconocimiento a los pueblos originarios, presentándolos como amenaza a la “unidad nacional”. En Brasil, Jair Bolsonaro describió a los indígenas como obstáculos para el desarrollo económico, lenguaje que recuerda a la retórica colonial. Intelectuales de extrema derecha como Jacques de Mahieu defendieron explícitamente que la brutalidad azteca legitimaba la conquista. Hoy, esa narrativa renace en foros globales de ultraderecha, entremezclada con revisionismos europeos.
Las redes sociales han multiplicado esta apologética. Como demuestran Törnberg y Chueri, el radicalismo digital amplifica la desinformación, exagera amenazas y fabrica miedos, convirtiendo la xenofobia en un “valor bursátil”, como observa David Nirenberg: rentable política y culturalmente.
Frente a este panorama, la nueva izquierda latinoamericana —y su evolución “posnueva”— se presenta como contracorriente. A diferencia del marxismo clásico europeo, bebe de la memoria histórica y las cosmovisiones indígenas. José Carlos Mariátegui lo formuló ya en los años 20: un socialismo indoamericano, enraizado en el colectivismo indígena y no en un calco de Europa. La nueva izquierda no apuesta por la vía armada como en los 60 y 70, sino por estrategias participativas y reformistas. Su revolución es imaginativa: crear modelos de gobernanza que desarmen jerarquías históricas.
El zapatismo es el mejor ejemplo. Surgido en 1994 contra el Tratado de Libre Comercio de Canadá y América del Norte (TLCAN) y el neoliberalismo, redefinió la democracia desde la alteridad: “somos iguales porque somos diferentes”. Su idea de “socialización del poder” descentralizó la toma de decisiones hacia comunidades, escuelas y cooperativas. Más recientemente, liderazgos como el de Sheinbaum en México y Pedro Castillo en Perú han situado los derechos indígenas en el centro de la agenda pública. Cuando Sheinbaum devolvió tierras sagradas en 2025, la reacción furiosa de la ultraderecha repitió la vieja música: los indios como amenaza, la nación como cruzada civilizadora. Castillo, por su parte, enfrentó un acoso brutal cuando intentó empoderar al campesinado andino. La misma batalla semántica, el mismo miedo histórico.
La posnueva izquierda adapta estas ideas al presente digital y global. Integra lenguajes sobre interseccionalidad, privilegio y justicia climática. Usa plataformas alternativas no solo para movilizar, sino para imaginar políticamente: crear redes de solidaridad que crucen fronteras y desafíen la distopía digital de la ultraderecha. Ahí donde la derecha extrema vende miedo, la izquierda ensaya utopías concretas: democracia participativa, derechos colectivos, economías solidarias.
Movimientos como los piqueteros en Argentina o el Movimiento Sin Tierra (MST) en Brasil muestran que la utopía no es un sueño hueco, sino una práctica cotidiana
Este giro se enlaza con la tradición más amplia de la izquierda latinoamericana. Gobiernos como los de Lula, Boric o Petro combinan institucionalidad democrática con políticas redistributivas y experimentos de gobernanza descentralizada. Movimientos como los piqueteros en Argentina o el Movimiento Sin Tierra (MST) en Brasil muestran que la utopía no es un sueño hueco, sino una práctica cotidiana: ocupar tierras, organizar cooperativas, politizar la supervivencia.
Todo esto contrasta con la estrategia ultraderechista, que depende del miedo simbólico y de la manipulación histórica. La exageración del sacrificio azteca no es arqueología discursiva: es política viva. Lo mismo ocurre en España con Vox, que idealiza la Reconquista como cruzada contra la barbarie islámica. El mecanismo es idéntico: transformar la violencia propia en virtud, y la diferencia ajena en amenaza.
Como escribió Goethe, “las palabras crean mundos”. Y como advirtió Tucídides, en tiempos de conflicto, las palabras cambian de sentido para servir al poder. Hoy, la lucha por el lenguaje histórico es también una lucha por el futuro. La izquierda latinoamericana responde no solo con reformas, sino con imaginación colectiva: reinventar instituciones, rescatar epistemologías indígenas, disputar el sentido común.
Por eso, aunque Eduardo Galeano sigue siendo un faro con Las venas abiertas de América Latina, la política actual mira hacia adelante: construir sistemas que encarnen justicia, participación y dignidad. En esa disputa —entre la nostalgia autoritaria y la imaginación democrática— se juega no solo el destino de América Latina, sino el de nuestras democracias globales.
España
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