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Política
Salvar al sistema
Como si se tratara de un remake de “Salvar al soldado Ryan”, la premiada película de Steven Spielberg, recibimos en los últimos tiempos el imperativo que nos llama a olvidar utopías y proyectos revolucionarios y a formar piña para salvar el modelo democrático que nos gobierna a la gran mayoría de habitantes del planeta. No hay otra opción, nos aseguran, salvo el abismo de la extrema derecha que siempre está esperando su oportunidad para imponer un régimen autoritario, que nos arrebataría todos nuestros derechos y libertades.
Planteadas así las cosas, es evidente que las personas con un mínimo de conciencia crítica y solidaria preferirán cualquier cosa, aunque no les convenza, antes que el fascismo. No es extraño, por tanto, que la derecha económica y política agite tan a menudo la amenaza de la ultraderecha para autoproclamarse como la garantía y salvación del sistema democrático, en el que tan bien se desenvuelven los grandes bancos y las empresas transnacionales.
Un buen y reciente ejemplo nos lo ha proporcionado lo sucedido en EE.UU. con la ocupación del Capitolio por una horda de seguidores de Donald Trump; allí (como aquí cuando el golpe de Tejero) se ha visto cómo, tras dejar hacer para asustar un poco más a la población, el propio capitalismo y sus instituciones han cerrado filas para arropar a la vieja democracia americana, y de paso al sistema económico que permite tan excelentes resultados a las grandes fortunas.
La izquierda (lo que queda de ella) en lugar de dar alternativas que realmente lo sean, se limita a proponer pequeños retoques al modelo triunfante que no llegan tan siquiera a lo que en sus mejores tiempos defendía la socialdemocracia.
Olvidada quedó la vieja idea de coexistencia pacífica con el capital, a cambio de la mejora de las condiciones de vida de la clase trabajadora, que tras la II Guerra Mundial permitió a las capas populares alcanzar un cierto nivel de consumo y unos servicios sociales que cubrían prácticamente al conjunto de la población. Fue lo que se llamó Estado de bienestar, pero en muchos países, como el nuestro, apenas llegamos a vislumbrarlo. Y es que los gestores del capitalismo, al ver lo bien que partidos y sindicatos habían frenado las ilusiones revolucionarias de los sectores populares decidieron acabar con sus gestos de buen rollo y dejaron al descubierto sus colmillos neoliberales. Pensaron que los derechos de los trabajadores también podían ser una porción adicional de sus beneficios y comenzaron a recortarlos para, poco a poco, llegar a la supresión de gran parte de las conquistas obreras.
La izquierda sindical y política, lejos de responder con contundencia, optó por salvar sus privilegios y negociar lo más honrosamente posible su rendición. Privatizaciones de sectores y servicios públicos, reformas laborales, recortes de salarios y pensiones, etc. han sido el resultado de ese viraje al centro de las organizaciones que prometían llevar al proletariado a las más altas cotas de bienestar y participación en las tareas políticas.
Las clases populares quedaron desorientadas e indefensas, sin ninguna referencia a la que agarrarse. Y sin una cultura de lucha, sin propuestas revolucionarias creíbles, el espacio tradicional de la izquierda se lo vienen disputando un populismo reaccionario y xenófobo (alimentado por partidos y medios de comunicación de extrema derecha) y un conservadurismo (centro moderado y centro izquierda) que insiste en la trasnochada fantasía de que el mercado la regula todo.
No parece que la pandemia que el mundo sufre como consecuencia del rápido avance del Covid-19 ni la crisis ya notoria provocada por el cambio climático vayan a servir para que quienes nos gobiernan (desde los parlamentos o desde Wall Street) reconozcan que el mundo necesita otro modelo de sociedad y otras relaciones económicas, que no se basen en la explotación sin límites de los recursos y en la acumulación de riqueza en cada vez menos manos.
A pesar de los claros síntomas de las catástrofes que se avecinan, no vemos propuestas que puedan ilusionar de nuevo a la gente. Hasta en las democracias más consolidadas se sigue dejando a amplios sectores atrás: aumentan el paro y la pobreza, se legisla a favor de las grandes empresas y bancos, se cierran los ojos ante tragedias como la de los refugiados e inmigrantes, se esquilma a los pueblos del sur a mayor gloria del consumismo, etc.
Incluso en nuestro país, con un gobierno que se califica como el mejor de los últimos tiempos, observamos que se sigue apostando por grandes infraestructuras: trenes de alta velocidad, prolongación de la vida de las centrales nucleares, corredor mediterráneo, grandes puertos y terminales de contenedores, industria del turismo y otros proyectos que en nada van a contribuir a detener la despoblación del interior, a frenar la contaminación y el cambio climático, ni mucho menos a repartir el trabajo y la riqueza.
Si de verdad estamos contra el fascismo (nuevo o viejo) lo que habremos de hacer es crear una conciencia solidaria, defender las conquistas sociales, impulsar proyectos autogestionarios y recuperar la fraternidad internacionalista que nos hermana con todas las luchas.
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