Opinión
España es una mala película de terror

Gobierno, Tribunal Constitucional, Fiscalía, Tribunal de Cuentas, Constitución, monarquía y medios de comunicación protagonizan España, un filme sobre el horror y la injusticia.

Una feliz familia llega a la luminosa casa de sus sueños. El día es soleado y su vivienda, amplia y luminosa. Pero cuando cae la noche, la casa muta a su verdadero ser: las paredes se llenan de sangre, las cañerías, relucientes horas antes, ahora son venas mohosas que escupen, como a retortijones, un líquido hediondo.

Los suelos se abren en fauces que anuncian abismos pavorosos y cada pieza de la casa es la pura encarnación de la violencia irracional. El terror se expresa en su grado máximo porque todo acontece en el hogar, en ese espacio que debería ser nuestro lugar de abrigo, donde estamos protegidos, donde se construye la vida. Y si en nuestro propio hogar estamos en peligro, ¿dónde estaremos a salvo?

Esto es lo que ha ocurrido estas semanas con España. Puede que no fuese una casa muy lujosa, puede que no fuese perfecta, pero era nuestra casa. Ahora ya no. Ahora ha mostrado su faz siniestra y la ilusión de convivir en ella ya no será posible. Como en las películas de terror, cada una de las partes que componen la arquitectura de este hogar común se ha revelado como instrumento, no para la convivencia, sino para el horror, el abuso y la injusticia.

El Tribunal Constitucional se expresa en Sentencias, Autos y Providencias. La Sentencia es la que pone fin a un procedimiento y debe estar muy motivada. El Auto resuelve sobre determinados aspectos del juicio y su motivación no tiene que ser tan minuciosa. Por último, la Providencia solo resuelve sobre cuestiones de mero trámite y no necesita motivación alguna.

Todo lo que sostiene jurídicamente esta agresión legal a Cataluña se basa en dos meras providencias. El motivo es que cuando el Gobierno invoca el artículo 161 de la Constitución para recurrir una disposición de una comunidad autónoma, se produce una suspensión automática que acuerda formalmente el Tribunal Constitucional sin entrar en el fondo del asunto. De hecho, ni siquiera tiene por qué haberse leído ni un mísero folio. Este texto de dos párrafos es el andamiaje jurídico por el que se decreta un estado de excepción encubierto, se interviene una comunidad autónoma y se suspenden los derechos fundamentales de millones de personas. ¿Es posible que tales gravísimas actuaciones estén tan poco sostenidas por apariencia de legalidad?

Con carácter previo, el Gobierno debería recibir un dictamen del Consejo de Estado, ese órgano hipermasculino donde entierran los partidos a sus viejas glorias. El propio Gobierno se jactaba de que los dictámenes a su favor estaban ya redactados antes de que se produjesen los hechos sobre los que se dictaminaba. Si querían hacer una confesión en toda regla de que tal órgano es completamente inútil y que sus miembros solo firman (si es que lo hacen siquiera) los papeles que les ponen delante unos funcionarios, no lo podían hacer mejor.

El Tribunal de Cuentas es un órgano fiscalizador que se ha revelado completamente inútil para impedir el mayor saqueo de la historia democrática en Europa. Fue bochornosamente incapaz no ya de detener, sino ni tan siquiera de entorpecer un poquito, el latrocinio continuado de aeropuertos vacíos, autopistas quebradas e infinitas actuaciones criminales por todo el territorio español. Pero, eso sí, se comporta con suma eficiencia para amenazar y hostigar a políticos que, al margen de lo que cada uno piense de ellos, no organizaron un referéndum para enriquecerse sino para dar un cauce de expresión a la ciudadanía.

La misma Fiscalía, que fue incapaz de ver delitos en los evidentísimos turbios manejos de las redes de saqueo corruptas del Partido Popular, amenazó a más de 700 alcaldes, representantes de todos sus vecinos y, peor aún, de un modo gravísimo e intolerable a padres con respecto a la patria potestad con sus hijos.

Las preocupaciones acerca del adoctrinamiento a los niños cuando se trata de cuestiones políticas bien podrían extenderse, por cierto, a las religiosas, cuando se les bautiza sin su consentimiento, o cuando participan masivamente en peregrinaciones y otros fastos faltándose a clases sin que a nadie le importe mucho.

Las órdenes de la Fiscalía motivaron detenciones, registros y todo tipo de agresiones a los derechos ciudadanos que fueron efectuadas sin el previo mandato judicial. A manifestantes que participaban en concentraciones en las que no hubo ni un incidente se los amenazó con gravísimas penas de prisión. A aquellos que acudiesen a ejercer sus deberes democráticos en las mesas de votación se los intimidó con desorbitadas multas que contrastan con las ridículas sumas que se imponen a los participantes en las tramas corruptas.

La propia Constitución se ha mostrado como un papel sin valor que ni siquiera sus gritones defensores aprecian. En ella aparecen los trámites para intervenir autonomías o para declarar el estado de alarma, excepción y sitio. La propia intervención en Cataluña, al margen de tales requisitos, convierte en papel mojado el texto constitucional. Si ni el propio Gobierno cree necesario seguir tales formalidades, ¿cómo vamos a creer nosotros en la ilusión de legalidad y seguridad jurídica? ¿Cómo es posible creer a estas alturas que hay una parte que conculca la ley y otra que defiende rigurosamente su aplicación?

¿Y qué decir de la Monarquía? Desde luego no parece que haya estado en su papel de “árbitro y moderador entre las instituciones”, a menos que lo entendamos como esos malos árbitros que únicamente se conforman con pasar desapercibidos. Incluso en este festival de ineptitud, es difícil encontrar una institución que exhiba una mayor muestra de ser una absoluta nulidad.

Los llamados contrapoderes también han fracasado. Como en esas distopías donde los extraterrestres invasores se adueñan de los cuerpos de nuestros vecinos, los medios de comunicación españoles solo han exhibido a esos periodistas que se comportan como maquinales vainas de ultracuerpos, repitiendo, como si fueran robots que hablan al dictado de una única mente maléfica, las mismas cansinas consignas.

Mientras la policía cargaba contra ciudadanos pacíficos, en la primera cadena de la televisión pública que pagamos todos emitían un documental sobre la vendimia. En La 2 podíamos ver el programa de la iglesia católica Ultimas Preguntas. ¿Hay algo más revelador?

El periodismo español se mostró tan inepto como el resto de poderes del estado para combatir la situación general de corrupción. Con honrosas excepciones, ni indagó ni averiguó, sino que ocultó y minimizó. Pero, sin embargo, acudió a las armas disciplinadamente cuando sonó el toque de “¡Al ataque!”.

Como en las casas encantadas, nuestro país ha mostrado su interior inhabitable. Se ha mostrado como un lugar hostil, capaz de una violencia ciega y primitiva. Las imágenes de esos policías arrastrando ancianas o esos otros derribando puertas de colegios a martillazos hacían evocar El Resplandor y a un Jack Nicholson asomando su rostro enloquecido con el hacha en la mano. Imagino que una imagen no muy distinta fue la que vieron los ciudadanos que estaban defendiendo su derecho al voto frente al asedio policial.

Nuestro hogar español aparece como un lugar de donde solo se puede huir. De repente, en la piscina aparecen cadáveres de muertos mal sepultados. Las despedidas de sainete a la Guardia Civil y las pocas personas que salieron a las plazas “a defender España” se adornaron con cánticos de guerra futboleros o, peor aún, con himnos fascistas todavía chorreantes de sangre.

El franquismo sociológico y el patrioterismo español, tan históricamente intolerantes y bárbaros con las culturas periféricas, emergieron de nuevo con la forma de cadáveres putrefactos que nunca se habían enterrado del todo.

Hay una variante en el cine fantástico en la que el Diablo toma forma humana. Ya sea Robert de Niro en El corazón del ángel, Al Pacino en Pactar con el diablo o Gabriel Byrne en El fin de los días, el diablo al principio presenta un rostro seductor. Es un tipo razonable, buen conversador y que disfruta de los placeres de la vida. Nos cae bien. Tal ilusión persiste hasta que el protagonista se rebela para defender su libre albedrío de las imposiciones diabólicas.

Entonces descubre, en toda su intensidad, el auténtico rostro del Mal, que se muestra en su forma verdadera: un ser repulsivo, de aspecto desagradable y repugnante, un ser viscoso, hediondo, podrido, capaz de todo.

En nuestra película, España es Satán y nosotros, esa familia del primer párrafo, que se ve arrojada a la calle, solos, desamparados, con su hogar destruido. Los catalanes quizá puedan escapar de esta desolación pero ¿y nosotros?, ¿qué será de nosotros?

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