Arte urbano
La vida errante es un arte
John H. Colley tenía un puesto privilegiado en una multinacional y pasión por la fotografía hasta que un buen día decidió dedicarse a la pintura y no volver a coger una cámara. Gastarse los ahorros, vivir como nómada y al día. Locura lo llaman muchos, aunque John prefiere la palabra libertad.

Se llama John, como otros varios millones de hombres anglosajones, pero eso es lo único convencional que encuentro en él. Se dice perdido y se denomina fotógrafo —«The lost photographer» es su nombre artístico—, aunque últimamente es fácil de encontrar en las plazas del centro de Lisboa de lunes a miércoles. Y hace tiempo que cambió la cámara por los pinceles y rotuladores. Mi primer encuentro fue con su obra: los trazos gruesos y finos que reproducen, con un realismo sublime y delicado, la Plaza del Municipio en unos tres metros de papel continuo amarronado extendido sobre el suelo. Se vende por 50 euros, se mira por una moneda o una charla. A un lado, dos rotuladores, un rollo de celo y una nota tamaño folio.
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JOHN. »
Un garabatillo remacha el nombre con sencillez. Las letras, rectas y regulares, hacen alarde de un escribidor melindroso. Miro alrededor, tomo fotos, lamento no poder ponerle cara al autor. Vuelvo a mirar —y otra vez— hasta cruzarme con la presencia de un ser de zancadas desgarbadas y azul efusivo en la mirada que se pasea estiloso bajo un sombrero claro de tipo tirolés. Se presenta enseguida: con una lata de Sagres ocupando una de sus manos, alarga la otra. Pregunta qué tal estoy, de dónde vengo, qué hago. Contesto. Nice to meet you, devuelve. A John Haydn Colley (Birmingham, 1967) le gusta una buena conversación, conocer gente, vivir hoy y mañana ya se verá. No lo dice, pero lo intuyo y lo confirmo en un intervalo de hora y algo.

El gran cambio
La mochila grisácea de John puede observarse siempre junto a él. Cobija material para dibujar, ropa de cambio, una sartén y latas. "Si no tendría que gastar mínimo ocho euros en cada comida. A veces la gente se para y me invita a algo de beber mientras intercambiamos pareceres, eso me da mucho ánimo. Creo que esta vida solo la puedo llevar en Portugal o España, que son países sin igual", reconoce. Ahora la vida son pasos acumulados sobre los mosaicos del empedrado portugués; huellas efímeras sobre la arena de las playas de Nazaré, donde se ubica su estudio. Pero no siempre fue así: hubo un tiempo en que vivía pendiente del calendario y de los emails, tenía un gran empleo relacionado con sus estudios de Publicidad y Desarrollo de Marcas y fue contratado por un gran grupo empresarial que gestiona 16 marcas, la mayoría de ellas muy conocidas mundialmente.
Esa otra vida discurría entre Londres y Nueva York, reuniones, productos, campañas publicitarias y una cuenta corriente rebosante. Prefiere no dar cifras: "Ganaba muy bien... muy bien. Y te digo que muy bien. Posiblemente me situaba en el 1% de la población que más dinero ganaba. Es lo que tiene trabajar para el diablo...", ríe. Después de 15 años decidió expatriarse de una vida tan capitalista y desvincularse de Inglaterra. Y aquí se encuentra, con la piel mudada, sentado sobre una silla de terraza endeble y plateada. Se inclina, apoya los antebrazos sobre una mesita de las mismas características. Estamos en Banana Café, un bar en forma de quiosco donde puedes tomar café y pastel de nata por 1,70€. La conversación fluye.
Confiesa que se ha dedicado a recorrer el mapa desde Rusia hasta Marruecos. Que su temporada en Granada le cambió la vida y que por Lisboa se está planteando dejar el nomadismo. John Colley no siente la patria y no apoya ningún sistema porque "todos son corruptos, el dinero es el centro de todos". Revela no creer en Dios ni en el Brexit. Y ser feliz. Aunque firmar cuadros no es lo mismo que firmar contratos opulentos. "Es duro vender arte. Yo tengo la suerte de tener algunos contactos, unos veinte o treinta, y buenos amigos que, de vez en cuando, recuerdan que sigo vivo y me hacen encargos... pero es complicado", apunta John

De la calle a la exposición
Arrastra hacia atrás la silla para levantarse a continuación. A dos pasos de distancia tiene un tubo de cartón del que saca una tela cuidadosamente, mientras sujeta el cigarrillo entre los labios. Es uno de los óleos en los que está trabajando para una próxima exposición. "Se titulará Evolution of a Goddess [La evolución de la deidad] y estará compuesta de cuadros de este estilo, en los que reflexiono en los puntos en común de las diferentes religiones. Creo que la religiosidad es, en su esencia, la misma. Que debe ser espiritual y no dogmática, sin cielo ni infierno", concluye. Insiste en que la obra que muestra no está terminada. En ella predominan los colores fríos, la naturaleza. Una mujer pelirroja camina desnuda mientras sostiene un cuenco con ambas manos. Un perro blanco la sigue por un camino soleado, cercano a un bosque de copas redondeadas. Aunque a John no le faltan proyectos, parece extremadamente orgulloso de este.
"Dejé la fotografía después de muchos años y ahora me dedico por completo a la pintura. Creo que decidí no retratar la realidad y aposté por el mundo imaginario. La pintura no es el mundo real, lo que hago es dar a conocer mi imaginación. La realidad no es siempre tan interesante...", explica. Recalca que nunca ganó dinero con ese hobby y recuerda simpático que la gente de la profesión —a quienes yo admiraba tanto, mis héroes— le aconsejó meterse a profesor, pero él decidió probar suerte de todas maneras. Decidió contárselo al mundo a través de un blog que ya contiene 549 entradas escritas a lo largo de sus viajes y al que se refiere como un modo de guardar sus recuerdos.
La tarde ha avanzado, pero sobrevive algo de luz natural. Hay quien sigue en la terraza, empeñado en aprovechar el bonus que ha dado el buen tiempo. Dejo a John en la plaza, esperando al siguiente curioso o, con algo más de suerte, esta vez un comprador. Tras de él, el Pelourinho de Lisboa —columna salomónica de diez metros sobre un altar de cinco escaleritas, construido tras el terremoto de 1755— y el edificio del ayuntamiento, en cuyo balcón se proclamó la república hace 107 años. Y donde John Colley se proclama artista a diario, fiel a los principios por los que una vez se planteó de qué servía comerse el mundo si no tenía tiempo para degustarlo.
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