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Universidad
La universidad pública: más allá de la ley
En 2020, el entonces recién nombrado ministro de Universidades, Manuel Castells, anunció que acabaría con los sueldos de miseria del profesorado asociado de las universidades públicas, cuyas retribuciones se encontraban entre los 100 € y los 500 € mensuales. Se refirió a ellos como “profesores pobres”, tal y como los había calificado en 2018 Roberto Fernández, presidente de la CRUE. Dos años más tarde, la LOSU constata el fracaso de una promesa electoral que jugó con la esperanza del profesorado universitario en condiciones de explotación.
La contratación de profesorado precario, una práctica naturalizada y silenciada, no parecía ser un problema hasta que fue denunciada por plataformas de trabajadores y algunos sindicatos a inicios de la década pasada. Desde 2011, los órganos de gobierno de las universidades atribuyen este modelo de explotación a la infrafinanciación continuada. La oposición de las administraciones a revertir los recortes iniciados en 2009 no les dejaba otra opción, argumentaban, que la contratación masiva de profesorado asociado. Sin faltarles razón, el mantra de la infrafinanciación se ha convertido en la justificación de una cómoda impotencia con la que creen eludir toda responsabilidad.
La existencia de altas cotas de pobreza entre el profesorado no solo es un problema desde un punto de vista laboral. Concierne también al necesario relevo generacional que la universidad se resiste a implementar al poner cada vez más obstáculos a la estabilización del sector más joven de unas plantillas cada vez más envejecidas. El profesorado pobre es, sin embargo, la solución que ha encontrado el sistema para seguir siendo funcional y mantener una jerarquía soportada sobre las diferencias contractuales en lugar de diseñar una organización basada en las trayectorias investigadoras y docentes.
La contratación de profesorado pobre es parte de un plan
La pregunta que debemos hacernos es si estamos ante una situación coyuntural, marcada por un estado de excepción reversible, o bien si estamos asistiendo a la progresiva implementación de una agenda neoliberal que pretende convertir los estudios superiores en objeto de consumo capitalista y excluir a la clase trabajadora de las aulas.
La deriva neoliberal arrancó a finales de los años ochenta, cuando el Fondo Monetario Internacional, el Departamento del Tesoro de los Estados Unidos y el Banco Mundial acordaron un plan para la conversión global de la educación superior en una mercancía. Contra la oposición inicial de la UNESCO (1995), que la consideraba un derecho, los países europeos asumieron su programa. La aplicación en España del Plan de Bolonia en 2009 fue el primer paso hacia la implantación de un modelo educativo elitista, diseñado en función del mercado, que desatendía la función social de la universidad y promovía su relación con la empresa privada. El nuevo modelo gerencialista concibe el sistema educativo no como un servicio público sino como una empresa, promoviendo el cortoplacismo, la explotación laboral y la clientelización del estudiantado.
La crisis financiera de 2008 fue la excusa para la caída de la financiación pública que precipitó la precarización de las plantillas. La administración Rajoy creó nuevos centros privados a la vez que crecían los obstáculos para el reconocimiento de nuevas titulaciones públicas. Al aumento de la oferta educativa privada hay que añadir la entrada en los últimos tiempos de grandes lobbies y multinacionales en el mercado universitario, en algunos casos con propuestas alternativas, como la de Google, y en otros vampirizando la oferta pública, como hace el Grupo Planeta.
La LOSU: una reforma para dejarlo todo igual
Para analizar el impacto de la LOSU es necesario ubicarla en el contexto que acabamos de describir. Desde esta perspectiva vemos cómo se pierde una oportunidad: los cambios propuestos son superficiales y no revierten el modelo neoliberal de universidad-empresa para que las universidades sigan funcionando con infrafinanciación, sea cual sea el coste humano.
La propuesta de Ley Subirats, que continúa la del anterior ministro, pretende reducir la temporalidad de las plantillas del 40% actual hasta el 8%, pero las vías para conseguirlo abren muchos interrogantes. El primero de ellos es la conversión de los más de 25.000 precarios contratos de profesor asociado, de duración anual y permanentemente renovable, a indefinidos. Este cambio obedece menos a la buena voluntad —los asociados seguirán cobrando lo mismo— que a la necesidad de cubrir las espaldas a las universidades, en situación de fraude de ley por contratación indebida, como han señalado numerosas sentencias. Además, no reconoce la función estructural de la mayoría de los falsos asociados, ya que el contrato indefinido se reserva a los asociados reales, profesionales de reconocido prestigio cuya participación en la docencia no es estructural. Algunos asociados en posesión del título de doctor podrán concursar a plazas de ayudante doctor si cumplen unos requisitos, cosa que ya pasa en la actualidad, siempre que la administración convoque concursos. Por último, el profesorado no doctor quedará a merced de lo que decida cada comunidad autónoma. Bajo la sospecha de que estas tampoco aumentarán la financiación, se prevé que el acceso a la carrera académica seguirá como estaba, en condiciones de explotación e invisibilización.
Tampoco añade nada en cuestiones de género, debido a que las regulaciones en materia de igualdad ya estaban recogidas en la Ley Orgánica 3/2007. Solo es necesaria la voluntad de los rectorados para que se apliquen de forma efectiva. Hasta entonces, las plantillas universitarias seguirán mostrando una pirámide invertida, en la que la mayoría de estudiantes y trabajadoras precarias son mujeres y los hombres ocupan en mayor número los cargos superiores.
¿Por qué hay que defender la universidad pública?
La línea que hace unas décadas separaba la universidad pública de la privada se ha desdibujado al abrir las puertas a fundaciones y empresas que han ido colonizando los edificios y el imaginario de las universidades públicas. Este modelo híbrido universidad-empresa se funda en tres vértices: el estudiantado convertido en cliente, el saber empaquetado como mercancía y la explotación del profesorado.
Si nos preguntamos por qué necesitamos la universidad pública debemos plantearnos en primer lugar su función social. Una universidad democrática debería poner el conocimiento que conserva, genera y transmite al servicio de toda la sociedad, no solamente del tejido empresarial, como sucede en la práctica, así como garantizar la igualdad de oportunidades de la ciudadanía mediante el acceso universal a la formación. Para ello es necesario cambiar el modelo neoliberal de universidad, implementado a lo largo de los años con la connivencia del Estado, hacia otro en el que en lugar de privatizar los resultados de investigación los devuelva a lo común, que abra la formación a la clase trabajadora y a colectivos diversos y que cierre la puerta a la explotación laboral.
*Los autores de este artículo Elena Fraj, Inés García y Bernat Padró forman parte del grupo de estudio Saberes disidentes: ensayar una universidad otra.