Uganda
Una cuarentena militarizada y depredadora: la singular historia de Uganda con la pandemia

En la experiencia de Uganda con el Covid-19 destaca el universal oportunismo de los autoritarios durante las crisis, así como las oportunidades para la resistencia.


Uganda coronavirus
Personal sanitario somete a pruebas de coronavirus a viajeros. Foto: WHO Uganda
Traducción: Diego Sanz Paratcha
21 jul 2020 13:15

Ocho jóvenes ugandeses revolotearon por las calles de una atestada —aunque militarizada— Kampala. Golpeaban sartenes vacías para pedir la comida que el Gobierno había prometido distribuir. Por este “crimen” ruidoso del 17 de junio, la policía los encajonó en una diminuta celda de la prisión de máxima seguridad de Kitalya.  

Los arrestos y asesinatos políticos no van a reducirse en el futuro inmediato. Según se acercan las elecciones, las fuerzas armadas del dictador Yoweri Museveni —protegidas por el actual apoyo financiero del Gobierno de EE UU— disfrutan de una condición de impunidad mientras atacan a mujeres hambrientas y a los jóvenes que se manifiestan por su supervivencia.   

Desde las revueltas de Kabaka en 2009, Uganda ha sido testigo de un aumento gradual pero constante de la resistencia a la autocracia de Museveni. Esta lucha ha recibido recientemente un impulso de moral después de que las protestas de Black Lives Matter inspiraran una ola de resistencia en África.  

Aún así, los ugandeses han desarrollado un duro trabajo en su lucha contra unas circunstancias deplorables mucho antes de que la gota colmara el vaso. La historia de la pandemia del covid-19 en Uganda es ciertamente única, pero subraya el aparentemente universal oportunismo de los autoritarios cuando llegan las crisis, y muestra que se puede resistir frente a este oportunismo. 

Los arrestos y asesinatos políticos no van a reducirse en el futuro inmediato. Según se acercan las elecciones, las fuerzas armadas del dictador Yoweri Museveni disfrutan de una condición de impunidad

Despliegue del ejército con la cuarentena 

El 19 de marzo, el primer día de cuarentena total por el Covid-19 en Uganda, me arriesgué a ir a pie hasta mi zona comercial más cercana para almacenar suministros para nuestra casa. La aglomeración de gente en las calles era algo más ligera de lo normal, pero no especialmente. Los supermercados disponían de puntos para lavarse las manos y la mayoría de la plantilla llevaba mascarillas.  

Una moto pasó a mi lado, cortándome bruscamente el camino. El conductor pisó el freno en la parada de autobús, ahora fuera de funcionamiento. Él y su pasajero resultaron ser agentes de policía. “¿Es que no habéis oído las órdenes del jefe esta noche?”. Me burlé mientras seguía mi camino. “¡Ninguna motocicleta es para llevar pasajeros, solo cargas!”. Recibí algunas risas de transeúntes que escucharon mi alegre aplicación ciudadana de los decretos de cuarentena de Museveni. Pero a los agentes no les hizo gracia. 

Cuando cinco minutos después salí del supermercado que había al lado, había llegado más policía a patrullar la zona. Viéndoles armados con AK-47, pero sin mascarillas y hombro con hombro, no pude dejar de sacar algo más de humor para difuminar el sentimiento creciente de estar en una distopía militar.

“¡Chicos, el jefe dijo que nada de juntarse en grupos grandes! ¡Protegeos manteniendo la distancia! No queréis llevar este virus a casa con vuestra familia”. 

La tensión de la zona comercial se relajó con algunas risas nerviosas hasta que uno de los agentes me ladró a la cara, diciendo que se suponía que yo no debía estar en la calle. 

Con todo lo desagradable que fue, resultó útil ver cómo aplicaban las autoridades las nuevas medidas de cuarentena de Museveni, porque más tarde ese mismo día íbamos a tratar de ponerlas a prueba. Algunos vecinos y yo estábamos planeando llevar agua potable y algo de picar a las víctimas de una cuarentena chapucera y oportunista: un centro de detención mal gestionado para viajeros que llegaban al aeropuerto internacional de Entebbe. 

Nuestro objetivo era mostrar las condiciones miserables y el lucro privado que estaban teniendo lugar a expensas de los viajeros, incluso de los que estaban sanos. Era una señal de cómo el dictador de Uganda, en el poder desde hace 34 años, iba a explotar esta nueva crisis sanitaria global. Como era de esperar, a esto le siguieron poco después los rumores de un fraude en el manejo de un préstamos de 500 millones de dólares del FMI. 

Uganda es un país predominantemente agrario en el interior de África sin ningún gran nodo de transporte internacional. Actualmente, solo se han registrado menos de un millar de positivos de covid-19, ninguno de ellos de gravedad

El sueño de un dictador hecho realidad

Uganda había estado relativamente aislada de la pandemia, especialmente en marzo. El brote del covid-19 siguió las rutas de la economía global, y se esparció especialmente en zonas de hipermovilidad. Uganda es un país predominantemente agrario en el interior de África sin ningún gran nodo de transporte internacional. Actualmente, solo se han registrado menos de un millar de positivos de covid-19, ninguno de ellos de gravedad. 

Lo que sí ha resultado fatal,  no obstante, son las medidas autocráticas impuestas a los ugandeses. Mujeres embarazadas y personas enfermas mueren porque ya no pueden acercarse a los centros de salud para dar a luz bajo cuidados profesionales y tratarse de enfermedades curables como la malaria. En consecuencia, es probable que hayan muerto más personas debido a las duras medidas de confinamiento que el número de personas que actualmente han dado positivo en los tests de covid-19. 

¿Cómo puede ser, si el brote apenas ha comenzado a traspasar las fronteras de Uganda? La respuesta rápida es que esta pandemia ha llegado como una bendición para los autócratas en todo el mundo, especialmente aquellos como Museveni a quienes les quedan solo unos meses para las elecciones. Museveni ha impuesto oportunos decretos que consolidan su poder y capital político.

En los primeros días del toque de queda de 12 horas, los pobres urbanos de Kampala, especialmente mujeres adultas que venden productos en los mercados callejeros a cambio de magros ingresos, fueron maltratados por las fuerzas armadas, al menos seis personas que fueron asesinadas. Saltaron noticias de que incluso antes de las horas de toque de queda, la policía rodeaba a los transeúntes y los juntaba en espacios confinados para soltarlos solo después de sobornos obtenidos a través de la extorsión. 

La prohibición del transporte privado dictada por Museveni comenzó el 1 de abril. La mayoría de ugandeses usan el transporte público, que ya había sido restringido, pero la prohibición total de todo transporte de viajeros (que no de mercancías) abrió paso a una ola de amenazas existenciales. Para colmo de males, quienes necesitaran asistencia médica tendrían que conseguir permiso de su comisario de distrito (RDC, por sus siglas en inglés), la persona al cargo de distritos de cientos de miles y a veces millones de habitantes, para viajar al centro sanitario más cercano. En caso contrario, los vehículos que los transportaran serían confiscados en los controles policiales. 

Desmantelar una cuarentena depredadora

Cuando el brote de Covid-19 se expandió globalmente y empezaron a saltar algunos casos a lo largo de África oriental, el ministro de Sanidad de Uganda abrió una cuarentena en Central Inn, un hotel privado en Entebbe, a 5 kilómetros del aeropuerto internacional.  

Central Inn y el ministerio de Sanidad acordaron que los afectados por la cuarentena pagarían sus propias facturas, a unos 100 dólares por día. Esto resultó en que tanto ugandeses como extranjeros fueron transportados en autobús hasta Central Inn sin aviso y siendo confinados contra su voluntad y asumiendo ellos los gastos. Una alianza de viajeros y ugandeses que volvían a casa –liderada en parte por el dibujante de actualidad política Jimmy Spire Ssentongo- resistió a la irresponsabilidad del Ministerio de Sanidad durmiendo en el recibidor del hotel. No se facilitó ninguna cama extra ni redes antimosquitos para quienes estaban confinados en este pequeño espacio. La comida y el agua potable se vendía a cuatro veces su precio de mercado. Ni las fuerzas armadas que vigilaban la cuarentena ni el personal del hotel llevaban protecciones personales adecuadas. La supuesta cuarentena se convirtió en un laboratorio para un brote de covid-19, entre otras enfermedades.

Ssentongo mandó un mensaje a Merab Ingabire, un organizador de la red de apoyo Solidarity Uganda, pidiéndole agua. También le comunicó que los confinados o bien no se podían permitir habitaciones privadas o las habían rechazado por principios, incluso cuando las enfermedades se extendieron sin la atención debida del Ministerio de Sanidad.

Como vecinos de esta zona de cuarentena, echamos una mano y llevamos agua y algo de comer a la puerta del Central Inn. Allí nos recibieron las fuerzas armadas y un señor de la Agencia de Aviación Civil que me preguntó, al ver mi piel blanca, si éramos del Ministerio de Sanidad.     

“Hemos venido a traer agua a las personas retenidas aquí en cuarentena a las que no han asignado habitaciones”, expliqué. 

Este señor pasó un mal rato tratando de encontrar motivos para denegar este reparto y, antes de que diera con uno, descargamos rápidamente nuestras contribuciones en la puerta. Ssentongo nos recibió allí, y entonces se nos permitió almacenar los artículos en el suelo para que los confinados los llevaran a los compañeros que ocupaban el recibidor.  

Ese día, aumentaron las informaciones sobre la situación en el Central Inn. El Ministerio de Sanidad convocó reuniones de emergencia y tomó medidas para empezar a poner orden en la mala gestión de la cuarentena. De los presupuestos del Estado empezó a llegar a goteo algo de ayuda, y el coste económico ya no corría únicamente a cargo de quienes habían tenido la mala suerte de llegar a Uganda en el momento equivocado. 

Aún así, aunque el Ministerio de Sanidad accedió a cumplir con su mandato, lo hizo a regañadientes. Algunas personas afectadas por la cuarentena de 14 días todavía se veían forzadas a pagarse sus propias facturas. En varios casos, la cuarentena se prolongó debido a resultados de tests que habían sido mal gestionados y perdidos. Aunque varios en la cuarentena no mostraban síntomas después de 14 días, todavía se veían obligados a pagar pensión completa por un periodo indefinido de tiempo para que los tests adicionales pudieran ser efectuados. 

Poco después los extranjeros empezaron a subir vídeos de sí mismos comprometiéndose a comenzar una huelga de hambre. Se negaban a abrir sus puertas excepto para recibir un certificado sanitario que permitiera su salida. Usando papel de baño y de borrador, pegaron sus demandas a sus puertas y, después de días de protestas, al final la mayoría fueron liberados. 

Pero estos activistas no eran los únicos con el estómago vacío en Uganda.

Los pobres urbanos —casi uno de cada cuatro ugandeses— lo han tenido muy difícil para alimentarse durante la cuarentena. Museveni había amenazado con acusaciones de homicidio a cualquier político rival que intentara distribuir comida

Un pueblo hambriento en el granero de la región

Uganda tiene la tierra más fértil del África oriental, y los granjeros forman la mayor parte de la población.

Los pobres urbanos —casi uno de cada cuatro ugandeses— lo han tenido muy difícil para alimentarse durante la cuarentena. Museveni había amenazado con acusaciones de homicidio a cualquier político rival que intentara distribuir comida, mientras sus propios convoys hacían exactamente lo mismo mientras hacían propaganda del partido en el poder. 

En solidaridad con los hambrientos, el miembro del Parlamento Francis Zaake desobedeció abiertamente las órdenes presidenciales distribuyendo comida entre su electorado de Mityana, lo cual llevó a su detención y brutal tortura. Un informe del Ministerio del Interior al Parlamento declaró que sus monstruosas heridas fueron autoinfligidas.

Los hambrientos han protagonizado actos de desesperación no violenta a lo largo del país. Las trabajadoras sexuales se cuentan entre las mejores organizadas de todos los pobres urbanos de Uganda, y en las ciudades de Gulu y Lira en el norte de Uganda las trabajadoras sexuales han recibido cargamentos de comida a través de los dirigentes gubernamentales locales después de que estas amenazaran con revelar la identidad de sus clientes, muchos de los cuales son cargos del Gobierno. 

Mientras tanto, en Kampala, la incansable activista Nana Mwafrika mantuvo tres días consecutivos de acciones públicas de protesta en demanda de comida. Al final las autoridades cedieron y le ofrecieron un suministro a su familia. Esto desató un aluvión de contribuciones de otros benefactores, que Mwafrika distribuyó después a familias en necesidad. Días después, se echó a las calles con la activista-académica Stella Nyanzi y el promotor de eventos Andrew Mukasa, golpeando cacerolas hasta que fueron detenidos violentamente. 

Además de las sartenes vacías, las piedras se están convirtiendo en otro símbolo del hambre en África oriental. Después de que una mujer de Mombasa cocinara piedras para su familia, otra mujer en Mbale, Uganda adoptó esta táctica de protesta en la oficina de su representante de distrito. La táctica viajó del este al oeste de Uganda, incluyendo comunidades de Kamwenge, Kyenjojo y Isingiro, donde comunidades enteras se juntaron en “banquetes” de piedras.  

La historia política nos enseña que el hambre une a las fuerzas revolucionarias. Desde la Revolución francesa hasta los recortes al subsidio del pan en 2018 en Sudán, el poder del pueblo a menudo se ha visto impulsado por quienes tenían el estómago vacío.

Todas  las vidas negras importan

Cuando las manifestaciones por el asesinato de George Floyd a principios de junio desencadenaron las llamadas a recortar la financiación de los departamentos de policía en EE UU, las comunidades de África oriental comenzaron a protestar contra sus propios estados policiales. Esto se debió en gran parte a los 20 civiles desarmados muertos por los cuerpos armados en Kenia y Uganda –ambos países, beneficiarios de la financiación estadounidense mientras se aplicaban supuestas medidas de protección contra el covid-19.    

En la embajada estadounidense en Nairobi tuvieron lugar acciones de protesta al estilo de Kaepernick (el jugador de fútbol americano que popularizó la acción de agacharse en el momento en que público y jugadores se ponen de pie para escuchar el himno de EE UU), organizadas conjuntamente por miembros de los Centros de Justicia Social de Nairobi, estadounidenses y otros extranjeros residentes en Kenia. Estas acciones pacíficas a favor de sanciones financieras estadounidenses contra el ejército y la policía de Uganda y de Kenia terminaron en arrestos en ambos países, incluyendo 15 activistas de Black Lives Matter en Uganda en una sola manifestación.  

Este espíritu de resistencia se volcó sobre otras afrentas de ugandeses afectados por la pandemia. El 10 de junio, el magnate Sudhir Ruparelia despidió a todo el personal de su emisora de radio, Sanyu FM, en respuesta a su huelga de brazos caídos contra el recorte de sus sueldos en un 25%. Los antiguos empleados tomaron represalias al tomar temporalmente el control de la cuenta de Twitter de Sanyu FM, amenazando con una demanda judicial y provocando el bochorno del políticamente conectado Ruparelia, famoso por usar sus influencias políticas para robar tierras con el objetivo de construir hoteles. 

La misma semana, unos activistas de Amuru anunciaron que retomarían acciones directas contra los empresarios que impulsan la deforestación de sus comunidades, a pesar de los toques de queda que complican la logística de sus piquetes y toma de infraestructuras.


El personal de Sanyu FM y la juventud de Amuru están entre quienes han encontrado sus propias soluciones a sus actuales aprietos

Encontrar las soluciones desde dentro 

Según el conocido teórico Paulo Freire, una de las mejores maneras de empezar a resolver los problemas es involucrar a la gente en la creación de discurso y escuchar a quienes están más afectados por ellos. El personal de Sanyu FM y la juventud de Amuru están entre quienes han encontrado sus propias soluciones a sus actuales aprietos. 

Museveni, por su parte, ha hecho lo contrario. Ha impuesto el mantra del distanciamiento social del norte global sobre su propio contexto nacional, donde la comida proviene más a menudo del jardín o del mercado que de una nevera, incluso para los pocos que son lo suficientemente privilegiados para poseer dicho electrodoméstico. En muchos barrios hacinados, varias familias pueden compartir espacio, fuentes de agua y baños. Gritar a la gente para que mantenga la distancia entre sí coloca la responsabilidad (y la culpa) sobre la sanidad pública entre los pobres urbanos.  

Si Museveni hubiera atendido a la experiencia de su propia nación en gestión de epidemias, habría podido aprender un par de lecciones. El difunto doctor Matthew Lukwiya asesoró a los trabajadores de la sanidad durante la crisis del ébola del 2000 en medio de una guerra. Lukwiya convenció a unos profesionales asustados y en deserción de volver al trabajo para salvar a la comunidad. Al mismo tiempo, se hizo camino valientemente entre la burocracia del Ministerio de Sanidad para mover los hilos necesarios y asegurarse de que la ayuda adecuada fuera rápidamente prestada a las víctimas. 

Según Nicolas Laing, un doctor de Dacor, ciudad donde Lukwiya había ejercido, “todavía se recuerda a Lukwiya por su carisma a lo Martin Luther King y su habilidad para juntar a la gente en torno a una visión”. “Hizo lo que hizo poniendo en peligro su propia vida, pero erradicó completamente el ébola de Uganda”. 

Uganda no es el único país africano que ha tratado brotes contagiosos con inmensa eficacia, pero con esta pandemia en concreto, Uganda no es exactamente un ejemplo muy brillante. Las medidas autocráticas de Museveni están causando muerte y sufrimiento muy reales, a la vez que apenas sirven para aplanar la curva del Covid-19. Mientras el hambre, las emergencias médicas y el maltrato siguen aumentando, puede que a Museveni no le quede otra opción que ceder a las voces de los ugandeses que ofrecen propuestas más razonables de supervivencia. 

Artículo original
Este reportaje fue publicado en Waging Nonviolence y fue traducido por Diego Sanz Paratcha para El Salto.

El autor, Phil Wilmot, es director de Solidarity Uganda, una organización que adiestra y ayuda a organizar movimientos de resistencia ciudadana en el África oriental. Investiga, asesora y escribe sobre los movimientos africanos y es también autor de A Wolf Dressed in Sheepskin: A White Guy's Dilemma in a Ugandan Jail Cell.
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