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Transición
Los Pactos de la Moncloa: qué fueron, qué no fueron y por qué no es deseable su reedición
Desde posiciones complacientes con el proceso de transición, los acuerdos han sido convertidos en uno de los principales hitos de la imagen idílica y exitosa del consenso. En sentido contrario, los críticos han tendido a atribuir a los pactos unas consecuencias mayores de las que tuvieron en la práctica. ¿Qué fueron y qué no fueron los Pactos de la Moncloa?
A raíz de la propuesta lanzada por el Gobierno, en las últimas semanas se ha escrito abundantemente sobre una eventual reedición de unos Pactos de la Moncloa. Sin embargo, el poder explicativo o analítico de una analogía histórica —ejercicio que siempre entraña riesgos— desaparece cuando el pasado se moldea al servicio de las necesidades del presente. Ello es justamente lo que, a nuestro entender, está ocurriendo ahora.
Desde posiciones complacientes con el proceso de transición, los acuerdos han sido convertidos en uno de los principales hitos de la imagen idílica y exitosa del consenso. En sentido contrario, los críticos han tendido a atribuir a los pactos unas consecuencias mayores de las que tuvieron en la práctica. Intentamos a continuación enmendar ambas imágenes y dilucidar qué fueron y qué no fueron los Pactos de la Moncloa. La conclusión que resultará del ejercicio es que ni el actual contexto tiene apenas nada que ver con el de entonces, ni es deseable hoy la reedición de un acuerdo semejante.
Un proceso abierto y un consenso frágil
Hay una tendencia muy extendida a concebir la transición como una foto fija, en una especie de determinismo retrospectivo que presenta su resultado final como inevitable. A menudo, además, se presume que las características de la foto fija final (el consenso, la moderación) habrían estado presentes desde el principio, como motores del proceso. Ello ha contribuido, por un lado, a ensalzar a figuras como Adolfo Súarez o el rey Juan Carlos, atribuyéndoles unas credenciales democráticas que no hacen justicia a sus iniciales reticencias al cambio. Acaso más deformadora ha sido, incluso, la otra gran consecuencia de este tipo de relatos: la minusvaloración del papel de uno los actores con más protagonismo de aquellos años: los movimientos sociales en general y el obrero-sindical en particular.
Hay una tendencia a concebir la transición como una foto fija, en una especie de determinismo retrospectivo que presenta su resultado final como inevitable. Ello ha contribuido a ensalzar figuras como la de Adolfo Suárez o Juan Carlos I
A pesar de que continúa siendo hegemónica en el debate público, hace ya bastante tiempo que la imagen de la foto fija viene siendo impugnada por la historiografía sobre el período, o al menos por la más sólida. Una primera constatación resulta ineludible: el franquismo no se desmoronó automáticamente a raíz de la muerte de Franco. El momento clave para impedir cualquier continuismo no fue el 20 de noviembre de 1975, sino los primeros meses de 1976. Fue la oleada de movilizaciones en las fábricas y las calles desatada entonces lo que convirtió en inviable el proyecto de reformismo limitado del gobierno de Carlos Arias Navarro.
Con el nombramiento de Adolfo Suárez en el mes de julio y la posterior aprobación de la Ley para la Reforma Política, el gobierno recuperó en cierto modo la iniciativa, al tiempo que la calle perdía protagonismo. Pero, como atestiguan varias fuentes, ni la legalización del PCE ni la presencia en las urnas de candidaturas de izquierda revolucionaria estaban de ningún modo entre las previsiones iniciales de Suárez. La democracia parlamentaria, alumbrada en las elecciones de junio de 1977, fue más una conquista que un pacto entre élites, a pesar de que su configuración y evolución posterior dejara insatisfechos a muchos de quienes habían luchado contra Franco.
La segunda observación de base que hay que introducir tiene que ver con la idea misma de consenso. Tras los comicios de 1977 se impuso, ciertamente, una dinámica de acuerdos entre las principales fuerzas políticas con representación parlamentaria. Con todo, hay que tener en cuenta que esta dinámica derivó de los resultados electorales y de la limitada mayoría parlamentaria que éstos otorgaron a la UCD. Los acuerdos materializados a partir de entonces tuvieron mucho más de necesidad que de virtud. Se trataba, además, de un consenso precario, frágil, y que a menudo se vio influido por presiones externas.
Los acuerdos materializados a partir de 1977 tuvieron mucho más de necesidad que de virtud. Era un consenso precario que a menudo se vio influido por presiones externas: los Pactos de la Moncloa se inscriben en ese contexto
Los Pactos de la Moncloa se inscriben en este contexto. A diferencia de la Ley de Amnistía —el otro gran acuerdo materializado en otoño de 1977—, su iniciativa se debió al Gobierno, que, puesto que carecía de la legitimidad suficiente, intentaba de esta forma corresponsabilizar a los principales partidos de las medidas económicas necesarias para paliar una crisis económica que empezaba a ser de proporciones muy notables.
Crisis económica (y del modelo keynesiano)
Los años setenta vieron nacer una crisis económica mundial que no solamente afectó gravemente la mayoría de los países industrializados, sino que, además, hizo tambalear las bases de las políticas económicas que habían predominado desde el final de la Segunda Guerra Mundial. El auge de los precios del petróleo en 1973 precipitó el inicio de una crisis que se extendería a lo largo de una década.
Pero no se trataba únicamente de una recesión económica como las que había conocido el capitalismo hasta entonces. Esta vez, el estancamiento o la recesión iban acompañados de una elevada inflación, que en 1973 ya superaba los dos dígitos. Ello complicaba una salida de tipo keynesiano, al desincentivar que los gobiernos recurrieran a la devaluación de la propia moneda (medida que suponía el riesgo de agravar todavía más el auge de los precios).
Inicialmente, el franquismo reaccionó a la crisis con una patada hacia adelante: asumiendo los aumentos en el precio del petróleo a través de las divisas y a costa de los impuestos a la energía, para no trasladar este aumento a una industria poco eficiente en términos energéticos. Pero no solo no se consiguió evitar que la crisis, aunque levemente diferida, golpeara el país, sino que, cuando lo alcanzó, lo hizo con el agravante de que las reservas de moneda extranjera estaban prácticamente agotadas y el déficit público había aumentado. El creciente déficit exterior tuvo que afrontarse, pues, mediante endeudamiento. Mientras tanto, la inflación se situaba en 1977 en el 30%, y el paro, aunque todavía en unos parámetros que hoy pueden parecer limitados (5,6%), suponía una novedad que suscitaba notable preocupación.
Las dos grandes centrales sindicales se mostraron reacias, aunque por diferentes motivos, al intento de acuerdo social entre los agentes sociales y el Gobierno tras las elecciones de junio de 1977
Después de las elecciones de junio de 1977 tuvo lugar un intento de acuerdo social entre los agentes sociales y el Gobierno. Sin embargo, el pacto resultó imposible. La contraparte patronal se encontraba en proceso de construcción, con una CEOE in nuce. Las dos grandes centrales sindicales se mostraron reacias al mismo, aunque por diferentes motivos: la UGT se encontraba en posiciones radicalizadas, en aras de marcar un perfil propio que evitara su fagocitación por parte de las CCOO. Éstas, en cambio, eran víctimas de cierto prurito ante una propuesta que remitía a un eventual “pacto social”, propuesta que habían rechazado insistentemente a lo largo de su trayectoria. El intento fallido recondujo el acuerdo, de la mano del ministro de Economía, Enrique Fuentes Quintana, hacia los actores galvanizados con una mayor legitimidad democrática: los partidos con representación parlamentaria.
Los pactos
“Sanear y racionalizar” hubiera sido una buena consigna que inscribir en el frontispicio del edificio de los Pactos de la Moncloa. La prioridad consistía en combatir una inflación galopante —que amenazaba con cerrar el año cercana al 50%—, una deteriorada balanza de pagos y el agotamiento de divisas. Se trataba, en fin, de un programa de austeridad que pivotara, entre otros, sobre la moderación de las rentas salariales para terminar con la espiral inflacionaria.
Los desajustes macroeconómicos restantes, como el paro, eran concebidos como meras variables dependientes, y se pensaba que una restauración del excedente empresarial sería suficiente para la reactivación de la inversión y, por lo tanto, también para la generación de puestos de trabajo. Pronto se constató que la patronal española no estaba por la tarea, más bien todo lo contrario.
Pronto se constató que la patronal española no estaba por la tarea de restaurar el excedente empresarial para generar puestos de trabajo, más bien todo lo contrario
Con todo, los pactos, así como las disposiciones que los precedieron, no se veían reducidos a este programa de saneamiento y ajuste, sino que contemplaban un conjunto de preceptos en materia de derechos civiles y políticos, del sistema de relaciones laborales español, en materias fiscal y financiera, aumento de la cobertura a los desempleados, de financiación de servicios públicos como la educación, un programa agrario, la reforma de la Seguridad Social, vivienda, derechos de la mujer, etc. Buena parte de estas disposiciones prefiguraban el texto constitucional y, por lo tanto, la ruptura legal con el franquismo. Sirva como muestra de este balance ambivalente el hecho que el FMI, aunque satisfecho con el mismo, hubieran preferido “más austeridad y menos reforma”.
Las disposiciones en materia salarial marcaron una importante cesura con la cultura reivindicativa previa de la clase obrera, que tenía un enfoque más igualitario, así como —aunque no siempre de forma explícita— una dimensión política destituyente, antifranquista. Este cambio comportó ciertas tensiones en determinados actores, sobre todo CCOO, a lo que luego hubo de añadir algunos incumplimientos de los pactos.
Sin embargo, los acuerdos no sólo fueron presentados como un gesto tan responsable como altruista por parte de los trabajadores y sus organizaciones, sino que, siempre según sus firmantes y defensores, fueron un esfuerzo concertado y solidario —“nacional”— para superar una crisis que se preveía más liviana de lo que terminaría siendo. Exceptuando la “familia” socialista, que no ocultó su incomodidad, la patronal, que se negó a suscribirlos, o el espacio posfranquista que pivotaba en torno a AP, que rechazó la parte política de los acuerdos, éstos concitaron cierto consenso social y político.
El balance de los pactos ofrece luces y sombras: si bien pavimentó el camino hacia la aprobación de la Constitución y consiguió notables aunque coyunturales éxitos, importantes aspectos fueron incumplidos en el combate contra la inflación
Especialmente interesados se mostraron tanto la UCD de Suárez, que veía así reforzada su mayoría relativa, como los comunistas, quienes los entendieron como un mecanismo para aumentar su menguada influencia parlamentaria y, por ende, su capacidad de codeterminación de las políticas del gobierno. Fuera del arco parlamentario, destacó el rechazo de la CNT y de la izquierda revolucionaria. Pero el caso Scala demostró que el Gobierno, además de no haber democratizado el aparato policial, no estaba dispuesto a tolerar una oposición radical.
El balance de los pactos ofrece luces y sombras. Si bien pavimentó el camino hacia la aprobación de la Constitución y consiguió notables éxitos, aunque coyunturales, en el combate contra la inflación, importantes aspectos fueron incumplidos o desarrollados de forma insuficiente y tardía. Por no mencionar su incapacidad a la hora de dar respuesta al problema social más sangrante: el paro.
Este balance desigual ya conformó la percepción de los actores involucrados, como evidencia la imposibilidad de una eventual reedición de un acuerdo en los mismos términos y con los mismos protagonistas. Atendiendo a su más bien corto aliento, difícilmente podemos concebir los pactos como una suerte de prematura y casi vanguardista instalación del neoliberalismo en España, lo que fue el resultado de un proceso mucho más largo.
¿Unos Pactos de la Moncloa hoy?
Si bien los pactos supusieron el inicio de una dinámica de moderación salarial, ésta alcanzó cuotas superiores en años posteriores. Los sucesivos acuerdos de concertación firmados hasta entrada la segunda década de los años ochenta tuvieron un carácter notablemente distinto.
Por un lado, por su forma y metodología, puesto que tuvieron lugar entre los agentes sociales —fundamentalmente la central socialista y la CEOE, aunque no sólo—, con ocasional participación del Gobierno. Por el otro, por sus contenidos, en los que las referencias a un esfuerzo solidario habían desaparecido, reduciéndose éste a una suerte de “socialismo en una clase”, en un reparto horizontal de la carga entre los diferentes segmentos en los que se estaban fragmentando las clases trabajadoras. Asimismo, cambiaron los objetivos y consecuencias.
En el primer caso, la restauración del excedente empresarial devino el deus ex machina de la política económica socialista, cuyos ejecutivos pretendían con ello, además de conseguir la corresponsabilización de los agentes sociales, limar las aristas más impopulares de su proyecto de modernización. Las consecuencias, en cambio, fueron la ya aludida moderación salarial, la extensión de la temporalidad en el mercado de trabajo y una duradera división sindical, que no se restañaría hasta años después. La huelga general del 14 de diciembre de 1988 fue el colofón de la recuperación de la unidad de acción, forjada el año anterior en el marco de la negociación colectiva, proceso que arrojó resultados favorables a los intereses de los trabajadores.
Los Pactos de la Moncloa no implantaron un modelo de desarrollo concreto ni de relaciones laborales, eso vendría más tarde
Los Pactos de la Moncloa, en definitiva, fueron el producto de una coyuntura concreta. Con ellos se pretendía dar una respuesta más o menos rápida, casi taumatúrgica, a los efectos de la crisis y afianzar la democratización. No implantaron ni un modelo de desarrollo concreto, ni de relaciones laborales, ello vendría más tarde. Fueron, en todo caso, un producto de la correlación de fuerzas en un momento caracterizado por una extrema contingencia. Ni siquiera supusieron un punto de bifurcación.
Y, en términos generales, respondieron al cálculo de los diferentes actores involucrados: en algún caso, la preocupación por el interés general ocupaba un papel más relevante en la ecuación, pero, en general, resultaban fundamentalmente orientados a maximizar las propias posiciones y el rédito político particular. El “espíritu de la Moncloa” fue el de aquel frágil y efímero “espíritu del consenso”.
El actual contexto no tiene apenas nada que ver con el de los años setenta. Lo que exige ahora la crisis económica es una implicación pública que contribuya a reactivar y democratizar la economía. La apelación a unos nuevos Pactos de la Moncloa solo puede resultar útil a los partidarios de diluir el contenido social de las medidas que el Gobierno debería aplicar.