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Testigo accidental
La plusvalía y el amor
Cuando regresó yo tenía siete años y él siete hijos a los que no conocía. Hombre austero que hablaba cuatro idiomas con acento sayagués. Le gustaba charlar con los “extranjeros”. A veces me lo encontraba en la calle hablando con algún migrante. Les decía, con la mano golpeándose en el pecho, “je suis étranger aussi”. Y es cierto porque era, en cierto modo, extranjero de sí mismo. 30 años en Suiza. Al volver a España ya no había campos zamoranos, ni casa de su padre, ni su mujer era joven ni sus hijos niños. No había hermanos (todos muertos) ni amigos, ni patria. Mi abuelo era un hombre serio, de carne seca, pegada al hueso, los labios prietos, los ojos grandes y unas manos de dedos larguísimos, tan fuertes que donde le nacía el músculo parecía una puntada de costura.
Antes de su exilio había sido jornalero, pastor; había hecho la siega y la matanza; los caballos y los perros bajaban la cabeza, mansos, a su paso. Fuera descubrió la ópera y la política, la economía y la historia. Se hizo hombre de mundo, él, que se concebía hombre del campo. Cambió su vida por un pisito y la supervivencia de sus hijos.
Para dividir las opiniones y justificar el racismo selectivo, el maltrato y el regateo de derechos utilizamos términos diferentes: migración regular e irregular, movilidad laboral, refugiados de guerra... Pero todo significa exilio. El exilio es el destierro forzoso, por obligación política o por mera supervivencia, y el destierro es mucho más que un desplazamiento físico. El artículo 9 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos establece que “nadie podrá ser arbitrariamente detenido, preso ni desterrado”. La necesidad es siempre arbitraria.
Desayuné con Mahmoud por primera vez tras siete años de emails y conversaciones transoceánicas. Mahmoud y yo nos conocimos el mismo día que le denegaron el visado para ir al entierro de su madre.
No siempre es una guerra, a veces son solo las facturas, el trabajo. Ya no tengo con quién bajar a la plaza. Alicia se llevó su risa de bronce y su presencia imponente. Aunque sea pequeña es gigante, lo sé por la medida de todo lo que me falta.
De un tiempo a esta parte Malasaña me pone triste. Ya no hay timbres a los que llamar, los portales que conozco no me reconocen. Iván, Javier, mis cotidianos, hace años que son una visita fugaz, una melancolía por carta.
Desde Francia me llega una voz que suena a Darro, un tranvía sin rail, conexión inexplicable, Lyon-Granada-Damasco.
Beatriz y yo, hilvanando el camino de su casa a la mía, en un pespunte de conversaciones infinitas. No conozco a su segundo hijo más que en fotos. Beatriz por teléfono, tan lejos del abrazo con el que me enredaba entre su pelo. Vente, me dice. Pero no puedo, y no quiero. Sé lo que significa ser forastero.
Mi abuelo se trajo en las sienes las nieves suizas, en una maletita su vida entera y todos los pasaportes. Alineándolos se le puede ver envejecer, perder el pelo y la sonrisa, inundarse de tristeza. Nunca dejó de ser un exiliado. Sobre sus hombros magros, sobre sus cejas negras, el exilio prolongaba su sombra amenazante. El exilio entraba con él por la puerta, marcándole los pasos. Desde fuera de él, el exilio parecía algo así como una pena dura y un puñado de rabia. Y, cuando él se fue, nos dejó el exilio.
¿Qué hacer con toda una generación de exiliados? Mis afectos, mis amigos, me los han quitado la burocracia, el precio del suelo y el rango del salario.
A mi amor le duele el capitalismo.