Opinión
IA: del alivio prometido al minuto densificado

La digitalización no nos ahorró trabajo: lo desparramó por toda la jornada, colonizando intersticios y volviendo el descanso un terreno por defecto productivo.
ISlave - 3
Álvaro Minguito Representación teatral de ISlave, sobre uso de pantallas y adicción a internet.

Docente de enseñanza superior en el INS Can Vilumara. Coautor de El Estado contra Eva (Icaria, 2025). Trabaja en la intersección entre educación, tecnología y políticas del cuidado.

16 sep 2025 05:45

No hace tanto, internet y el smartphone se anunciaron como llaves maestras para desburocratizar, simplificar y acercar servicios. Era la promesa de los trámites en “dos clics”, la oficina en el bolsillo y la comunicación sin fricciones. Hoy sostienen un ecosistema donde el control es más granular, el trabajo se desborda fuera de horario y la vida social se invierte en una realidad paralela. No es tecnofobia: el problema aparece cuando la tecnología se pliega al crecimiento permanente.

La simplificación visible trajo burocracia invisible: cada acción deja rastro y cada rastro exige verificación. No desaparece la burocracia: se atomiza y se vuelve continua. En educación lo sabemos bien: cuadros y rúbricas ocupan un porcentaje obsceno del tiempo docente, y la “evidencia” cuantificable se confunde con calidad, desplazando trabajo reflexivo y vínculo con el alumnado. En sectores feminizados como educación, sanidad o servicios sociales, esta capa de registro recae a menudo sobre quienes ya sostienen cuidados, ampliando su jornada invisible.

El smartphone convirtió el tiempo en superficie explotable. El viejo límite de la fábrica —opresivo, pero claro— se diluye: contestar un correo en el metro, retocar una rúbrica a las diez de la noche, “avanzar” un informe el domingo. La digitalización no nos ahorró trabajo: lo desparramó por toda la jornada, colonizando intersticios y volviendo el descanso un terreno por defecto productivo. Para quien encadena empleo precario con crianza o cuidados de mayores apenas quedan huecos entre tareas; en esas condiciones, la supuesta eficiencia deviene desventaja: más exigencias en menos tiempo y con menos margen de recuperación. La evidencia lo respalda: Eurofound detectó más tiempo conectado y mayores riesgos psicosociales con teletrabajo sin límites (2021–2022) y EU-OSHA actualizó en 2024 el repunte de problemas de salud mental con conectividad constante cuando no hay reglas de desconexión.


Cuando ya no hay “afuera” para expandirse, el capitalismo crece dentro del tiempo. Si no puedes sumar horas, densifica cada hora; si no puedes vender más, convierte cada gesto en microtarea y cada resultado en micrométrica. Una imagen basta: un tramo de diez metros puede parecer plano; para una hormiga es un recorrido con subidas, grietas y desvíos. La digitalización visibilizó ese relieve; la IA lo multiplica. No alarga el día: granulariza el interior del minuto.

El derecho a desconectar deja de ser consejo de autocuidado y pasa a norma común para evitar que la aceleración se traduzca en deuda permanente

La IA opera como expansión del tiempo/acción. Automatiza eslabones, sugiere, puntúa, prioriza. Resultado: más operaciones por minuto y más superficies medibles. Cada proceso asistido deja métricas que exigen calibrar, revisar, justificar, documentar, trazar. En la práctica: evaluación asistida que pide evidencias estandarizadas y revisión de falsos positivos; chatbots que descargan lo simple y dejan al turno humano las excepciones más largas y densas; generadores de contenido que multiplican versiones, selección y reportes. El “ahorro” se reabsorbe en preparación, verificación y justificación.

No todo es destino. La disputa no se gana con manuales de buenas prácticas, sino con organización popular y alianzas amplias: sindicatos que pactan cláusulas anti-hiperconexión y topes de métricas; mareas y colectivos que frenan despliegues dañinos en escuelas y hospitales; cooperativas de plataforma y redes de software libre que sostienen servicios sin lógica extractiva; municipalismo que condiciona contratos a accesibilidad, código abierto y auditoría algorítmica; observatorios ciudadanos y asambleas de datos que exigen transparencia y el derecho a no automatizar ciertas funciones; investigación-acción entre academia crítica y barrios; huelgas feministas y de cuidados que señalan quién paga la densificación del tiempo.

Sobre ese tejido también se sostienen otras formas de hacer tecnología: modelos abiertos y auditables en servidores públicos o comunitarios; cooperativas de datos que fijan límites de uso y reparten beneficios; licencias que prohíben la explotación secundaria de registros educativos o sanitarios; evaluaciones de impacto con participación real de sindicatos, familias y colectivos; cláusulas de reversibilidad para apagar sistemas que dañan vínculos o derechos. En centros y ayuntamientos, modelos locales y transparentes —datos mínimos, logs compartidos, revisión humana obligatoria— descargan burocracia sin ampliar vigilancia.

Desde aquí, cuatro líneas para empezar. Uno, redefinir fines antes que optimizar medios: no todo merece ser densificado. Dos, proteger refugios de lentitud —horarios y espacios sin notificaciones ni métricas— como infraestructura de lo común. Tres, cambiar qué medimos: menos volumen de evidencias y más calidad formativa, vínculo y accesibilidad. Cuatro, repartir responsabilidad: decidir ritmos, límites y criterios de forma colectiva; el derecho a desconectar deja de ser consejo de autocuidado y pasa a norma común para evitar que la aceleración se traduzca en deuda permanente.

La técnica no se detiene; se encauza. La cuestión es a qué la obligamos a servir.

Pensamiento
Hartmut Rosa: “Los intentos de controlarlo todo, la ciencia, la tecnología, la política... nos han llevado a lo opuesto”

Este filósofo y sociólogo alemán defiende que la alienación de las sociedades desarrolladas está relacionada con la lógica del crecimiento continuo bajo la que funcionan.

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