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Sudáfrica
Hangberg: una batalla que no puedes encontrar en los mapas
En un enclave paradisiaco del sur de África, a solo 20 minutos de Ciudad del Cabo, unas 7.000 personas se resisten con piedras y bombas caseras a abandonar sus casas.
En Sudáfrica, los township, esas barriadas donde la pobreza reina por encima de cualquier otra cosa, compuestas normalmente por casas informales levantadas a base de hojalata, suelen situarse a las afueras de las grandes urbes, cerca de aeropuertos o en otros terrenos poco atractivos para cualquiera. Los ejemplos en el país, el más meridional del continente africano y el que encabeza el índice de desigualdad del planeta, son numerosos: Soweto, en Johannesburgo, quizás sea el más conocido; Khayelitsha, en Ciudad del Cabo, el más peligroso. Lugares donde el Apartheid recrudeció y donde todavía laten sus rescoldos; barrios en los que la criminalidad se dispara, donde los habitantes tienen que convivir con balaceras, asesinatos, droga y violaciones y donde disponer de agua corriente o luz eléctrica es ya motivo suficiente de celebración.
Pero Hangberg, en Hout Bay, en el extrarradio de Ciudad del Cabo, se aleja de esta definición. No por la droga ni por la violencia ni por las casas con techos de hojalata ni por la delincuencia, también tónica habitual, sino por su localización. Hout Bay es un paraíso. A orillas del Atlántico, una montaña muere en una bahía limpia, donde resulta frecuente que focas y pingüinos jueguen distraídos. También pueden verse ballenas. Sus playas, de roca y arena, son ideales para hacer surf. El mar suaviza el clima; ni en los meses de invierno se suele bajar de los diez grados ni en los de verano sobrepasar los 32. Un lugar que dejó enamorado a Michael Jackson, que expresó su deseo de comprar allí una mansión durante su visita a Sudáfrica en 1997, y a otros ricos de todo el mundo. Otro ejemplo: en 2012, un empresario ruso desembolsó 23 millones de rands (alrededor de 1,4 millones de euros) para hacerse con un castillo en Hout Bay que fue construido por un millonario alemán en los años noventa. El soviético sólo quería convertirlo en su residencia de vacaciones.
Hangberg es, además, el hogar de unas 7.000 personas. Y ha sido siempre escenario de luchas y de protestas. Basta poner la palabra “Hangberg” en Google para corroborarlo: disturbios en 2010, disturbios en 2013, disturbios en 2017. Una historia que comenzó en la década de los años 50 del siglo pasado. Entonces, por las leyes del Apartheid, a muchos ‘coloured’ (mestizos, término usado para designar a la parte de la población que no es blanca ni negra) les expropiaron sus tierras, se vieron forzados a dejar el pueblo de Hout Bay y a asentarse en Hangberg; un goteo incesante de gente que se alargó hasta los ochenta. Los residentes construían sus propias casas cerca del mar y, para vivir, se dedicaban a la pesca, aunque la falta de oportunidades empezaba a hacer mella y las drogas y las pandillas proliferaban con cierta asiduidad. En 1994, con la implementación del Programa de Reconstrucción y Desarrollo, se volvieron a construir casas. Y a principios de siglo todo estalló. El gobierno sacó a subasta los terrenos donde se habían construido las viviendas y llegaron las primeras protestas fuertes, las del 2010, que lograron detener la venta.
“Claro que quieren nuestras tierras. Pero si viene el gobierno, vamos a volver a combatirlos igual que hemos hecho siempre; con piedras, con bombas caseras, unidos”, dice Niklas, 38 años, mestizo, ropa deportiva y la cabeza cubierta de rastas. La cultura rastafari, en realidad, caló hondo en Hangberg, y ahora es casi imposible pasear por este township sin escuchar a Bob Marley y sin oler a marihuana. “Aquí fue donde tuvieron que asentarse nuestros antepasados. Ahora viene la policía y nos dice que las casas son ilegales, pero aquí somos todos de la misma comunidad. La lucha no va a parar”, afirma.
Niklas recuerda todos los disturbios vividos; ha participado en ellos y los menciona sin disimular su orgullo. “En 2010, cuando llegaron los agentes, nos organizamos y subimos a la montaña. Desde allí nos defendimos. Ellos disparaban bolas de goma, disparaban al aire, pero no pudieron con nosotros. Tenían ventaja, siempre la tienen, pero aquel día no nos echaron de nuestras casas”.
Niklas cita muchos casos prolongados a lo largo del tiempo: jóvenes que se han quedado tuertos (y que han protagonizado noticias en los principales medios del país), asaltos policiales nocturnos, donde los agentes irrumpen en las chabolas informales, con la escusa de que están asentadas en los cortafuegos de la montaña, echan a todos los inquilinos y las destrozan. “Las autoridades sólo vienen para eso, para molestarnos. Hace unas semanas sopló un viento fuerte, de 60 nudos, y destrozó muchas viviendas. Hubo familias que se quedaron en la calle. ¿Acudió alguien a ayudarnos? No. Aquí sólo vienen para echarnos de nuestra tierra”.
Combatir la miseria
Raph, también mestizo, tiene 57 años y pocos dientes, la mirada cansada, la cara arrugada y las manos ásperas de trabajar en el agua salada. Se dedica al mar. Vive de lo que pesca. Pero su trabajo dista mucho de ser algo digno con lo que poder ganarse la vida. “A mí me quitaron la casa en 1972 y me dejaron ahí, donde vivo ahora. Pero la vida aquí es muy difícil. Más si eres pescador y no trabajas para una gran compañía. El gobierno nos da muy pocas licencias. Si sólo tenemos el mar, si es lo que hemos hecho toda nuestra vida, ¿por qué no nos dejan vivir de él? ¿Por qué nos persiguen y dicen que lo que hacemos es ilegal?”, se pregunta.
La queja de Raph se repite por todo Hangberg: un pueblo a orillas de un mar rico en langostas y ostras que no puede vivir ni de las langostas ni de las otras. Las licencias van para las grandes compañías. Raph echa sus cálculos: si el gobierno restringe la pesca a 45 kilos de langostas al año, y vende cada kilo por 170 rands (algo más de diez euros), sus ganancias anuales se limitan a unos 7.650 rands, alrededor de 485 euros. “Es imposible sostener a mi familia con eso. No me queda más remedio que ir por la noche a la playa, pescar lo que pueda y venderlo en el mercado negro. Pero muchas veces viene la policía y nos dispara. Llegan, nos ven y nos disparan sin mediar palabra. Tenemos que huir y no hace mucho que murió un compañero mío en la huida”, cuenta. Dice Raph que, en sus escaramuzas, nocturnas normalmente, puede coger hasta 300 o 400 kilos al año, y que en el mercado negro se paga algo menos. “Llevo pescando desde que tengo siete años; desde que era un chaval. No sé hacer otra cosa”.
Joseph, de 31 años, prefiere no decir su nombre real. Tampoco permite fotografía alguna. Dice que no quiere exponerse más, que lo han detenido ya una decena de veces y siempre por la misma razón: como Raph, practica la pesca ilegal. Él desde hace más de tres lustros. Y antes que él, su padre y su abuelo. “El gobierno pone cada vez más trabas. Prohíben que pesquemos en algunas zonas y ponen cupos, así que mucha gente, como mi familia, debemos echarnos al mar con nuestros propios botes”, afirma.
Joseph viste una camiseta Adidas, un gorro de pescador le cubre la cabeza por completo a excepción de la oreja derecha, que la lleva al descubierto, y varias cicatrices adornan su párpado y las zonas aledañas del ojo izquierdo. “Los mejores meses son de junio a septiembre; vamos por la noche, cogemos lo que podemos y lo transportamos a través de la montaña, por si nos encontramos a la policía poder huir a través de ella. Tenemos que tener mucho cuidado con todos los detalles. Por ejemplo, nunca fotografiamos con el móvil toda la mercancía pescada”.
Raph y Joseph coinciden: ni la pesca de contrabando les libra de vivir una vida de pobreza, de necesidad y de desigualdad. Y, dicen también, el futuro de Hangberg se ve cada vez más oscuro. “Antes había esperanza. Ahora hay más crimen, más drogas y mucho menos trabajo”, zanja el último.
desempleo y falta de servicios
Ricky, Spucky y Niko, de 21 años el primero y 22 los demás, fuman sendos cigarros apoyados en la pared exterior de la casa de uno de ellos, también en Hangberg. “Mira... el problema para nosotros es que resulta muy difícil conseguir un trabajo, aunque creo que viene de antes. La educación no es nada buena; aquí todo el mundo te habla del árbol, sales a dar un paseo y ves a los blancos con sus árboles, pero nadie te enseña a plantarlo. Eso es lo que pasa”, dicen. Y prosiguen: “También hay mucha droga, pero es lo más normal. Quien la vende, consigue mucho dinero”.
El creciente dilema de Sudáfrica con las drogas, donde el 15% de las personas tienen problemas con ellas según diferentes estudios, se hace más visible aún en barrios como este. El problema no es tanto el cannabis, ya despenalizado, sino la plaga de opiáceos, más aún desde que el país se ha convertido en la puerta de entrada de una de las principales rutas del narcotráfico mundial. “Los chicos están muy expuestos. Ten en cuenta que hay chavales que ni siquiera han salido nunca de su comunidad. Miran a los ‘gangsta’ y ven modelos a los que seguir”, dice Ignacio Alonso, cofundador de la ONG valenciana Meraki Bay, que desarrolla proyectos en la zona relacionados con la juventud, el empoderamiento de mujeres y el desarrollo del barrio. “Tratamos de mostrarles que hay otros modelos alejados de ese mundo”, afirma.
Ricardo, 46 años y también con rastas, es una de esas personas que construyó su casa (tres habitaciones, cuarto de baño, cocina y salón) con sus propias manos. “Pago electricidad y ya está. La mayoría de la gente aquí hace eso. En Hangberg no hay empleo, ni una buena educación, ni oportunidades para los jóvenes. Así que se los chavales se ponen a vender droga. Se gana mucho dinero de una forma fácil”, cuenta. Y comenta otros problemas, como la acumulación de basura por desidia de los poderes públicos, visible en cualquier callejón del barrio, o la excesiva distancia a un centro de salud. Mientras enseña su casa, su mujer, Patricia, corrobora esta última queja. “El hospital más cercano cierra a las cuatro de la tarde. Hace poco, una amiga mía se puso de parto. Tuvo que ir a otro, que si no tienes coche está a más de una hora y media. Es mucho tiempo, mucho tiempo…”.