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Sidecar
Diseños imperiales: Estados Unidos en Gaza
Desde la operación Al-Aqsa Flood perpetrada por Hamás el 7 de octubre y el consiguiente asalto a Gaza, el gobierno de Biden ha realizado lo que se describe eufemísticamente como un «acto de equilibrio». Por un lado, alaba el castigo colectivo de los palestinos; por otro, advierte a Israel contra sus extralimitaciones. Su apoyo a los bombardeos aéreos y las incursiones selectivas es firme, pero ha plantado «preguntas difíciles» sobre la invasión terrestre que comenzó a principios de esta semana: ¿Existe un objetivo militar alcanzable? ¿Existe una hoja de ruta para liberar a los rehenes? ¿Existe una forma de evitar un gobierno israelí insostenible, si se extirpa a Hamás? Washington está presionando a los israelíes sobre estas cuestiones, así como enviando a sus propios asesores para ayudarles a resolverlas, al tiempo que da luz verde a la masacre en curso. La respuesta estadounidense a la crisis se ha visto impulsada por una confluencia de factores entre los que se cuentan el deseo de privar de espacio a los Republicanos y el instinto reactivo de «apoyar a Israel». Sin embargo, esta respuesta también puede situarse en el contexto de la concepción general sobre Oriente Próximo defendida por Estados Unidos, la cual cristalizó con Trump y se ha consolidado con Biden.
Consciente del caos provocado por los esfuerzos realizados para inducir cambios de régimen en los países de la zona y deseoso de completar su «reorientación hacia Asia» iniciada a principios de la década de 2010, Estados Unidos ha tratado de desvincularse parcialmente de la región. Su objetivo es establecer un modelo que sustituya la intervención directa por la supervisión a distancia. Sin embargo, para contemplar cualquier reducción real de su presencia, Estados Unidos necesita establecer un acuerdo de seguridad que fortalezca a los regímenes amigos y limite la influencia de los países contrarios a su presencia.
Los Acuerdos de Abraham de 2020 hicieron avanzar esta agenda, ya que Bahréin y los Emiratos Árabes Unidos, al aceptar normalizar sus relaciones con Israel, se unieron al «eje reaccionario» predominante, que incluía al Reino Saudí y a la autocracia egipcia. Trump incremento la venta de armas a estos Estados y cultivó las conexiones entre ellos –militares, comerciales, diplomáticas– con el objetivo de crear una falange fiable de aliados, que se inclinarían hacia Estados Unidos en la Nueva Guerra Fría, al tiempo que actuarían como baluarte contra Irán. El acuerdo nuclear de Obama no había logrado impedir que la República Islámica proyectara su influencia en la región. Sólo la «máxima presión» podría impedirlo.
Una vez en el cargo, Biden adoptó las mismas coordenadas generales: utilizar la Cumbre del Néguev para profundizar los lazos existentes entre los países signatarios de los Acuerdos Abraham y demandar relaciones formales entre saudíes e israelíes. El Joint Comprehensive Plan of Action (JCPOA) para asegurar el carácter pacífico de la tecnología nuclear iraniana se convirtió en papel mojado, al tiempo que continuaron los esfuerzos por contener a Teherán mediante una combinación de sanciones, diplomacia y ejercicios militares. En palabras de Brett McGurk, coordinador de la Casa Blanca para Oriente Próximo, pronunciadas en una conferencia ante el Atlantic Council, las premisas de esta política son la «integración» y la «disuasión»: construir «conexiones políticas, económicas y de seguridad entre los socios de Estados Unidos», que repelan «las amenazas de Irán y sus apoderados». Tras desarrollar este programa y verificarse la intensificación de los intercambios comerciales entre Israel y sus socios árabes, Biden empezó a cumplir la «retirada» prometida por su predecesor, ejecutando la salida de Afganistán y reduciendo al mismo tiempo las tropas y los activos militares estadounidenses presentes en Iraq, Kuwait, Jordania y Arabia Saudí.
Al basar su estrategia imperial en el proceso de normalización israelí, Estados Unidos se hizo especialmente dependiente de Israel justo antes de que fuera capturado por sus elementos más extremistas
Biden también afinó el planteamiento de Estados Unidos hacia Palestina. Mientras que Trump había suprimido la ayuda a los Territorios Ocupados y había tratado de conseguir la aprobación de su delirante «acuerdo de paz», Biden simplemente ha aceptado la imperfecta realidad en la que Israel, a pesar de no tener ningún plan viable para los palestinos, parecía disfrutar de una relativa seguridad gracias a las autoridades colaboracionistas de Cisjordania y al dominio militar sobre Gaza. En abstracto, puede que quisiera revivir la «solución de los dos Estados», lo cual significa en la práctica la existencia del gigante nuclear israelí flanqueando a la indefensa y bantustanizada nación palestina. Pero como ello era políticamente imposible, Biden aprendió a convivir con una situación que Tareq Baconi describe como «equilibrio violento»: una ocupación indefinida, salpicada de enfrentamientos periódicos con Hamás, que han de ser, no obstante, lo suficientemente pequeños como para ser ignorados por la población israelí.
Este proyecto regional siempre ha adolecido de graves problemas. En primer lugar, si su razón de ser era la política de gran potencia –retirarse de Oriente Próximo para centrarse más en China–, entonces resultó en parte contraproducente. Al señalar su menor apetito de injerencia en la región, Estados Unidos transmitió a sus aliados que no tendrían que hacer una elección excluyente entre su asociación con Estados Unidos o con China; de ahí la acogida cada vez más cálida de la República Popular China en el mundo árabe como atestiguan la construcción de una base militar rusa en los Emiratos Árabes Unidos, su intermediación en el acercamiento Irán-Arabia Saudí y su red de inversiones en tecnología e infraestructuras.
En segundo lugar, al basar su estrategia imperial en el proceso de normalización israelí, Estados Unidos se hizo especialmente dependiente de Israel justo antes de que fuera capturado por sus elementos más extremistas y volátiles: Smotrich, Ben-Gvir, Galant. Si el apoyo estadounidense a este proyecto colono-colonial ha superado históricamente cualquier cálculo político razonable, durante los gobiernos de Trump y Biden asumió una lógica coherente: situar a su aliado en el centro de un marco de seguridad estable en Oriente Próximo. Sin embargo, el gabinete israelí que llegó al poder en 2022, aturdido por fantasías eliminacionistas y decidido a arrastrar a Estados Unidos a una guerra con Irán, demostró ser el menos capacitado para desempeñar ese papel.
Ahora, tras el 7 de octubre, este equilibrio se ha roto y esas fantasías se han activado. El ataque de Hamás pretendía desbaratar una coyuntura política en la que el régimen de apartheid israelí se había convencido de que podría reprimir cualquier resistencia seria a su dominio y en la que Palestina se estaba convirtiendo rápidamente en un tema sin importancia en Israel y no solo. Este intolerable estado de cosas era su principal objetivo. Los dirigentes de Gaza preveían una respuesta feroz, incluida una incursión terrestre. También esperaban que todo ello causaría problemas a los Acuerdos de Abraham al provocar la oposición regional, en el campo popular y entre las élites, a las atrocidades israelíes. Hasta ahora, todo esto se ha confirmado: el acuerdo entre Arabia Saudí e Israel se ha retrasado, la próxima Cumbre de Negev sigue en suspenso, las naciones árabes están conmocionadas por las protestas y sus gobernantes se han visto obligados a denunciar a Netanyahu. ¿Qué significa todo esto para las ambiciones políticas generales de Washington? La respuesta final dependerá de la trayectoria del conflicto.
Como han señalado muchos observadores, el objetivo declarado de Israel de «destruir a Hamás» plantea un riesgo de una escalada continua y prolongada. Al planificar una guerra urbana contra un ejército guerrillero socialmente incrustado, el gobierno de unidad nacional ha contemplado varios escenarios, incluida la despoblación del norte de la Franja y expulsiones masivas al Sinaí. Cualquier estrategia de este tipo podría traspasar los ambiguos umbrales susceptibles de desencadenar importantes represalias por parte de Hezbolá y, potencialmente, del Cuerpo de la Guardia Revolucionaria Islámica. (Los houthis de Yemen ya han lanzado misiles y aviones no tripulados contra Israel y están preparados para enviar más en las próximas semanas). El despliegue de buques de guerra de Biden en el Mediterráneo y el Mar Rojo, más la diplomacia itinerante de Blinken, pretenden evitar este resultado. Es demasiado pronto para evaluar el impacto de sus esfuerzos, pero si fracasaran, la potencia hegemónica se vería arrastrada aún más a este sangriento atolladero. El efecto sería ampliar las fisuras existentes en el eje árabe-israelí y distraer a Estados Unidos de sus prioridades en Extremo Oriente.
En caso de que el ejército invasor consiga demoler política y militarmente a Hamás, Estados Unidos también tendría que lidiar con el problema de la sucesión. En la actualidad, espera convencer a los Estados árabes para que proporcionen una fuerza que gobierne el territorio y alivie así la carga de Israel. Funcionarios estadounidenses informan de que podrían enviarse soldados norteamericanos, franceses, británicos y alemanes para defender esta hipotética dictadura. Pero si las potencias regionales se niegan a cooperar, como parece probable, las propuestas alternativas incluyen una coalición de «mantenimiento de la paz», siguiendo el modelo de la Fuerza Multinacional y Observadores del Sinaí –a la que el Pentágono contribuye actualmente con casi 500 soldados– o una administración bajo los auspicios de la ONU. Estos planes devolverían a Estados Unidos el estatus de autoridad neocolonial en Oriente Próximo, a pesar de sus intentos durante años de desempeñar este papel con subordinados locales. Convertirían a las fuerzas estadounidenses en un blanco visible de la rabia y el resentimiento creados por la guerra sionista, un legado nada envidiable que Biden dejaría tras de sí.
Pero puede que este no sea el desenlace. Hay otros escenarios previsibles que serían más favorables para la Casa Blanca. Dada la negativa de Egipto a facilitar la limpieza étnica del pueblo palestino, el destierro de los 2,2 millones de residentes de Gaza parece poco probable a corto plazo, lo cual, combinado con la presión diplomática estadounidense, ha provocado evidentemente que Israel modifique el plan de su invasión, optando por un enfoque gradual en lugar de un barrido rápido. No está claro si esto reducirá las posibilidades de intervención de Hezbolá o de Irán, pero la milicia libanesa es consciente de su precaria posición en Líbano, que podría verse aún más perjudicada por una conflagración militar, mientras que Irán está ansioso por evitar los peligros de una implicación directa. Los saudíes, aunque externamente críticos con la postura estadounidense, no están menos interesados en evitar un conflicto que consumiría la totalidad de Oriente Próximo y desbarataría su «Visión 2030». En cada caso, una serie de imperativos políticos internos se oponen a la regionalización de la guerra. ¿Un rayo de esperanza para el imperio en declive?
Sin embargo, se contenga o no la violencia, el éxito israelí no está asegurado. Los 40.000 curtidos combatientes de Hamás, versados en la guerra híbrida y capaces de tender emboscadas al enemigo a través de túneles subterráneos, contrastan netamente con los reservistas israelíes, que acaban de recibir su entrenamiento de refresco. Cuando comience la lucha callejera, las asimetrías numéricas y tecnológicas entre ambos pueden parecer menos decisivas. Cabe imaginar, pues, una cronología en la que los militantes luchen contra Netanyahu hasta llegar a un punto muerto, se levante el tabú del alto el fuego y ambas partes acaben declarando victoria: Hamás, porque ha repelido una amenaza existencial de Israel; Israel, porque puede afirmar (aunque sea falsamente) que ha infligido un daño irreparable a Hamás y ha impedido que se repita su ataque.
A partir de entonces Gaza emergería lentamente de entre los escombros y volvería a algo parecido al statu quo anterior, si bien con peores condiciones humanitarias y con un vecino herido más obsesionado que nunca con su destrucción. Aunque Estados Unidos afirma que pretende la destrucción de Hamás, se beneficiaría de su supervivencia en varios aspectos importantes: le ahorraría la coordinación de la gobernanza de la Franja tras la guerra; le permitiría reanudar la normalización israelí con sus vecinos árabes tras el correspondiente paréntesis necesario; y, en el mejor de los casos para Biden, limitaría las posibilidades de una mayor escalada, al tiempo que socavaría los intentos rusos y chinos de situarse a ambos lados del conflicto palestino-israelí. El paradigma de los Acuerdos de Abraham podría, pues, reinstaurarse al menos hasta el próximo estallido importante. Así pues, en lugar de transformar Oriente Próximo, la guerra podría dejar intacta la «arquitectura de seguridad» construida por Trump y Biden. Sin embargo, la inestabilidad de este edificio ha quedado demostrada. Sólo será cuestión de tiempo que vuelva a derrumbarse.