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Brasil mete la marcha atrás

Junio de 2013 representó un punto de inflexión en la historia de Brasil durante el cual se agotaron diversas estructuras políticas e ideológicas, pero no surgieron otras nuevas.
Lula Porto Alegre
Lula durante los últimos días de campaña, en Porto Alegre. Midia Ninja

Durante el último medio siglo, las fases históricas de Brasil han engendrado sucesivas generaciones políticas. En la década de 1960 una gran cohorte se radicalizó al hilo de la lucha contra la dictadura militar; en la década de 1990 un estrato más joven se opuso a la entrada de Brasil en el sistema neoliberal, y en 2013 el estallido de las protestas populares que reunieron a más de un millón de personas en casi 400 ciudades dispersas por todo el país, marcó el surgimiento de un nuevo bloque social, que luchaba contra el aumento del coste de la vida, el deterioro de los servicios públicos y el acomodo del centro-izquierda con las élites.

La radicalización de junio de 2013 fue diferente, sin embargo, de la protagonizada por movimientos como Diretas Já! y Fora Collor!, activos respectivamente durante las décadas de 1980 y 1990 tanto en lo referido a su contexto como a sus resultados. La radicalización de 2013 no encajó en el patrón más amplio de los levantamientos revolucionarios acaecidos en América Latina, ni surgió como respuesta a un gobierno neoliberal. Por el contrario, siguió a una década de gobierno del Partido de los Trabajadores (PT) de Lula da Silva, que combinó la reducción de la pobreza con un amplio proceso de financiarización y el estallido de escándalos de corrupción. Además, este intenso periodo de protestas masivas precedió a un traumático bandazo hacia la derecha de la política del país: primero con el golpe blando contra Dilma Rousseff perpetrado en 2016 y luego con la elección de Jair Bolsonaro en 2018. El proceso de formación generacional se desarrolló, pues, en aguas turbulentas. A diferencia de los anteriores, se vio obligado a lidiar con una confusa dinámica de pivotes y retrocesos ideológicos, que casi diez años después han culminado con el regreso de Lula a la presidencia en esta ocasión en coalición con su otrora rival, Geraldo Alckmin.

¿Cómo podemos interpretar las ambigüedades de este periodo de radicalización? ¿Por qué una rebelión nacional, impulsada sobre todo por jóvenes y sectores populares precarios y enfrentada al establishment político, fue subsumida finalmente por las fuerzas de la reacción? Y, ¿qué relación tiene todo esto con el gobierno entrante del Partido de los Trabajadores (PT)? Mi opinión es que junio de 2013 representó un punto de inflexión en la historia de Brasil durante el cual se agotaron diversas estructuras políticas e ideológicas, pero no surgieron otras nuevas.

Mucha gente situada en la izquierda que participó en las protestas de 2013 se había politizado por primera vez durante la década de 2000, cuando una serie de iniciativas radicales —como el movimiento antoglobalización y el Foro Social Mundial— permitieron a un nuevo estrato de jóvenes protestar contra el neoliberalismo al margen de las constricciones impuestas por el PT. Para ellos, el planteamiento conciliador del gobierno de Lula y las revelaciones del escándalo del mensalão confirmaron el carácter retrógrado del lulismo en comparación con otros experimentos de la ola progresista latinoamericana. En consecuencia, esta nueva leva de militantes volcó sus energías en ayudar a los nuevos movimientos sociales y en construir organizaciones de izquierda alternativas, como el Partido Socialismo y Libertad (PSOL), creado en 2004 después de que varios parlamentarios radicales fueran expulsados del PT por votar en contra de sus reformas de la seguridad social. La organización se convirtió en un nuevo hogar para los inconformistas políticos: trabajadores del sector público, jóvenes, intelectuales y activistas sociales. Su tesis fundacional declaraba la necesidad de reconstituir la izquierda brasileña ante el gradualismo dogmático del PT y los intentos por definición infructuosos de frenar las desigualdades sin enfrentarse al capital.

Cuando el consenso social construido por los gobiernos del PT fue desestabilizado por los efectos retardados de la crisis financiera de 2008, esta nueva izquierda fue puesta a prueba

Cuando el consenso social construido por los gobiernos del PT fue desestabilizado por los efectos retardados de la crisis financiera de 2008, esta nueva izquierda fue puesta a prueba. La chispa de las movilizaciones de 2013 fue una campaña aparentemente modesta del Movimento Pase Libre (MPL) para revertir un aumento de veinte centavos en las tarifas de los autobuses, que se convirtió en un levantamiento a gran escala. Se ocuparon calles, plazas, el Congreso Nacional y los consejos cívicos. Se incendiaron los torniquetes de los autobuses y se rompieron las ventanas de los bancos. Los manifestantes escalaron el puente de la Estaiada y se vieron reflejados en los rascacielos posmodernos de la avenida Faria Lima, centro de las altas finanzas. Mientras tanto, las universidades volvieron a ser lugares de contestación político-intelectual. Proliferaron los grupos de lectura marxista, los podcasts, los blogs, los cineclubes, las batallas de rap. Surgió una nueva cultura activista, sensible a cuestiones como la violencia policial, las depredaciones de la economía digital, la reproducción social, el racismo estructural, la precariedad laboral, la decolonialidad y las crisis medioambientales. Y todo ello bajo un gobierno históricamente de izquierda que, además de verse sacudido por el auge del descontento popular, se enfrentaba a una desaceleración económica provocada por la caída de los precios de las materias primas, la cual amenazaba con hacer descarrilar su agenda reformista y probienestar.

Esto dio lugar a una situación insostenible. Después de que las movilizaciones de junio obtuvieran su primera victoria concreta —la suspensión de las subidas de los billetes de autobús—, sus contradicciones internas empezaron a manifestarse. Ahora, el movimiento ya no se limitaba a los veinte céntimos de más de los billetes de transporte, sino que daba lugar a una serie caleidoscópica de reivindicaciones, que comenzaron a emanar de una coalición cada vez más heterogénea. No había un mensaje unificado ni una visión estratégica clara. Las fuerzas conservadoras emergieron junto a los activistas progresistas que se oponían al “giro a la derecha” del PT. Los primeros querían reclamar su lugar como oposición legítima al gobierno de Rousseff, mientras en 2014 el Movimento Brasil Livre (MBL), de impronta neoliberal, cobraba impulso al desempeñar un papel dirigente en su destitución.

En ese momento, la vida política de Brasil se conformó tensamente entre ideologías progresistas y conservadoras. Se hizo incierto si las manifestaciones profundizarían la democracia o restaurarían los valores tradicionales. El significado de 2013 fue disputado por estos polos antitéticos: el MPL frente al MBL; las ocupaciones escolares de izquierda frente al proyecto de derecha Escuela sin partido; las huelgas sindicales frente a la campaña por las reformas laborales de libre mercado; la Primavera Feminista frente a los ataques a la “ideología de género”; las comunidades indígenas frente al agronegocio. Todas estas fuerzas abigarradas surgieron dentro de la misma esfera conflictiva. En medio de este flujo, se desarrolló una situación sin precedentes. Las predisposiciones que cabría esperar de ciertos grupos y clases sociales se desordenaron. Asistimos al surgimiento de figuras paradójicas como el trabajador-empresario, el policía antifascista, la feminista de extrema derecha, los hinchas del fútbol opuestos a la Copa del Mundo, que juntos formaron la “comedia de la ideología” magistralmente retratada en la obra posbrechtiana Rainha Lira escrita por Roberto Schwarz.

El bolsonarismo capitalizó la dinámica puesta en marcha en 2013, presentándose como el único fenómeno político genuinamente nuevo, al tiempo que tachaba a la izquierda de nostálgica de un ideal de progreso caduco

En este paisaje, las élites dominantes perdieron la capacidad de reflejar los valores y las expectativas de la ciudadanía. La alternancia pacífica entre el Partido de los Trabajadores y el Partido de la Socialdemocracia Brasileña (PSDB) llegó a su fin, pero los intentos de los partidos más jóvenes, como el PSOL y el MBL, de articular un proyecto hegemónico rival encallaron. En su lugar, la extrema derecha se abalanzó para llenar el vacío de poder, alegando que solo una figura autoritaria podría restablecer el orden y el consenso por medio de la fuerza. El bolsonarismo capitalizó la dinámica puesta en marcha en 2013, presentándose como el único fenómeno político genuinamente nuevo, al tiempo que tachaba a la izquierda de nostálgica de un ideal de progreso caduco.

En el Brasil contemporáneo, la separación entre lo viejo y lo nuevo, lo regresivo y lo progresivo, lo que va hacia atrás y lo que va hacia adelante, se ha vuelto irremediablemente borrosa

Así pues, podría afirmarse que el régimen de Bolsonaro no era simplemente regresivo; era más bien una nueva variación de la dialéctica de la modernización periférica en una sociedad poscolonial. Como Schwarz ha argumentado desde hace mucho tiempo, una característica clave de la experiencia brasileña es la presencia simultánea de tendencias progresistas y anacrónicas. El país se moderniza perpetuamente sin superar nunca el arcaísmo, que siempre se reinstala a un nuevo nivel con formas actualizadas de opresión y explotación. La presidencia de Bolsonaro expresó esta paradoja del desarrollo conjugando la promesa de una acumulación capitalista desenfrenada para lanzar a Brasil en el siglo XXI con la propuesta de la vuelta a las jerarquías raciales, de género y regionales más anticuadas. En el Brasil contemporáneo, la separación entre lo viejo y lo nuevo, lo regresivo y lo progresivo, lo que va hacia atrás y lo que va hacia adelante, se ha vuelto irremediablemente borrosa.

Después de haber pasado años esforzándose por convertirse en el “país del futuro”, el Brasil de Bolsonaro terminó siendo la vanguardia del atraso. Salieron a la luz aspectos oscuros y antes dormidos de nuestra formación social. Los militares se aliaron con grupos religiosos y extractivistas para impulsar una nueva fase de acumulación, combinando la destrucción del medio ambiente con drásticos recortes en los servicios públicos. Bolsonaro reabrió viejas heridas sociales y fortaleció la posición dependiente y subordinada de Brasil en el mercado global, al tiempo que revitalizó la nación y la familia. Esta tendencia progresiva-regresiva engulló a las fuerzas de centro izquierda, que ahora no podían presentarse como nuevas, ni desafiar eficazmente el nuevo acuerdo oligárquico-patriarcal del presidente, lo cual propició que se aferraran a los logros del pasado, pretendiendo simplemente defender los hitos democráticos mínimos del pacto de 1988.

El regreso de Lula a la presidencia es un síntoma de esta coyuntura en la que gran parte de la izquierda ha abandonado la futuridad por la nostalgia

En este sentido, el potencial modernizador abierto por las protestas de junio de 2013 fue desvirtuado y devorado por el radicalismo inverso de Bolsonaro. Las élites conservadoras pasaron a ser vistas como figuras opuestas al establishment, imagen que Lula legitimó al reunir a varios partidos pertenecientes a este en una amplia alianza contra el gobierno. Los “progresistas” ahora piden la reinstauración de lo viejo, mientras que los sectores más reaccionarios de la sociedad brasileña asumen el disfraz de la novedad. El regreso de Lula a la presidencia es un síntoma de esta coyuntura en la que gran parte de la izquierda ha abandonado la futuridad por la nostalgia.

Estos realineamientos han sido profundamente desorientadores para la generación forjada en 2013. Desde entonces, el proceso de organización de una alternativa de izquierda al PT se ha topado con múltiples obstáculos. El PSOL ha crecido en términos de afiliación y representación parlamentaria, pero como el lulismo 2.0 parecía el único antídoto viable contra el bolsonarismo, prácticamente todas las fuerzas de la oposición han sido absorbidas en su órbita. Sin embargo, podría argumentarse que el legado de 2013 sigue vivo en tres ámbitos principales en los que la izquierda permanece activa: la esfera electoral, la sociedad civil y el mundo de las ideas. Una gran parte de la nueva izquierda se ha centrado en llevar la cultura combativa de la protesta callejera a las instituciones políticas brasileñas. Desde 2016 un número sin precedentes de jóvenes candidatos —Marielle Franco, Sâmia Bonfim, Guilherme Boulos, Erika Hilton, Talíria Petrone— han obtenido importantes mayorías en las elecciones federales, presentándose con programas surgidos de las diversas iniciativas de 2013 (como #EleNão y Black Lives Matter). Estas nuevas voces siguen interviniendo de forma significativa en un Congreso osificado y envejecido, aunque también han demostrado en cierta medida la capacidad del Estado brasileño para captar y asimilar los movimientos espontáneos.

Otros legatarios de junio de 2013 han tratado de remediar la debilidad de la izquierda en las comunidades marginales y obreras, muchas de las cuales están dominadas por instituciones conservadoras como las iglesias neopentecostales. Esta cohorte ha seguido una estrategia movimientista basada en la promoción de las organizaciones de base en las zonas periféricas. Grupos como el Movimento dos Trabalhadores Sem-Teto, los Entregadores Antifascistas y la Rede Emancipa han potenciado la agencia política de las personas sin hogar, de los trabajadores de la economía precaria, temporal y flexible y de los educadores populares, enfrentándose al mismo tiempo a poderosos intereses como los especuladores inmobiliarios, los cárteles de la droga, las empresas tecnológicas y el sector de la educación privada. Sin embargo, sigue siendo incierto que pueden obtener suficiente apoyo para desbancar al bloque bolsonarista.

Aunque las energías prácticas desatadas en junio de 2013 no se complementaron con avances teóricos comparables, también existe una prometedora intersección de actividad militante e intelectual en el Brasil contemporáneo. Sus practicantes no son solo “radicales de ocasión”, como los llamaría Antônio Candido, sino también miembros de las clases subalternas. Este estrato refleja la gradual democratización de la educación superior, conseguida gracias a la introducción de cuotas raciales y sociales, lo cual se ve obstaculizado, sin embargo, por las crecientes presiones de la academia neoliberal. Sus precarias condiciones han hecho que la actividad académica sea más especializada y orientada al mercado, disminuyendo el alcance del pensamiento crítico radical.

El desarrollo de una nueva cultura política e intelectual de izquierda seguirá siendo un proceso lento y arduo. Bolsonaro resultó difícil de derrotar en las últimas elecciones y el país que presidió sigue siendo muy desigual y políticamente polarizado. Lula ha optado una vez más por la vía pragmática de la moderación forjando alianzas con el centro y la derecha. Aunque ello le permitió ganar la presidencia, le dejará poco margen de maniobra una vez que asuma el cargo. Retrospectivamente, junio de 2013 sigue siendo una lección cualificada sobre las complejidades de provocar el cambio social. Diez años después de esas movilizaciones es muy posible que una nueva generación, que no conoció los anteriores gobiernos del PT ni las protestas organizadas contra ellos y que se politizó no obstante por la respuesta antifascista de la calle al bolsonarismo, se convierta en la fuerza motriz de la transformación de Brasil.

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Artículo original: Brazil in reverse, publicado por Sidecar, blog de la New Left Review y traducido con permiso expreso por El Salto. Véase Roberto Schwarz, «El neoatraso en el Brasil de Bolsonaro», NLR 123.

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Hodei Alcantara
Hodei Alcantara
9/12/2022 7:27

El gran problema que ha tenido el PT ha sido su intento se combinar un aumento de servicios sociales para el pueblo con el aumento de las ganancias empresariales. Pero, como ya sabemos, estos intereses son contrapuestos, y por muchas concesiones que haga la izquierda a las elites, estás siemore van a preferir que gobiernen sus representantes derechistas. De esto hay más ejemplos, como en Bolivia. Lo que demuestra que o gobernamos para defender los intereses de la clase trabajadora, o apoyamos al gran capital. Esperemos que la izquierda popular arrastre al PT hacia ello.

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yermag
yermag
7/12/2022 15:27

Muy buen artículo, muy completo. Cuando la ultraderecha se viste de "rebelde", quizá lo mejor sea la abstención de las gentes de izquierda y su coordinación a través de diferentes movimiento sociales que lleven la lucha a las calles, dejando el parlamento en manos de los partidos extremistas (de extremo centro, extrema derecha, y extrema centroderecha)

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Hodei Alcantara
Hodei Alcantara
9/12/2022 7:24

No estoy del todo deacuerdo. Es cierto que unicamente con la vía parlamentaria es imposible lograr cambios radicales y de base, pero si le dejamos jugar en ella a las fuerzas capitalistas, estamos dándole todo el poder político para que sigan aplicando sus medidas neoliberales. Hay que pelear y movilizarse tanto dentro como fuera del Parlamento, para lograr derribar la institucionalidad capitalista y reemplazarla por un sistema consejista y popular. Pero para alcanzar esta sociedad, el parlamento sirve de altavoz y defensa de nuestras luchas emancipadoras!

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