Fisahara 2022 - 4
Proyección en el Fisáhara 2022. Foto: Gonzalo Cases

Sáhara Occidental
Fisahara: 17 años rasgando el olvido

El Festival Internacional de Cine del Sahara Occidental se celebró un año más en los campamentos de refugiados saharauis. Cultura y política se abrazan en un evento marcado por la guerra y la alienación del gobierno español con la propuesta marroquí de autonomía.
6 nov 2022 06:00

A 1.475  kilómetros de Madrid, 1.464 kilómetros de Argel y 716 kilómetros de Rabat, hay un mundo a la espera. Sin montañas, ni mar, ni ríos, ni valles, ni bosques. En un terreno arenoso y árido, de unos 6.000 kilómetros cuadrados (el tamaño de Tarragona) donde unas 165.000 personas —según el Frente Polisario— se distribuyen en cinco wilayas. Tinduf, Smara, Dajla, Bojador y Auserd: campamentos de refugiados que llevan los nombres de localidades en el Sahara Occidental, la tierra de donde tuvieron que exiliarse hace ya casi medio siglo. 50 años son tres generaciones. Tres generaciones de gente que espera una independencia que ya llegó hace mucho tiempo al resto del continente.

Fisahara: Descolonicemos! Los carteles del Festival Internacional de Cine del Sahara Occidental asoman en el recinto donde se proyectarán las películas y se sucederán las muchas actividades que se celebran en este marco. Estamos en la wilaya de Auserd, sede del evento. Es 12 de octubre de 2022, mientras en la que sigue siendo potencia administradora del Sahara Occidental, España, se celebra el punto de partida del colonialismo patrio, el Sahara festeja su Día de la Unidad Nacional. Este año la fecha coincide con la inauguración de un festival que es un puente entre dos mundos: el de la lucha por la independencia saharaui, y el de la solidaridad de los pueblos del Estado español. Pero también ejerce como puente entre dos ámbitos: la política y el cine.

“Estamos listos para volver a nuestra tierra, solo necesitamos conseguir la independencia”, dice en el acto de inauguración el Ministro de Cultura de la RASD, Gauz Mamuni

“Estamos listos para volver a nuestra tierra, solo necesitamos conseguir la independencia”, dice en el acto de inauguración el Ministro de Cultura de la RASD, Gauz Mamuni. La representación institucional es nutrida durante los cuatro días que dura el festival. En los discursos de las autoridades saharauis sobrevuela la sensación de hartazgo y el cansancio de la espera. Pero también lo inamovible de su apuesta. “En la naturaleza del pueblo saharaui está la libertad. No hay techo, mira el cielo, quiere moverse libre a todas partes”, continúa Mamuni. La guerra está presente como el consenso de la única herramienta con la que cuenta un pueblo harto de esperar, y al mismo tiempo, permanece extrañamente lejana, pocas noticias claras llegan desde el frente.

“Me avergüenza ser español, os hemos vuelto a fallar, como en el 75”, apunta Pepe Taboada, Presidente de Honor de CEAS-Sáhara. Su intervención evidencia algo que será una constante durante los cuatro días que dura el festival. El divorcio entre una población ligada al pueblo saharaui y las últimas decisiones del gobierno, con la carta de Pedro Sánchez apoyando la autonomía del Sahara dentro de Marruecos, como una traición que aún resuena. “El pueblo saharaui nos ha enseñado que no ganará todas sus batallas, pero que no se rendirá”, apostilla el histórico activista.

Si el cine se queda con las noches en el desierto, las mañanas son para los debates, en los que se apunta cómo descolonizar la cultura o el periodismo. Durante todo el día, en las jaimas que rodean el recinto, representantes de las Dairas, distritos en los que se divide el campamento, cantan, bailan, sirven el té. También acogen debates y ruedas de prensa y hasta la grabación de un programa de Carne Cruda. Cuando se va el sol, en las dos pantallas se exhiben películas que disputan la colonización de las voces y las narrativas y muestran historias propias desde la perspectiva de quienes las viven. Las mujeres y los niños se sientan en extensas alfombras dispuestas en el suelo, los chicos y los hombres se agolpan alrededor. Se ven móviles grabando las pantallas de cine donde aparece en muchos casos lo cercano, jaimas, y arena, escenas de una cotidianeidad atrapada en un desierto ajeno.

Alrededor de este trocito del Sahara lleno de luces de proyector y de vida, se extiende la wilaya, con sus caminos polvorientos, sus jaimas y viviendas levantadas con bloques de cemento o tierra, hogares apuntalados con alfombras y alargados sillones. Corralitos para las cabras, hechos de chapa y rejas, pequeños comercios que exhiben productos de Mercadona, o traen género de Argel a precios cada vez más inalcanzables, completan el paisaje del campamento. Más afuera, carreteras que unen las wilayas, postes de luz en el desierto, algún que otro camello, y cadáveres de coches que no pudieron ser reparados una vez más, dando fe de los efectos del paso del tiempo y el abandono. Asomando entre la arena, plásticos y más plásticos.

La gente vive en los campamentos en gran medida de la ayuda humanitaria, reciben una canasta básica por cada persona. Pero son tiempos donde otras emergencias, como la de Ucrania, se llevan la atención y la solidaridad: la cuantía alcanza mínimos, alertan la Media Luna Roja Saharaui y el consorcio de ONG que trabajan en los campos. No se alcanza a cubrir lo básico: menos dinero y todo más caro. Fuera de ahí, los recursos que recibe la población son muy limitados. Está la ayuda de familiares en el exterior, están los sueldos exiguos, llamados incentivos, que cobran cada tres meses quienes trabajan como funcionarios. Así se junta el dinero con el que comprar en los mercados productos cada vez más costosos. Pero los pueblos no se alimentan solo de comida, necesitan también cultura. Lo advierte Tiba Chagaf, director del Fisahara junto a la directora ejecutiva María Carrión. Chagaf también dirige la Escuela de Formación Audiovisual (EFA) Abidin Kaid Saleh, la escuela de cine del Sahara. 

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Foto: Gonzalo Cases

Encontrarse, narrarse

Es aún el primer día del festival: Jaula y Machura están junto a un camión con sus compañeras y compañeros de la escuela de cine. Hay mucho ajetreo alrededor, tienen que dejarlo todo listo para las proyecciones. Entre los filmes que podrán verse estos días también estarán los suyos: en la escuela se estudia dos años, y la condición para egresar es hacer una película.

Chagaf corre de un lado para otro, exigido por la organización del festival y los requerimientos de las y los periodistas. Apenas se detiene dos minutos para hablar de esta edición del Fisahara, que no es la más grande de las 17 que ya se han hecho desde 2003, con algunas interrupciones, pero sí particularmente importante por celebrarse en un escenario dibujado por la guerra, pero también por la alineación española con Marruecos. Para Chagaf, el pueblo saharaui, a través de la EFA, se dota de “nuevas herramientas para resistir y darle visibilidad a la causa”. Ambas iniciativas, Festival y escuela, están íntimamente ligadas: la segunda es, en sus palabras, “una semilla que se sembró gracias al festival, porque después de los talleres que se estaban haciendo paralelamente, se vio la necesidad de crear una escuela”. Llevan 11 años, de ahí han salido cinco promociones. “Los saharauis empiezan a tener su propio cine”, celebra Chagaf.

Las películas que salen de la escuela se pueden ver en la primera velada del Fisahara: es un acontecimiento. Toda la wilaya parece estar ahí. Peligro inminente, de Azza Mohamed Maulud, habla de la guerra; Tomas de los campamentos, de Machura Ebah Alamin, aborda la cotidianeidad; la gesta de un joven saharui para plantar en el desierto es el tema de El jardín nómada, de Mohamed Salem Mohamed Ali; del trauma de los presos y la tortura se ocupa Catatonia de Ahmed Mohamed Lamin. Con motivo del estreno de los cortos, anuncian también lo que viene a ser un punto de inflexión: la primera miniserie hecha en el Sahara, un trabajo entre lo documental y lo cómico. Los aplausos del público dan fe de que este no es un triunfo individual, sino un hito colectivo. Estos alumnos que nunca vieron el cine en ninguna sala, narran la historia de su pueblo, una historia que nadie cuenta, para mantener la identidad. Ahora el hassanía llega a todas partes del mundo, afirman con orgullo.

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El grupo colombiano Fundación Chiminigagua hace una torre humana en el desierto, y ondea una bandera saharaui. Foto: Gonzalo Cases

Se hace tarde y Catatonia es una película dura, ambas cuestiones hacen que algunas madres e hijos vayan a recogerse. En otra pantalla, Hank Levine, un cineasta brasileño, cuenta en Éxodo: de donde vengo está desapareciendo, la historia de cinco personas de diversos pueblos que tuvieron que abandonar su tierra o luchan por volver. La película remonta a 2016, pero en una escena, unas mujeres saharauis conversan: “Tenemos que conseguir la independencia pacíficamente, pero si no la conseguimos pacíficamente, nuestros hombres están esperando en el muro, preparados para la guerra”. 

Un rato antes, cuando la noche estaba menos oscura, la misma pantalla mostraba otra mirada desde el exterior: la del director Emilio Martí, en el cortometraje Little Sahara, fruto de un taller de cine y derechos humanos que tuvo lugar en los campamentos en 2020. Niñas y niños saharauis protagonizaban el estreno mundial de este experimento visual que siembra la arena de animaciones, dibujos y poesía, relatando la vida en el exilio: “Nuestra casa no es nuestra casa, nuestra agua no es nuestra agua”. “El futuro es esperar siempre, todo el mundo se desespera de esperar siempre, nuestro peligro es la ocupación, nuestra muerte es el olvido”, se condensaba en pocas palabras infantiles.

Las esperas de nuevo ocupan la pantalla. En su película Mutha y la muerte de Hamma Fuku, el director Daniel Suberviola acompaña a Mutha, una mujer que sigue las huellas de su padre, quien perdió la vida desactivando minas cuando su madre aún estaba embarazada de ella. Ahora es ella quien se ocupa de esa labor para que las nuevas generaciones no tengan que enfrentar esta amenaza. “Las minas son viejas pero están vivas, se mueven con el viento y con la lluvia”, explica Mutha en la película. Arrojadas desde los aviones, las minas son restos de la anterior guerra, una guerra que acabó en falso en 1991. “Algunas minas se activan sin estallar, esperan. Las bombas también esperan”. Memoria y presente vuelven a abrazarse en su relato.

Hamudi Farayi se ocupa de las redes sociales de la EFA pero es también quien mantiene el archivo con todas las películas que salen de la escuela y del festival, así como de las actividades que se organizan en ese marco. Es en la escuela que se graduó, y luego pudo seguir estudiando en Madrid. Después volvió, quienes pasaron por la EFA mantienen el vínculo. Gracias a ello, en los once años de existencia que lleva el proyecto han pasado de contar con profesores extranjeros a que sean saharauis quienes se ocupan de la docencia. La escuela de cine, que se convierte en el centro de la vida de las 20 personas que anualmente se suman al proyecto, en régimen de internado hasta hace pocos años, no es un trampolín individual, sino un espacio colectivo que dedica mucho tiempo a preparar el Fisahara. “Este año los preparativos fueron muy intensos pero también muy divertidos. El Fisahara, para mí y para toda la escuela, tiene un valor muy especial. Es algo increíble ver un cine bajo las estrellas en un campamento”. Durante el año, la escuela también lleva el cine a las wilayas con el proyecto Solar cinema: “Viajamos entre los cinco campamentos para proyectar nuestras películas. Así, la mayoría de las películas son cine saharaui hecho por saharauis”.

“¿Alcanza la cultura para transformar?”. Willy Toledo, veterano del festival, se preguntaba por el mismo principio fundamental de un Fisahara en el que se califica al cine como herramienta política
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Estudiantes de la EFA Abidin Kaid Saleh se preparan para disfrutar de la velada en la duna. Foto: Adad Ammi

La cultura como arma política

“¿Alcanza la cultura para transformar?”. Willy Toledo, veterano del festival, se preguntaba por el mismo principio fundamental de un Fisahara en el que se califica al cine como herramienta política. La pregunta se la hacía a Mariam Hmada, ex ministra de Cultura y Educación y luego gobernadora de la Wilaya de Auserd. Hmada lo tiene claro: “La cultura llega al corazón de las personas antes que a las mentes, sirve para emocionar. Lo que hacen artistas, cineastas, informadores, tiene efecto”, apuntaba, recordando el rol de este tipo de apoyo en el caso de Aminatu Haidar.

A Toledo se le devuelve su propia pregunta en lo alto de una duna. Abajo se prepara el grupo colombiano Chiminigagua, un proyecto de arte callejero que lleva alegrando el festival cada jornada, saltando entre los niños y las niñas, al grito de “¡uh -ah!”. Harán una torre humana que agitará en su cúspide una bandera saharaui. También el grupo musical de la wilaya ocupará la noche en el desierto con su música. Toledo apunta a su experiencia personal y a su grupo de treatro Animalario: “Hemos apostado por obligarnos a no desvincular jamás nuestro arte del tiempo histórico que nos está tocando vivir y de retratar lo que vemos cuando salimos a la calle. Denunciar todo lo que nos parece que está mal”. Se detiene un momento. “¿Si llegamos a transformar algo? Tengo momentos en los que pienso que sí, pero también absolutas crisis de fe”. Apunta Toledo que aunque pensara que no sirve para nada, estaría junto al pueblo saharaui 47 años más. Hay cosas que se hacen y punto.

Taboada se adhiere a la concepción de la cultura como arma: “Traemos cineastas, músicos, escritores, y cuando vuelven cuentan lo que han visto, ven que la gente está construyendo un estado de la nada”. En esta ocasión los artistas invitados son Itziar Ituño, de la famosa serie de televisión La Casa de Papel, y Amaral, el veterano grupo maño. Todos muestran su entusiasmo. “No me es desconocido ni el pueblo saharaui, ni su lucha. Lo he escuchado muchas veces. En el País Vasco hay una solidaridad ya implícita, porque tenemos historias comunes. Llegar aquí y ser recibida de esta manera por esta gente maravillosa que es como una plantita verde en medio de un desierto árido y hostil, pues es súper emocionante”, explica Ituño. Para Eva Amaral, “la belleza del ser humano en unas condiciones tan duras, tan áridas, de repente es fascinante, ver florecer el espíritu humano por encima de todas las cosas. Pero también encontrarte con el choque de la injusticia que se vive día a día”. Juan Aguirre cierra la ronda: de un lado destaca lo político, “te cuentan cosas que a veces se silencian en los medios más importantes de nuestro país porque no interesa”, por otro, lo emocional, se trata de “empatizar con la injusticia de manera directa”.

Taboada se adhiere a la concepción de la cultura como arma: “Traemos cineastas, músicos, escritores, y cuando vuelven cuentan lo que han visto, ven que la gente está construyendo un estado de la nada”
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Un grupo de mujeres come en una de las jaimas que rodean el recinto donde se celebra el Fisahara. Foto: Adad Ammi

Descolonizar las mentes

La memoria entre generaciones ocupa un lugar privilegiado en el festival y en los imaginarios que le dan consistencia: Abdulah Arabi, representante del Frente Polisario en España explica que mantener la memoria viva es imprescindible para que continúe la lucha y el pueblo saharaui, tanto en los campamentos, como en el Sahara ocupado siga unido. Narra cómo en los territorios ocupados la estrategia ha pasado por cuestionar la identidad: “Quisieron aflojar nuestra memoria, diluir el compromiso con la independencia de nuestro pueblo, pero nunca se dejó de explicar la situación a los niños en los territorios ocupados para que entiendan por qué nuestro pueblo está dividido, por qué tenemos familiares en los campos”. Estos hijos e hijas, nacidos bajo la ocupación, son quienes se manifiestan en las calles arriesgando sus vidas. “La política de ocupación ha fracasado, el Frente Polisario ha conseguido mantener vivo el reclamo de la independencia. Por eso temen el referéndum”, sentencia.

No hay descolonización política sin descolonización mental, defiende Chagaf, por eso considera fundamental conservar la propia cultura. Pero no concibe la cultura como algo inmóvil: “Las culturas son un río que fluye, pero empiezan a aparecer pequeños ríos que se encuentran en ese gran cauce. Tiene que ser así, porque si se estanca y deja de ser un río, se convierte en una presa y si no drena, termina por pudrirse. Las culturas, si no se abren, si no evolucionan, terminan cerrándose, se convierten en sectas o guetos”. Explica, defendiendo la cultura saharaui como algo auténtico y al mismo tiempo abierto a otras culturas. Y con una mirada panafricanista y anclada en el sur. “Este festival es un ejemplo de los muchos otros festivales que se organizan por África y debemos de ajustar fuerzas para consolidar el cine africano”.

No hay descolonización política sin descolonización mental, defiende Chagaf, por eso considera fundamental conservar la propia cultura
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Amaral toca en la clausura del festival. Foto: Gonzalo Cases

Un premio colectivo

En la ceremonia de entrega de premios, el trofeo, un camello vivo, aguarda detrás del público, hasta que lo lleven hasta la persona ganadora. Se trata del director argelino Rabah Slimani, director de Wanibik: el pueblo que vive frente a su tierra, un largometraje en el que convive el potencial de la escuela de cine, con el peso de la solidaridad entre naciones africanas. Su director explica cómo, como una semilla, todo surge de un primer corto, sobre la situación del Sahara occidental, una pieza que tuvo buen recorrido, mostrando que hay una sed en el mundo para conocer más de la causa saharaui ante el “embargo mediático impuesto por el colonizador”. Para profundizar en la historia. Slimani hizo una estadía en la EFA, una institución que le recordaba al despertar del cine argelino durante la guerra de por la independencia de aquel país.

Respetuoso de los relatos propios, Slimani se puso a indagar en toda la filmoteca saharaui. Tomó en este proceso la decisión de abandonar el discurso de la victimización. “Están en lucha y resisten, me faltaba mostrar este aspecto. Decidí no hacer un filme sobre los saharauis sino con los saharauis”. Para ello contó con la mirada de los estudiantes de la escuela de cine, quienes eligen centrar su mirada en la guerra, y el muro de la vergüenza. “Son ellos los que narran , les acompañamos en la necesidad de documentar este espacio y este tiempo”. Slimani retoma a Apollinaire cuando dice que no hay poesía sin dolor. En la Escuela de cine del Sahara ha encontrado la prueba: en su inspiración, sus reflexiones y sus miradas. “Sus debates sobre el cine superan los del estudiantado de cualquier escuela de cine reconocida, donde la gente busca solo el resultado”. Subraya que él mismo se considera, después de pasar tiempo con estas chicas y chicos, un estudiante más de la escuela, y por ello, el estreno del film tenía que ser en el Fisahara, aunque espera que el film viaje por todo el mundo, explicando el sufrimiento y la lucha de la última colonia de África.

Es sábado por la noche en Auserd, ya no hay más películas. Amaral se encarga de clausurar el festival, entre la población de la wilaya atenta y receptiva a una música que no conocen, y la gente que vino en un vuelo chárter y corea canciones que forman parte de la biografía de todos. Juan Aguirre dice que es el concierto más emocionante de su vida. En la wilaya de Auserd se canta y se baila. Los maños invocan a Labordeta, rodeados de mucha de la gente que ha hecho posible un festival de cine internacional más en el Sahara. “Habrá un día en que todos al levantar la vista veremos una tierra que ponga libertad”, en el escenario un canto colectivo rodea a Eva. Los puños en alto se extienden arriba y abajo del escenario.

Al día siguiente, camino al aeropuerto de Tinduf, el mundo vuelve a dividirse entre quienes pueden moverse libres y quienes continúan con una espera que acaricia la mitad de siglo.

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Tiba Chagaf, director ejecutivo del Fisahara y de la Escuela de Formación Audiovisual Abidin Kaid Saleh. Foto:Gonzalo Cases
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Hodei Alcantara
Hodei Alcantara
8/11/2022 7:13

Precioso artículo e importantísimo que eventos como el Fisahara sigan adelante y cuenten con el apoyo y solidaridad de actores y músicos extranjeros, porque eso dará más visibilidad a la lucha del pueblo saharaui. Además, permitirá a los saharauis unirse en torno a un objetivo común, la independencia y descolonización de sus tierras ocupadas, y en ese frente no solo valen las armas, sino también la cultura, que es la fuente del conocimiento.

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