
Ruido de fondo
El síndrome de Nolan
El síndrome del director Cristopher Nolan estriba en una alienación que nos impide reconocernos la necesidad de ceder el control de nuestras narrativas al Otro, la Otra, nuestro propio inconsciente.
En diciembre de 2014 se celebró en la Universidad Complutense de Madrid una pionera Semana de la Ciencia Ficción. En sus argumentos resonaba el impacto traumático que tuvo la Gran Recesión en años subsiguientes. Sin ir más lejos, la mesa redonda en la que participamos ambos llevaba por título “Utopía, capitalismo, distopía, postapocalipsis: Narrativa realista para la España actual”. El pesimismo del enunciado contrastaba, sin embargo, con el optimismo de algunos de nuestros compañeros de mesa ante la celebración misma del evento: toda una semana consagrada a debatir sobre ciencia ficción en una de las principales universidades españolas ponía de relieve, para ellos, un cambio notable de actitud en la academia hacia géneros asociados tradicionalmente a la cultura popular. Cambio que, seis años después, podemos dar por consolidado, quizá en relación directa con la inversión nietzscheana de muchos valores, también los culturales, que ha propiciado a largo plazo la crisis.
En aquel encuentro, uno de nuestros contertulios, profesor y novelista, se atrevió ya a dar por hecho ese cambio decisivo: “La cultura popular ha llegado para quedarse. Los frikis hemos ganado la batalla”. Nosotros dudamos en compartir su entusiasmo. Creíamos que la definida por la socióloga Cristina Martínez como “subcultura friki” habría de pagar un precio considerable por abandonar los márgenes de la respetabilidad colectiva, instalarse en su centro, y devenir lengua franca de sus inquietudes y ansiedades. Y, en efecto, así ha sido. Su instrumentalización actual por parte de agentes económicos, sociales y políticos varios amenaza con desvirtuar en buena medida su potencial subversivo e iluminador, aunque nos falte desde luego la perspectiva suficiente como para sacar conclusiones categóricas al respecto. Lo que sí podemos afirmar sin duda ninguna es que el director británico Christopher Nolan ha desempeñado un papel destacado en ese proceso. En especial gracias a la trilogía que realizó entre 2005 y 2012 sobre el personaje de cómic Batman, pero también por lo planteado en títulos de ciencia ficción como Origen (2010), Interstellar (2014) y la recién estrenada Tenet (2020).

No es casual que los críticos estadounidenses acuñasen la fórmula clever blockbuster, superproducción inteligente, para referirse a las películas de Nolan en contraposición al entretenimiento supuestamente embrutecedor que tiende a proporcionarnos cada temporada la industria del espectáculo.
No es casual tampoco que entre los referentes destacados de Nolan como cineasta se cuenten la franquicia Star Wars —con lo que ello trae aparejado en cuanto a sentido de lo arquetípico y lo maravilloso y la sublimación de ambos aspectos en lo consumible— y Ridley Scott, otro realizador británico, que ha aportado en las últimas cuatro décadas al panorama del cine mainstream un sello más o menos verosímil de trascendencia a través de fábulas graves y estilizadas como Alien (1979), Blade Runner (1982), Hannibal (2001) y El consejero (2013). Nolan ha superado en cualquier caso a sus modelos: su querencia —compartida con ellos— por el gran espectáculo, ha trascendido la naturaleza artesanal/industrial para abrazar, nos guste o no su cine, lo conscientemente autoral.
La obra de Nolan ejemplifica la aspiración de cierta tipología de lo friki a legitimar la fantasía, la evasión, como depositarias dignas de valores acotados hasta hace poco por la convención a la alta cultura y el drama realista
Sus narraciones espesas han reiterado un interés obsesivo por las mecánicas del tiempo y lo (in)consciente, la pugna entre el control y la entropía, y una concepción de la moralidad entre lo torturado y lo relativista de filiación postmoderna. La obra de Nolan ejemplifica así la aspiración de cierta tipología de lo friki a legitimar la fantasía, la evasión, como depositarias dignas de valores acotados hasta hace poco por la convención a la alta cultura y el drama realista.
Una “ansiedad neurótica de trascendencia (...) empeñada en aparentar ser más de lo que se es”, en palabras dedicadas significativamente por el crítico Jordi Costa a las últimas películas de Ridley Scott, que trae consigo, de manera implícita, la reivindicación de la propia figura del friki. Una figura asociada estereotípicamente durante años a hombres inmaduros, distanciados de cuanto les rodea en virtud de su inmersión en ciertas películas, series, cómics y videojuegos, afines en muchos casos a la ciencia y la tecnología, y cuyas habilidades sociales y percepción de lo mujer son problemáticas.
Pero, ¿superan de verdad las películas de Nolan el estadio de la ciencia ficción y la fantasía tal y como aborda generalmente dichos registros el cine comercial? Y, en paralelo, ¿existe una evolución auténtica en él y sus acérrimos defensores, los llamados nolanitas, respecto de antecesores menos presentables, o uno y otros son víctimas del síndrome del impostor, de esa ansiedad neurótica de trascendencia a la que se refería Costa?
La polémica a propósito de la tercera incursión de Nolan en el universo de Batman, El caballero oscuro: La leyenda renace (2012), que más de uno y dos críticos tacharon de conservadora por su supuesta plasmación alegórica en términos negativos de los movimientos sociales derivados de la Gran Recesión, nos da una pista sobre la posible pervivencia soterrada en las imágenes de un espíritu friki cuya sofisticación y compromiso con su tiempo podrían interpretarse más como maquillaje que como realidad. Otro indicio de ello es tan obvio como las masculinidades en su cine y, ligado a ello, el rol que juegan sus personajes femeninos.
Los hombres de Nolan y los actores que los interpretan —Guy Pearce, Christian Bale, Leonardo DiCaprio, John David Washington— no son toscos ni siguen el viaje lineal del héroe; representan una masculinidad tan grácil como aturdida, persiguen objetivos que acaban por adoptar un carácter existencial y metafísico porque, en esencia, se persiguen a sí mismos. Pero su vestuario y sus complementos high tech, su atildamiento y el de los escenarios en que tiene lugar la acción, remiten a un paradigma tan discutible en la actualidad como James Bond —Tenet es una relectura explícita del imaginario 007— y, en sintonía con ello, una sublimación romántica de la masculinidad corporativa surgida tras la Segunda Guerra Mundial y pulida en acero, píxeles, cristal y stock options durante la frágil burbuja socioeconómica de entresiglos. “¿Cómo se traduce una estrategia comercial en un sentimiento?”, se pregunta uno de los personajes de Origen. Y, con ello, da voz a una de las vertientes más incómodas —la capitalización de los afectos— de lo que el ensayista Antonio J. Rodríguez, ha definido como “la nueva masculinidad de siempre”.

En paralelo, las mujeres de Nolan encarnan figuras retóricas en las que se proyectan los anhelos, las limitaciones, la agresividad más o menos contenida de los protagonistas masculinos; son un complemento más de su vestimenta emocional, de la ferocidad competitiva que ponen de manifiesto hacia los demás y, sobre todo, hacia sí mismos. En Following (1998), Insomnia (2002), Batman Begins (2005), El truco final (El prestigio) (2006), El caballero oscuro: La leyenda renace (2012) y Dunkerque (2017), la presencia de las mujeres es inexistente o anecdótica, y en Memento (2000), El caballero oscuro (2008), Origen y Tenet cobra una importancia de tintes necrófilos. Los héroes de estas últimas hacen de las protagonistas espectros. En principio, con mala conciencia. En última instancia, descubrimos que les ha sido más conveniente abismarse en la imagen fantasmal de sus compañeras que afrontar su existencia tangible, como adultos.
La alienación de los hombres de Nolan respecto de las mujeres puede extenderse al conjunto de sus argumentos cinematográficos. Como cualquier otra superproducción, sus películas se basan en high concepts, premisas básicas y fascinantes, aunque en su caso sean de cariz intelectual. Premisas que, con excepciones como Dunkerque, pasan a desarrollarse en pantalla con un déficit expresivo —las formas se supeditan con rigidez a los discursos—, y con un exceso de didactismo.
A la ansiedad de trascendencia de Nolan habría que sumarle otra ansiedad, la comunicativa; un afán por explicarnos el truco más reciente que se le ha ocurrido y sus implicaciones revolucionarias, hasta el punto de cifrar la magia a que da lugar el truco en cuestión en la descripción minuciosa de sus mecanismos. Nolan se delata así como ese amigo nerd un poco pesado que te quiere hacer partícipe de toda su sabiduría y su lógica al respecto del arcano fantacientífico que toque, pero que, por inseguridad, no sabe o no quiere dejarte hablar, debatir, confrontar con él sus planteamientos. El resultado es que te desespera, lo que no deja de ser paradójico teniendo en cuenta que, bajo toda su palabrería tan erudita como insegura, late tan solo el deseo de ser abrazado, algo por otra parte muy explícito en las ficciones del director. El síndrome de Nolan estriba en una alienación que nos impide reconocernos a nosotros mismos la necesidad de ceder el control de nuestras narrativas al Otro, la Otra, nuestro propio inconsciente, a fin de que nuestras emociones y nuestra imaginación puedan volar libres de las ataduras que nosotros mismos les hemos impuesto.
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