La Vía Campesina
Las otras Berta Cáceres

El asesinato de la líder campesina e indígena hondureña Berta Cáceres no es un caso aislado. Miles de mujeres luchan a diario por los derechos de la tierra y de quienes viven de ella.

Campesinas en Túnez
Campesinas en Túnez en la cosecha del olivo. Álvaro Hurtado
8 sep 2017 15:21

En marzo del año pasado el asesinato de Berta Cáceres llevó a todos los medios de comunicación la lucha de las comunidades campesinas e indígenas contra las empresas multinacionales. Berta, líder del pueblo lenca de Honduras, llevaba años conviviendo con amenazas a causa de sus denuncias contra las concesiones de proyectos hidroeléctricos que, en caso de ejecutarse, expulsarían a las comunidades y contaminarían el medio ambiente, afectando de forma irreversible sus formas de vida. Su organización, el Consejo Cívico de Organizaciones Populares e Indígenas de Honduras (COPINH), consiguió que la mayor constructora de represas a nivel mundial, la empresa de propiedad estatal china Synohidro, abandonara sus proyectos en la zona, aunque posteriormente serían retomados por empresas locales.

El caso de Berta despertó la movilización internacional contra la persecución de quienes defienden el territorio de los intereses del capital ante Estados que no solo no ofrecen protección sino que, como en el caso de Berta, son cómplices de los poderes económicos. El cálculo es angustioso: cada tres días una persona como Berta es asesinada.

La tercera semana de julio se celebra en Derio, Bizkaia, la VII Conferencia de La Vía Campesina, un movimiento internacional que, desde 1993, agrupa a 200 millones de personas de 164 organizaciones campesinas de 73 países. “Berta estará muy presente”, dice Alazne Intxauspe, una joven baserritarra que forma parte de la organización anfitriona, el sindicato agrario EHNE Bizkaia, que lleva meses participando en la preparación de este importante acontecimiento.

Está previsto que acudan 600 personas campesinas e indígenas para reflexionar sobre los desafíos a los que se enfrentan y sobre los avances en la construcción de la soberanía alimentaria mediante la agroecología, la defensa de la tierra y los derechos campesinos. “Las organizaciones de Centroamérica traerán a la asamblea la criminalización contra el campesinado como un eje central, por eso el caso de Berta será energía y reafirmación”, explica Alazne.

Como muchas familias campesinas de Euskadi, la de Alazne dejó atrás su dependencia del sector agrario pero ha mantenido una economía mixta en la que la huerta y los animales son complementarios. Alazne, como cada vez más jóvenes en Europa, es campesina a tiempo completo. “Y lo digo con mucha dignidad. De hecho, a veces me parece que aún me queda mucho para sentirme campesina, pues al lado de tantas historias de vida, esfuerzos y buenhacer, sentirse campesina son palabras muy enormes”.

En el sector agrario, como en otros ámbitos, las mujeres se enfrentan a más dificultades que los hombres, entre otras cosas por tener más complicado el acceso a los medios de producción, responsabilizarse de tareas poco valoradas como los cuidados y sufrir condiciones de violencia. La Vía Campesina es consciente de los profundos cambios que deben hacerse en sus prácticas organizativas para que se escuche y valore más la voz de las mujeres.

El cálculo es angustioso: cada tres días es asesinada una activista campesina como Berta Cáceres por luchar por el territorio
Como todas las que con su testimonio ilustran este reportaje, Elizabeth Mpofu, de Zimbabwe, pertenece a ese tejido de organizaciones que han roto la dicotomía norte-sur. “La única forma de conseguir que los gobiernos hagan caso a los campesinos es trabajar de forma conjunta con quienes están en situaciones similares”, explica Elisabeth, quien asume desde hace cuatro años la coordinación de La Vía Campesina.

Activista, agricultora y abuela de nueve nietos, a pesar de su infancia difícil se las ha arreglado para luchar apasionadamente para que las gentes campesinas recuperen su dignidad. “Alimentamos nuestros pueblos y construimos movimiento para cambiar el mundo” será el lema de los próximos días de trabajo en Euskadi. En todo el mundo existen miles y miles de mujeres que luchan contra un modelo excluyente y que devora el territorio. Estas son algunas de sus historias

Chukki Nanjundaswamy

India. “La mujer representa tanto la vulnerabilidad como la fuerza”

Chukki se crió en el seno de una familia campesina en Karnataka, India, y desde muy joven se convirtió en activista contra la globalización. Hoy ocupa la presidencia de la Karnataka State Farmers Movement y además lidera la coordinación de todos los movimientos campesinos de la India.

“El capitalismo está secuestrando todo en nombre del desarrollo”, explica Chukki. “Corporaciones como Monsanto promueven una agricultura industrial con patentes y transgénicos donde nosotras sobramos. La uniformización de los cultivos, como ocurre aquí con el algodón, es una mirada reduccionista que nada tiene que ver con un país diverso donde cada 100 kilómetros cambia la comida y la lengua que se habla”, añade.

La ruina de muchas producciones y el endeudamiento que conlleva asumir este modelo productivo lleva a miles de hombres al suicidio, dejando a las mujeres como únicas responsables de la alimentación familiar. “Las mujeres mantienen una agricultura altamente diversificada mediante la salvaguarda y reproducción de las semillas autóctonas”, dice.

El movimiento campesino no cesa de luchar. Chukki cuenta cómo en Maharastra, la población campesina dejó de llevar comida a la ciudad durante dos días para protestar por los bajos precios y consiguió que los gobernantes asumieran sus exigencias. La organización de Chukki promueve escuelas campesinas de agricultura natural, sin dependencias, “un modelo en el que producimos todo lo que necesitamos”.

Ramona Duminicioiu

Rumanía. “El destierro nos lleva a los invernaderos”

Ramona denuncia que son muchas las personas campesinas de su país que no tienen otra opción que migrar a Europa Occidental para trabajar en granjas industriales. “Nos encontrarás trabajando en mataderos, sobre todo hombres, y a las mujeres en los invernaderos de Almería y Huelva, en la fresa o empaquetando hortalizas. Son historias muy dramáticas”, relata.

Las razones de la pobreza en el campo rumano, potencialmente muy rico, son políticas: “Durante la época comunista nuestra tierra fue arrebatada por el Estado en procesos llamados de colectivización y las personas que se opusieron fueron encarceladas o enviadas a campos de trabajo. Cuando el comunismo cayó, hubo una reforma agraria y algunas tierras se devolvieron”.

Sin embargo, Ramona cuenta que los jóvenes como ella viven actualmente un nuevo fenómeno de desposesión. Fondos de inversión como los de Rabobank o multinacionales del agro como Cargill invierten y compran tierra en Rumanía esperando el momento para venderla al mejor precio. “La situación final es un círculo perverso, el campesinado rumano, sin posibilidad de vivir de su trabajo, deja por un periodo sus tierras facilitando que acaben en manos de acaparadores”, añade.

Desde el sindicato de Ramona, Ecoruralis, trabajan en todos los frentes posibles y se organizan con otros territorios de Europa Oriental para tejer una resistencia más amplia en procesos como el reconocimiento por las Naciones Unidas de los Derechos Campesinos.

María Montávez

Andalucía. “La tierra es mi segunda madre”

María es de Jódar, el pueblo de Andalucía con más gente campesina sin tierra, y forma parte de uno de los colectivos más excluidos, marginados y empobrecidos de Europa, las personas jornaleras. Ella dice que también es uno de los colectivos más luchadores, combativos y más reivindicativos de todo el mundo.

En el caso de Andalucía, se organizan en torno al Sindicato de Obreros del Campo (SOC) —ahora integrado en el Sindicato Andaluz de Trabajadores (SAT)— desde donde se articula la denuncia del latifundismo de unos pocos aristócratas, de los políticos corruptos o de los empresarios de la agroindustria, y sus consecuencias, como la falta de trabajo, la precariedad y la migración forzosa. “No queda otra que rebelarse ante el patrón de turno —dice María— y las mujeres en especial, porque nos hemos ido quedando sin trabajo desplazadas por la maquinaria”.

María, sus hijas y sus nietas, viven junto a otras familias jornaleras en la finca hoy rebautizada como Cerro Libertad. Estas 73 hectáreas de tierra fueron recuperadas por el sindicato en marzo de 2017 de las manos especuladoras del BBVA, el día que se cumplía un año de la entrada en prisión de Andrés Bódalo, jornalero también de Jódar que, como ella, hacen del compromiso un reto vital. “No es posible que unos puedan tener tanta tierra para especular y enriquecerse mientras que nosotras lo que esperamos de la tierra es recibir alimentos. La tierra es mi segunda madre”, dice María orgullosa. “Estamos mejorando el huerto, ya está en plena producción, estamos generando vida”.

Huda Jaber

Cisjordania. Olivos para vivir

Unos años después de la muerte de su marido, Huda quiso retomar el cultivo de sus tierras para mantener a sus cinco hijos. Las tierras de Huda, como las de la mayoría del campesinado palestino, están bajo control civil y militar israelí, y en cualquier momento pueden ser confiscadas para la expansión de los asentamientos de colonos. El 62% de la tierra de Cisjordania se encuentra en esta situación.

Huda se integró en la Unión de Comités de Trabajo Agrícola (UAWC), una organización formada en 1986 para dar respuesta a la vulneración de los derechos campesinos por las políticas de ocupación israelí, que además de territorio, confiscan también el agua.

Gracias a su apoyo, Huda pudo reclamar sus tierras, recuperarlas y plantar olivos, viñas y construir un pequeño invernadero para hortalizas. Ha conseguido ayudar a todos sus hijos a seguir con los estudios y tener un título universitario.

Sin embargo, en este tiempo Huda ha tenido que enfrentarse a los colonos que reclaman el terreno e incluso ir a los tribunales para demostrar que es ella la legítima propietaria de la tierra y poder protegerla. Hoy su finca es la más productiva de la zona, ella es la persona más activa en la comisión agrícola de la UAWC y una referencia en su pueblo, Al-Khader. La historia de Huda es una muestra de los riesgos diarios a los que se enfrenta la población palestina en zonas en las que el uso del poder militar israelí viola constantemente las leyes humanitarias internacionales, creando miles de horribles historias.

Perla Álvarez

Paraguay. “Somos un pueblo con esperanza”

Después de Haití, Paraguay es el país con más pobreza en América Latina y la causa se puede resumir en un nombre, Monsanto, multinacional contra la que lucha Perla Álvarez y sus compañeras de la organización de mujeres campesinas Conamuri. Perla es campesina y académica de la lengua guaraní, y el vínculo para ella entre identidad y tierra es muy estrecha.

La llegada a Paraguay de la soja transgénica de Monsanto ha sido un factor fundamental para que se acrecentara la presión por el control de la tierra fértil. Hoy, más del 85% de las tierras agrarias están en manos de un escaso 2% de propietarios. “Existe una verdadera voluntad estatal de aniquilarnos, de acabar con el campesinado”, explica Perla, a la vez que recuerda la masacre de Curuguaty donde 17 personas fueron asesinadas. “Hace poco, para desalojar a 150 familias en un territorio público se emplearon 1.500 policías, destruyendo casas, huertos y pozos de agua”.

En julio se celebra en Euskadi la VII conferencia de La Vía Campesina, un movimiento que agrupa 200 millones de personas
El monocultivo de soja va asociado con la aplicación del herbicida glifosato, también de Monsanto, clasificado como probable cancerígeno por la OMS. Perla asegura que hay pruebas de que en las zonas en las que se ha introducido el modelo sojero la fumigación con estos tóxicos provoca en la población rural graves enfermedades, malformaciones congénitas en bebés e incluso la muerte. “Las comunidades campesinas e indígenas estamos poniendo nuestros cuerpos para resistir fumigaciones y represiones porque somos un pueblo con esperanzas”, concluye.

Zubaidah Tambunan

Indonesia. La abuela contra las plantaciones de palma

Su aldea, Aek Nagaga, en la zona septentrional de Sumatra, está rodeada de palma africana por todas partes. Sumatra es la segunda isla más grande de Indonesia, que actualmente encabeza el ranking mundial de producción de aceite palma y, para conseguirlo, es también el país con la mayor tasa de deforestación del planeta.

Bien lo sabe Zubaidah, una campesina que representa muy bien el movimiento de mujeres que, dentro de la Unión Campesina Indonesia (SPI), luchan con todas sus fuerzas para detener este cultivo, fundamental para garantizar el funcionamiento del sistema alimentario de las grandes corporaciones. Solo en su aldea de 1.700 habitantes, más de 1.300 personas, fundamentalmente mujeres, están con Zubaidah trabajando por una reforma agraria que les permita recuperar y decidir cómo gestionar sus bienes naturales.

Son muchas las veces que Zubaidah se tumba en las carreteras y caminos que conducen a las plantaciones para detener a las empresas de la palma africana, mayoritariamente de capital extranjero, como Wilmar International, con sede en Singapur y recientemente denunciada por Amnistía Internacional “por abusos sistemáticos de los derechos humanos”, y que controla el 45% del mercado mundial de aceite de palma. Cuando Zubaidah y sus compañeras bloquean las carreteras, un ligero temblor se siente en las multinacionales Colgate-Palmolive, Kellogg’s o Nestlé, dependientes de la producción de este aceite de Wilmar y de otras compañías.

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