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Personas refugiadas
“No puedo esperar más. Estoy viviendo una vida sin esperanza”
Edirisa Simaga Touré ha decidido poner fin a su intento de conseguir asilo en España. Se marcha después de largos períodos durmiendo en la calle y “cansado de esperar respuestas que nunca llegan”. Detenido y torturado por el ejército de su país, Uganda, en 2018 decidió huir rumbo a Europa, pero casi tres años después de pisar España se marcha a Gambia, para recuperar la ilusión que la experiencia migratoria le robó.
“No es justo”, afirma y deja en el aire una duda: “No sé si quienes hacen los derechos o tienen la capacidad de cambiar las cosas saben lo que está pasando con nosotros. Yo no creo que sepan que este programa en que nos meten no es humano”, concede, sin comprender cómo un sistema en teoría creado para proteger, como el de asilo, lo ha condenado a malvivir.
“He luchado en todos los sitios, he golpeado todas las puertas. Estoy viviendo una vida sin esperanza. Vete a una oficina, cuando llegas ahí tienes que contar la misma historia, y de ahí a otra. Todo se arreglará, pero ¿cuándo?”
Este médico ugandés de 31 años que habla cinco idiomas conoce Gambia desde 2016, cuando participó de una misión de radiólogos. Ahora le ofrecen un puesto de trabajo en una clínica y allí prevé rehacer su vida. Añora encontrarse con su madre, un hermano, su mujer y su hija. “Conozco a mucha gente que está en una situación similar a la mía. Tengo familia, tengo un bebé que ahora tiene tres años. Si tengo mi trabajo, si tengo mi dignidad, podemos empezar de nuevo. Aquí estoy cansado de esperar cosas de las que nadie sabe”, asegura.
“He luchado en todos los sitios, he golpeado todas las puertas. Estoy viviendo una vida sin esperanza. Vete a una oficina, cuando llegas ahí tienes que contar la misma historia, y de ahí a otra. Todo se arreglará, pero ¿cuándo? Tu trabajadora social no sabe nada, tu abogado tampoco. Todo depende de una decisión que nadie sabe cuándo va a pasar. No puedo esperar más”, afirma. La red de personas que lo ha acompañado durante su último año en Madrid está juntando dinero para ayudarlo en el camino de retorno.
Torturas y huida
En agosto de 2018, Edirisa Touré fue contratado junto a sus amigos, el enfermero Ssadat Matovu y el auxiliar de enfermería Tahir Lwanga para brindar asistencia sanitaria en actos políticos del partido People Power en la región de Arúa. Un cruce con la caravana del presidente del país, Yoweri Kaguta Museveni, y los miembros de su partido NRM provocó algunos enfrentamientos entre simpatizantes de uno y otro sector.
Esa noche, militares asaltaron el hotel donde descansaban los integrantes del People Power y se llevaron a varios detenidos. “Alrededor de las 21:30h estaba en mi habitación cuando escuché una explosión fuera del hotel. Oí que los soldados sacaban a una mujer y le preguntaban dónde estaba Bobi Wine (diputado). La oí llorar y abogar por ayuda mientras la arrastraban por las escaleras. Esto aún me persigue: oírla pedir ayuda y no ser capaz de ayudarla, estaba tan vulnerable e impotente”, lamenta.
El informe realizado por el centro SiR[a] para la evaluación de casos de tortura y otros tratos y penas crueles, inhumanos y degradantes, describe las situaciones vividas. “Un soldado golpeó a mi puerta con una barra de hierro, logrando romperla después de dos o tres intentos. Otro me apuntó una pistola a la cabeza y me ordenó arrodillarme. Antes de que mis rodillas tocaron el suelo, el soldado que entró en la habitación me golpeó con la misma barra. Apuntó a mi cabeza, pero levanté la mano para defenderme y entonces me golpeó en el brazo. El segundo golpe vino directo a mi cabeza, al lado del ojo derecho. En poco tiempo, muchos hombres estaban encima. Me golpearon los ojos, la boca y la nariz, los codos y las rodillas. Me envolvieron con una tela gruesa y me metieron en un vehículo. ¡Me hicieron cosas indescriptibles! Me tiraron del pene y me apretaron los testículos mientras me golpeaban con objetos que no podía ver. Me quitaron los zapatos, comenzaron a golpear mis tobillos con la culata de sus pistolas. Usaron alicates para tirar de mis orejas”, describe Edirisa.
Tras varios días de arresto en una celda a oscuras, la presión de organizaciones de derechos humanos obligó al Gobierno a juzgarlos en un Tribunal Militar, acusados de traición, portación de armas y el supuesto apedreo a la comitiva presidencial. “El tribunal nos concedió la libertad bajo fianza porque no había pruebas suficientes para retenernos y porque, como civiles, tenían que intervenir tribunales ordinarios. Regresamos a la capital, Kampala y ese mismo día supimos que se había dado una orden para volver a arrestarnos a todos. Con miedo a morir dejamos a nuestras familias y huimos a Ruanda”, relata. Aún son visibles las cicatrices en su espalda, tobillos, codos, piernas, frente y cabeza. También las secuelas psicológicas del encierro a oscuras mientras era torturado.
Tres meses de viaje
Durante tres meses recorrieron varios países, algunos de ellos en situaciones de conflicto armado: Ruanda, Congo, Chad, Níger, Argelia y Marruecos, entre otros. Ssadat tenía familiares en la capital ruandesa, Kigali, y allí alojaron a los tres amigos durante unas semanas, pero el miedo y las buenas relaciones entre los gobiernos de ambos países los empujó a pensar en Europa como refugio. Alguien “con un contacto en Casablanca” les habló de la posibilidad de llegar a España de una forma “segura, pero muy costosa”.
De Ruanda pasaron a el Congo, donde trabajaron para un transportista de combustibles a cambio de que los llevara hasta el destino final de sus viajes, Chad. “Tardamos casi 6 semanas en llegar pasando diferentes países. En Chad nuestro amigo Tahir enfermó gravemente por las lesiones de las torturas y tuvimos que esperar una semana. No queríamos irnos, pero nos pidió que siguiéramos y contáramos nuestra historia. Antes de irnos falleció en el hospital. Fue el momento más difícil de nuestro viaje”, confiesa. El informe SiR[a] describe la culpa que siente el joven médico por no haber podido hacer más por su amigo.
En Níger pagaron a unos policías que les permitieron seguir viaje en un bus hacia la frontera con Argelia. Cinco días de caminata completaron el trayecto hasta cruzarla. Para llegar a Marruecos trabajaron con un campesino que a las semanas viajó a Casablanca a vender parte de su rebaño de ovejas. Allí contactaron con “el contacto” que les habían mencionado en Ruanda.
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El contrabandista los llevó de Marruecos a España por 2.500 euros cada uno, cruzaron dentro del contenedor de un barco. “Fueron dos días a oscuras, sin ver luz, éramos como quince personas entre cajas de pescado. Un señor marroquí lo abrió, no tengo ni idea en qué ciudad de España estábamos y nos dijo ‘hoy es vuestro día de suerte’”, recuerda.
El asilo como horizonte inalcanzable
El mismo hombre se ofreció a dejarlos gratis en Barcelona. Edirisa aceptó, pero Ssadat prefirió seguir con el plan original de llegar a Madrid. En esa ciudad indescifrable sus caminos de bifurcan y tres años después, no han vuelto a saber el uno del otro.
“A eso de las 23 horas del 11 de diciembre de 2018 me dejó en la puerta de Cruz Roja en Parallel, Barcelona. Había gente esperando. Me explicaron que la oficina abría a las 9 y atendía solo a la mitad de la gente, por eso la cola. Al siguiente día me dijeron que estaban todas las plazas ocupadas y que primero tenía que ir a la policía nacional a pedir asilo”, recuerda.
"No había traductor y ninguno de los policías hablaba inglés. Había una persona pakistaní que creo que también estaba solicitando asilo y le dijeron si podía ayudarme”
Allí empezaron los “paseos” entre una oficina y otra. En la policía para darle cita a efectos de hacer la entrevista le pidieron fotos. Otra vez a Cruz Roja y otra noche sin techo. Fueron cuatro meses viviendo en la calle con una comida al día. “Era invierno, mucho frío. Lo único que podíamos encontrar eran cartones, escondiéndonos de la policía. Cada mañana yendo a Cruz Roja a preguntar si había solución y nada”, lamenta. Los albergues municipales tenían listas de espera de entre cuatro y cinco meses.
En la policía lo citaron para hacer la entrevista el 18 de diciembre, pero no había traductor y ninguno de los uniformados hablaba inglés. “Había una persona pakistaní que creo que también estaba solicitando asilo y le dijeron si podía ayudarme”. Cuenta que estuvo declarando tres horas y resumieron su caso en un par de páginas.
“Me dieron un papel blanco por un mes, que tenía que renovar para tener tarjeta roja y al tiempo otra tarjeta roja para tener permiso de trabajo. Yo pensaba que cuando tuviera el papel blanco la cosa cambiaría. Pregunté a la policía y me dijeron que fuera de nuevo a la Cruz Roja, donde iban a darme acogida en el programa de asilo”, rememora. En la ONG le contaron que la entrada al sistema se producía una vez se entrevistara con la trabajadora social, pero la cita más cercana era para el 3 de julio de 2019. El abogado tampoco podía recibirlo hasta el 29 de julio. Faltaban seis meses.
“El imán me dio un teléfono para poder comunicarme con mi familia, aún lo tengo, desde agosto que no la había podido llamar. Fue emocionante volver a hablar con ellas, que supieran que estaba vivo”
En abril coincidió en una mezquita de Poblasec con el hombre que lo había traído a Barcelona. A través de él consiguió que lo dejaran dormir en una mezquita de Cardedeu a cambio de limpiar los baños. “El imán me dio un teléfono para poder comunicarme con mi familia, aún lo tengo, desde agosto que no la había podido llamar. Fue emocionante volver a hablar con ellas, que supieran que estaba vivo”, reconoce.
Días antes de la cita con su trabajadora social lo llamaron de la ONG para decirle que tenía plaza en uno de los albergues. Nadie le avisó que se trataba de un albergue que no tiene que ver con el programa de asilo, que entras a las ocho de la tarde y sales a las siete de la mañana, y te tienes que buscar la vida durante todo el día.
En la entrevista con el trabajador social le dijeron que podría ingresar al programa de acogida, pero tardaría unos días. Pasaron más de siete meses sin respuesta. Con el abogado confirmó que aquella declaración sin traducción contenía menos información de la que él contaba. Acordaron ampliar su testimonio.
Mientras sobrevivía entre albergues, comedores sociales y la calle, hizo un curso de español, otro de seguridad y uno de reparación de móviles, tablet y ordenadores. Hasta que el 21 de noviembre le confirmaron plaza en un alojamiento en Torrelodones, Madrid, gestionado por la Cruz Roja. “Entré a un piso compartido de tres habitaciones, en cada una dormíamos dos personas. Pensé que ahí cambiaba todo, que podría dormir normal, como humano”, confiesa.
Ante la falta de citas para renovar su tarjeta de solicitante de asilo en Madrid, el abogado le tramitó una en Barcelona para el 15 de enero de 2019. Se presentó, pero le dijeron que no podía hacerlo porque la respuesta estaba al llegar. Volvió a la capital y cinco días después le pidieron que regresara. Ya había resolución y era negativa. “De vuelta en Madrid la trabajadora social de Cruz Roja me informó que tenía que abandonar el programa”. Otra vez la calle.
El abogado le sugirió recurrir la denegación “porque habían resuelto sin llegar a ver la ampliación testimonial” y, en simultáneo, presentar una nueva solicitud de asilo. “Era enero y me dieron cita para el 17 de marzo de 2020. Solo una respuesta del juez podía hacer que volvieran a acogerme en el programa, pero podía llevar años”, certifica.
En todos los albergues de Madrid había listas de espera e incluso lo más normal era quedarse fuera de los recursos de campaña de frío de la ciudad. “Estuve dos semanas de nuevo durmiendo en la calle sin poder entrar a los buses que llevan desde Atocha”, recuerda Edirisa. Las redes de apoyo mutuo y organizaciones que trabajan con personas en movimiento obraron lo imposible para que no volviera a pasar por ello.
“Es una tortura psicológica. Ahora hace un año que he presentado la nueva solicitud y sigo sin respuesta. Tampoco tengo respuesta del recurso. Estoy cansado”
Un vecino lo invitó a parar en su casa hasta que tuviera la entrevista. La pandemia y la suspensión de las citas otra vez lo dejó con las manos vacías, pero el vecino, que prefiere no se conozca su nombre, lo ha acogido hasta ahora, que ha decidido volver. “Es mi ángel, mi papá español”, cuenta Edirisa emocionado.
En ese tiempo quiso homologar su título, pero no podía hacerlo porque para ello necesitaba pedirlo a Uganda, de donde está huyendo. La aceptación de su condición de refugiado hubiera obrado la posibilidad de homologarlo sin pedir otro papel, “¿pero eso cuándo va a pasar? Nadie lo sabe”.
“En junio tenía cita de renovación. Yo pensaba que ya tendría una respuesta, y nada. Me renovaron y me han dado otra tarjeta roja hasta diciembre. Es una tortura psicológica. Ahora hace un año que he presentado la nueva solicitud y sigo sin respuesta. Tampoco tengo respuesta del recurso. Estoy cansado”, concluye. Para el día 3 de julio hay un billete reservado a su nombre hacia Banjul, Gambia, a donde vuela a recuperar una vida con esperanza.
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Le deseo mucha suerte en su viaje de retorno, y éxitos en el ejercicio de su profesión. Personalmente me identifico en parte con su historia, y sé muy bien lo que es encontrarte en una especie de limbo administrativo esperando respuestas que no llegan, y francamente, por razones humanitarias tan siquiera debería mejorar el sistema “ el asilo” es un derecho.