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Antimilitarismo
La Marcha a Aitana, por una sierra desmilitarizada. Susurrando en la cúspide
Como toda maravilla, la sierra de Aitana no puede ser poseída por nadie sin que, por ello, pierda su más alto valor para la subjetividad humana. Como si del gigante egoísta del cuento de Oscar Wilde se tratase, el Ejército español ha cercado su cima, prohibiendo con ello los gozos de los juegos infantiles y de la primavera.
Hasta para el más calmado y prudente de los seres humanos los contrastes son algo habitual. Para quienes habitamos las comarcas del sur del País Valencià no son infrecuentes los mediodías calurosos que, en pocas horas, se convierten en noches invernales que invitan al refugio; tampoco que la marea que transporta vida e historia muera contra el hormigón que a ambas niega.
En nuestra provincia, la de Alicante, los sistemas béticos se elevan como agujas de catedrales antes de sumergirse para mostrar sus últimas obras en las Baleares. Ello permite admirar la diferencia desde lo alto y lo bajo, distinguir el predominio del azul, del marrón y del verde.
El mundo que conocemos, como ya dijera Heráclito, es producto de una transformación constante y sin esta variedad de ambientes no disfrutaríamos de tantas riquezas que amamos y obviamos: desde la biodiversidad hasta la profundidad de nuestro pensamiento.
Los seres humanos desarrollamos una ética que nos incita a aceptar y favorecer unos cambios y a enfrentarnos a otros.
Durante una sucesión de tiempo que quizá pueda calcular, pero nunca valorar, una mente humana, las leyes y los elementos de la naturaleza han ido configurando en la Marina Baixa alicantina un paraje rocoso y vegetal, con rincones acogedores y otros inhóspitos, de una belleza imposible sin los enfrentamientos propios de la cadena trófica: la sierra de Aitana.
No obstante, toda alteración no es irremediable y positiva. Los seres humanos desarrollamos una ética que nos incita a aceptar y favorecer unos cambios, y a enfrentarnos a otros.
Movidos por el altruismo, la necesidad o la avaricia, los autodenominados Homo sapiens hemos escrito nuestra historia, golpe a golpe y verso a verso, alterando la naturaleza. Así, también en Aitana, entre manantiales, encinas, simas y cuervos, se alza la obra humana: neveros, bancales y las huellas de un carboneo que ha alumbrado hogares a lo largo de siglos.
Lejos de ser un paraíso, al menos para quienes no creemos en ellos, Aitana ha sido inspiración de artistas, último recuerdo de exiliados, museo para naturalistas y antropólogos, merendero para familias y pandillas… hasta que el Ejército español cercó su cima.
En tiempos del Centinela de Occidente, España firmó una serie de acuerdos económicos y militares con Estados Unidos: los pactos de Madrid de 1953.
Los pactos de 1953 incluían la modernización de la aviación española y la instalación en territorio ibérico de bases militares de uso conjunto. De este modo, producto de un dictado y no de un ensayo o un cuento, entre 1957 y 1960 se llevaron a cabo, bajo la protección de la Virgen de Loreto, las obras de la base militar que albergaría en Aitana a uno de los Escuadrones de Alerta y Control. Estos fueron abandonados en 1964 por el gobierno estadounidense, pues consideró que las tropas españolas ya se valían solitas para defender desde ellos los intereses occidentales.
Poco ha cambiado desde entonces en la cúspide de nuestras comarcas. Los escribas plasmaron, con el pragmatismo de quien sabe que la letra con sangre entra, todas las instrucciones que los militares han impuesto durante décadas. Los Escuadrones de Alerta y Control se convirtieron en Escuadrones de Vigilancia Aérea: el de Aitana es el número cinco entre los catorce que hay en territorio español. Poco importa, los radares de Aitana aún guían a las embarcaciones y los aviones que, sobre el Mediterráneo, se dirijan a algún objetivo militar de la OTAN, en ocasiones, a países que compran armas fabricadas en nuestro estado.
Su escudo sigue siendo el mismo. Sobre el paranoico lema «Siempre vigilantes» se alza una fortaleza sobrevolada por dos cazas y coronada por dos radares. El terreno sobre el que se asienta —aunque con un número excesivo de casillas— parece simular un tablero de ajedrez, en una sórdida apropiación del sentido de un juego que, más que entre la vida y la muerte, suele cabalgar entre la ciencia y el arte; que, más que favorecer el uso de la fuerza, impulsa la búsqueda de soluciones creativas ante situaciones extremas.
Apropiarse de lo colectivo siempre empobrece: es una empresa que no puede llevarse a cabo sin provocar sufrimiento. No podemos consentir que nadie se adueñe de aquello en que se ha convertido el polvo de estrellas, de nuestras calizas o de los hidrocarburos que hay más allá del mar. Menos aún debemos tolerar que se destruya aquella materia que ha tomado consciencia de sí misma: aquello a lo que llamamos seres humanos.
Fruto de esa disconformidad cada año diversos colectivos ecologistas y antimilitaristas de las comarcas del sur del País Valencià celebramos la Marxa per la Desmilitarització de la Serra d’Aitana. Nuestra marcha inició su andadura, enmarcada dentro de la campaña Mayo Desobediente de Alternativa Antimilitarista-MOC, en 2004. El próximo día 19 vivirá su decimosexta edición.
Durante estos años ha habido hermandad entre activistas, caminatas kilométricas en compañía de la Guardia Civil, incursiones al interior de la base, juicios, absoluciones, ágapes, noches en vela… y, sobre todo, una tendencia a convertir la Marcha a Aitana en una jornada festiva que busca la complicidad de todos los sectores sociales, en una celebración transversal de la belleza del monte y una pacífica protesta contra la iniquidad de la guerra.
Aunque no rechazamos un activismo más duro, hemos optado por mantenerlo al margen de la Marcha.
Más allá de nuestras creencias, sabemos que la humanidad y nuestro planeta son el producto cambiante de millones de años de evolución geológica y biológica, y de siglos de historias. Cuidar este legado es una responsabilidad colectiva que exige elegir solo aquellas transformaciones que favorecen la vida y la dignidad.
Más allá de nuestras creencias, sabemos que la humanidad y nuestro planeta son el producto cambiante de millones de años de evolución geológica y biológica, y de siglos de historias. Cuidar este legado es una responsabilidad colectiva
Nunca podremos aplastar la rosa si sabemos que le dio color la sangre del ruiseñor.
No nos gustan los cambios que el poder y su brazo armado imponen en la Tierra. Conocemos los límites de nuestra protesta —quizá ni siquiera esté a la altura de las circunstancias—, pero nos mantenemos en el obstinado empeño de que sobreviva nuestro rito, aquel que, una vez al año, susurra a civiles y militares que la guerra empieza aquí.