Opinión
La (e)lección de matar

Puede ser una pequeña victoria volver sobre lo no tan nuevo en lugar de rozar las cosas sin imaginarlas y que venga la siguiente. Aquella serie, ‘Adolescencia’.
26 sep 2025 06:00

Una ficción está hecha de elecciones narrativas. Alguien mata. No se muestra el cuerpo de la chica asesinada, ni a la madre, el padre, demás familia, una abuela quizá a quienes ella nunca más dará su mano. La chica se ha fotografiado desnuda; aunque se critica la difusión de las fotos, por continuidad se establece una relación estereotipada entre ese comportamiento y provocar la ira del macho: a otros sí y a mí no. El chico-niño asesino es angelical, se juega con la intriga acerca de si es suya esa violencia mediada por un vídeo distante que abstrae y encoge la acción.

Son elecciones. ¿Por qué se tomaron? ¿Para decir que si cualquier niño-adolescente pasa unas horas al día a solas en su cuarto y frecuenta determinada atmósfera digital asesinaría a su compañera de clase? O si recibe una educación pública maltratada por la administración —¿habría sido distinto en un exquisito colegio privado?—, o si su padre no le lleva a comer fuera y charlan los dos. Lo forzado de estas hipótesis procede en parte de otra elección: el plano secuencia no es “solo formal”, sino que resta tiempo a lo vivido. Aunque el tiempo puede ocultar, lo habitual es que permita conocer. Su escasez obliga a suponer. Así vamos, de una suposición en otra.

Tras un rechazo, un chico-niño de 13 años quizá incurra, o no, en enfado, pena, angustia, pero aquí asesina. Es una diferencia clave, también narrativamente. Sin embargo, no se aborda. Los hechos contados apuntalarían cualquier reacción. Otros en su misma situación no matan. ¿Por qué él sí? Indicaba con acierto Lionel S. Delgado que los chavales “están obligados a competir y, a la vez, se les castiga por fracasar”. Ahora bien, millones de personas viven hoy sometidas a esa presión y tampoco matan. El chico-niño mata entonces, se diría, porque al guion le conviene que mate para atraer la atención.

¿No llamamos a eso sensacionalismo? Acudir a sucesos extremos para ganar audiencia. Utilizar el efecto de lo real para borrar mediante impresiones fuertes la diferencia entre “esto podría ser así” y “esto es así”. Los chicos de 13 años no matan a chicas de su edad cuando no quieren salir con ellos, según datos relativos al continente europeo. Pero si la soledad común y singular de ese chico le hubiera llevado por ejemplo, como sí sucede a veces, a hacer un daño lento a su propia familia y a sí mismo, habría generado menos morbo (el morbo de posibles niños asesinos en las casas).

¿Hay que matar para que podamos hablar? “No lo cuentes, muéstralo”, el gran dogma narrativo. Se esté o no de acuerdo, cabe preguntar por qué se elige mostrar al chico-asesino y no mostrar a la chica-víctima, mostrar al padre y a la madre del asesino y no a la madre y al padre de la víctima. Con su ensalzada inteligencia, el chico-niño podría haber imaginado antes de su acción a la chica muerta y los días venideros de quienes la querían, y haber dudado. Pero, ¿para qué? Al fin y al cabo, las narraciones prefieren la vida del asesino que sigue en pantalla a cargo de su aventura vital; para el otro lado basta una frase de una tercera persona no concernida, la psicóloga: “Ella ya no podrá…”.

No se trata de pedir a una ficción que cuente lo que no ha querido contar, sino de pensar en las causas de que una ficción donde el lugar de los adultos que sí matan a las mujeres lo ocupa un chico-niño angelical de 13 años haya seducido a sectores amplios de esta sociedad.

Tantas narraciones sobre los asesinos y tan pocas sobre las víctimas y sus entornos. Parecía que se empezaba a cuestionar el halo de asesinar, pero no. En esta serie se mata tres veces: una vez la identidad única del niño-adolescente para convertirlo en nuevo modelo de asesino desvalido y con encanto. Dos veces a la chica que lo perdió todo: una, al quitarle vida y presencia; otra, al hacer desaparecer el peso de las lágrimas.

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