Introducción a la resistencia psicológica: impotencia vs. activismo

El “activismo” es nuestra única gran aventura. Es nuestro único modo de vida auténtica, la única manera de ser persona y escapar de una existencia como “productos del sistema”.

“Yo no puedo cambiar el mundo pero…”. Sobre esos puntos suspensivos se erigen nuestras identidades y residen nuestras radicales diferencias. Porque somos diálogo con el entorno, un “ser en el mundo” que se construye y reconstruye en relación al “otro”, y que se sabe a sí mismo en soledad.

¿Qué podríamos plantearnos a nivel personal y colectivo en el momento histórico que estamos viviendo? Lo primero que quisiera señalar es que la negación del peligro nos está paralizando. La mayoría vivimos disociadas de los nubarrones que se avistan en el horizonte, y cuando tomamos conciencia de ellos, a lo sumo, intercambiamos quejas estériles: es la rabia del que en el fondo se siente impotente, limitarse a decir “no” y protestar.

La fe ciega es la otra cara de la negación capitaneada por la impotencia, ¿cuántas creemos que, contra todo pronóstico, unos cuantos héroes nos ahorraran las catástrofes en el último momento? Es de esa impotencia, que llevamos como podemos en el fondo de nuestro corazón, de sus causas, síntomas y peligrosas defensas, y de la necesidad de construir una resistencia psicológica efectiva que pueda soportar los “golpes” e idear simultáneamente estrategias alternativas, de lo que quisiera hablar en esta serie de artículos. Y es que… ¿Qué hacer cuando parece que no se puede hacer nada?

A veces pienso que sólo se puede ser “madre” o “hija”. Por supuesto conozco los discursos emancipadores que alimentan nuestra individualidad, responsabilidad, libertad… Pero cuando pienso en mi planeta, me siento sujetada a él, como una madre o como una hija. Soy madre cuando me preocupa, lo cuido, lo castigo, ¡quiero salvarlo! Soy hija cuando espero que otros lo hagan, que sea tan fuerte como para no necesitarme, que me provea para siempre... Qué difícil es habitar conscientemente nuestras infinitas responsabilidades y dependencias. Muy pocas de nosotras lo hacen y la mayor parte de estas en algún momento enferman justamente por ello.

“Las activistas” son esa rara subespecie que no se conforma con votar de vez en cuando y reciclarlo casi todo. Ellas necesitan hacer más porque sienten que “hay que hacer más”, y ese “hay que”, por algún motivo, las llama por su nombre. El “bendito” anonimato las ha abandonado, y digo bendito porque ¿acaso hay paz para los justos? ¿Qué necesita una persona para soportar esa interpelación y no ser aplastada por ella?

Lo que nos anula no sólo es la impotencia, también es el miedo a la exclusión y la soledad. No nos “activamos” si no lo hace “la mayoría”. El problema es que actualmente el común de los mortales no considera ya que pueda transformar “el sistema”. ¿Quién puede escapar a lo que Naomi Klein denomina “secesionismo psicológico”? Sólo unas pocas. Quizá como siempre, o puede que más que nunca, mirar hacia otro lado y negar nuestra volatilidad social es tan tentador que se vuelve inevitable. No solo estamos distraídas, no solo somos cortoplacistas.

Como decía, tenemos miedo. Las psicólogas sabemos (o deberíamos saber) que nuestro papel no consiste tan solo en socorrer para procurar la felicidad o la supervivencia, sino también en ayudar a las personas a que se hagan dueñas de sí mismas y su destino. Y no solo nos labramos un futuro individual, también nos labramos un futuro colectivo; porque no solo somos individuos, somos clase social.

En estos momentos proliferan los imaginarios basados en la distopía, y no por casualidad, ya que son reflejo de nuestra desesperanza. Nos dice Klein: “Una cosa está clara: la escasez pública en tiempos de inusitada riqueza privada es una crisis fabricada, diseñada para apagar nuestros sueños antes de que nazcan” (Decir no no basta). ¿Lo han conseguido? Muchas de nosotras no queremos rendirnos y sentimos un profundo rechazo por dos grandes modos de “secesión”: la despreocupada indiferencia de la que sigue confiando en el progreso y el crecimiento irrefrenable, y la rencorosa indiferencia de la que, sabiendo que cada vez estamos más cerca del precipicio, no sufre por ello porque “lo tenemos merecido”.

El “secesionismo psicológico” es nuestra nueva “peste” porque no sólo es una defensa ante el miedo y la impotencia, sino también una forma de justificar y olvidar la barbarie de una desigualdad que siempre avoca al genocidio. Sabemos sin saber, porque ingerimos las noticias sin sentirlas, ¡quizá por eso nos las “dan” tan rápido!

¿Y cómo podríamos hacer frente a ello? Tan sólo volviendo nuestra mirada a la utopía. Debemos saber que en un momento histórico en el que todo parece estar ya escrito, nuestro único camino es “épico”. Dice Carlos Taibo que el “realismo” es la buena conciencia de los mezquinos, y nunca ser “realistas” nos ha podido salir más caro.

En mi profesión solemos considerar que, en último término, lo hacemos todo por y para nosotras mismas. Esto no debería resultar prosaico, sino la más profunda fuente de sentido. El “activismo” es nuestra única gran aventura, más aún si consideramos que la vida es acción e influencia. Es nuestro único modo de vida auténtica, la única manera de ser persona y escapar de una existencia como “productos del sistema”.

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