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Puede que el presidente de Estados Unidos tenga manos pequeñas, pero parece tener pies grandes. Y con su decisión de reconocer Jerusalén como capital de Israel los ha usado para pisotear la parte que nunca ve el sol de la diplomacia convencional de pacificación en Oriente Medio. Dicho así sin más suena bastante bien, ya que décadas de esfuerzo internacional hacia el establecimiento de la paz en la zona han fracasado, tal y como señalaba Trump en su declaración. Lo que no dijo es que estos esfuerzos de pacificación han, en gran medida, proporcionado la tapadera bajo la cual Israel ha continuado la colonización del territorio palestino ocupado, y en ningún otro lugar lo ha hecho de manera tan descarada como en Jerusalén.
Hace mucho que el principal aliado en esta hazaña es Estados Unidos. A pesar de haber afirmado prácticamente desde el principio que los asentamientos eran considerados ilegales bajo la ley internacional, las administraciones en el poder desde entonces han apoyado a lo largo de más de 40 años la ampliación de los asentamientos, premiando su construcción con ayuda financiera y militar que solo va en aumento. Por lo tanto, ¿por qué no terminar con esta farsa que le hace flaco favor a la justicia para los damnificados y al establecimiento de la paz?
Pensar solo en términos de finalización de una farsa sería malinterpretar el arte de la negociación de Trump y su Administración, que incluso meses antes de instalarse en la Casa Blanca estaban presionando vigorosamente a terceros países en favor de Israel.
La decisión del ahora presidente de Estados Unidos tiene poco que ver con acabar con farsas y aún menos con la justicia para los desamparados. Basta con leer su discurso dirigiéndose al AIPAC (Comité Estadounidense-Israelí de Asuntos Públicos, por sus siglas en inglés) antes de ser elegido presidente. La decisión de reconocer Jerusalén como la capital de Israel es un guiño para su base proisraelí y sus seguidores evangélicos. Se trata también de una reafirmación de la primacía de Estados Unidos por encima de la legitimidad internacional. Puede tener consecuencias durante generaciones. Es la culminación de décadas de presión ejercida desde los lobbies en Washington D.C. que ha hecho que el debate inteligible sobre Palestina se haga imposible, ha logrado culpabilizar a la víctima y ha atrapado a la mayor parte de los legisladores de Estados Unidos.
Entre Oscuros Molinos Satánicos
Jesuralén, una ciudad milenaria poblada desde hace cientos de siglos, es crucial en la resolución del conflicto palestino-israelí. Ocupa el centro del nacionalismo palestino y del nacionalismo judío. La ciudad alberga algunos de los lugares más sagrados de las tres principales religiones monoteístas: el judaísmo, el cristianismo y el islam. Para los musulmanes, Jerusalén fue la primera dirección del rezo y forma parte del camino de peregrinación de sus fieles. La mayor parte de su historia moderna ha sido musulmana. De hecho, quitando los aproximadamente cien años que duró la irrupción de las Cruzadas cristianas en la zona, la ciudad estuvo bajo dirección musulmana desde el año 637 hasta la llegada del Impero británico, que expulsó a los otomanos en 1917 solo para crear el Mandato Británico de Palestina, que pronto sería prometido a los judíos europeos como el hogar de su nación.Esos cerca de mil años de su historia moderna y su relevancia para los musulmanes de todo el mundo han sido completamente ignorados por la fórmula que presenta la Administración de Trump, que contempla Jerusalén simplemente como “la capital que el pueblo judío estableció en tiempos antiguos”, así como la sede actual del Gobierno israelí.
Y así lo ha hecho también la ley internacional.
La única fórmula acordada internacionalmente fue el Plan de Partición de 1947 que consideraba la ciudad como un territorio separado del resto bajo administración internacional que no pertenecería ni a un Estado israelí ni a un Estado palestino. Por ello incluso Estados Unidos no había reconocido, hasta hoy, los reclamos de Israel de soberanía sobre la ciudad ni sobre una parte de ella.
Es por ello también que el consenso internacional en el contexto de la solución de los dos Estados ha sido la división de la ciudad en dos capitales, una en la zona oeste para Israel, y otra en la zona este para Palestina, pero solo en el contexto de una resolución final del conflicto acordada mutuamente. El hecho de que Trump esté dispuesto a poner todo esto de lado es una muestra no solo del éxito del lobby proisraelí de Estados Unidos –las palabras de Trump que se refirieron a Israel como “una de las democracias más exitosas del mundo” salen directamente del manual de AIPAC–, sino también de su apuesta por un tipo de nacionalismo que ve el poder y la construcción de consenso tan solo como instrumentos en beneficio de intereses particulares. Y cuanto más poder se tiene, menos necesidad hay de consenso.
Pactos históricos
El estatus de Jerusalén es una de las llamadas constantes palestinas –junto al retorno de los refugiados y la consecución de un Estado– que invocó el líder de la Organización por la Liberación de Palestina (OLP) Yasser Arafat tras firmar en 1993 lo que consideraba como el pacto final, los Acuerdos de Oslo. Aquellos acuerdos hicieron que las reivindicaciones de los palestinos se redujeran meramente al 22% del territorio de la Palestina histórica, reclamando que Israel se retirara tan solo del territorio ocupado en 1967, incluyendo sin lugar a dudas la retirada de Jerusalén Este.Israel siempre ha tenido una posición de máximos en relación a Jerusalén. Anexionó la ciudad en su totalidad de manera unilateral inmediatamente tras haber conquistado la zona Este en 1967, y desde entonces se ha referido al territorio como su capital “eterna e indivisible”. Israel nunca consideró los Acuerdos de Oslo como un compromiso por parte de los palestinos y por ello no aprovechó la oportunidad de firmar la paz con Arafat.
Pero hasta Abbas debería ser capaz de reconocer que estas últimas acciones de Trump han significado de hecho el final de cualquier esperanza para una solución de los dos Estados negociada
En el presente esa oportunidad está más que desvanecida. Incluso un líder tan maleable como Mahmoud Abbas lo tendría difícil para defender un proceso de paz donde uno de los tres pilares que él mismo planteó ya ha sido suprimido y donde el que se refiere a los refugiados es ampliamente considerado como efectivamente amputado.
Habrá cierto margen de maniobra. Trump no ha especificado ninguna parte geográfica específica de Jerusalén como capital de Israel. No ha descartado una futura división de la ciudad. Continuará firmando la exención que previene que la Embajada de los Estados Unidos se mude a Jerusalén al menos en los próximos nueve meses, y, en la práctica, es posible que durante un tiempo nada cambie, quizá incluso hasta que acabe su presidencia.
Abbas ha apostado todo su liderazgo por un proceso de paz y bien puede aferrarse, con sus manos sangrando, a estos fragmentos de esperanza rotos, esperando que Trump pueda ahora sacar lo que en Washington se conoce como “concesiones” por parte de Israel, y que en el resto del mundo es más conocido como adhesión a la legislación internacional.
Pero hasta Abbas debería ser capaz de reconocer que estas últimas acciones de Trump han significado de hecho el final de cualquier esperanza para una solución de los dos Estados negociada. Aunque se tratara tan solo de una estrategia para despertar apoyo en casa y Trump no tuviera intención alguna de mover la embajada, sino tan solo de cumplir una promesa realizada en campaña, el daño ya se ha hecho.
Un límite ha sido traspasado. A partir de ahora ningún presidente de los Estados Unidos podrá dar marcha atrás en el paso que se ha dado; desde luego no en el contexto en el que el lobby proisraelí del país es tan influyente que el pasado junio el Senado aprobó una resolución celebrando el aniversario de la ocupación Israelí de Jerusalén con 90 votos a favor y ninguno en contra.
Transformación de las Reglas del Juego
Seis meses antes de ser elegido presidente, Trump dio un discurso ante el lobby pro-Israel, AIPAC. Fue un discurso de campaña, cuya intención era hacerse con el apoyo de una demografía específica. Pero desde entonces ha sido fiel a su palabra. Prometió destrozar el pacto nuclear con Irán. Y en eso está.¿Y entonces? ¿Recurrir a Europa? No parece que vaya a servir de mucho. ¿Al mundo árabe? Lo mismo
Prometió trasladar la embajada de Estados Unidos y ya ha dado el primer paso, tal y como señalaba el miércoles pasado. También ha afirmado que los palestinos “deben acercarse a la mesa de negociación sabiendo que el vínculo entre Estados Unidos e Israel es absoluta y completamente inquebrantable”. Aunque pocos palestinos lo dudaban, es cierto que había quien todavía mantenía cierta esperanza en que, aunque fuera por la fuerza de la persuasión moral, la empatía por el desamparado, la legalidad y en interés del orden internacional, alguien, en algún lugar de Washington, los escucharía, quizás, algún día.
Eso ya no está sobre la mesa. Nadie, ni Abbas ni ninguno de aquellos líderes y políticos palestinos que genuinamente defienden o simplemente tienen intereses ocultos en un proceso de paz, puede seriamente creer o pretender creer que Washington vaya a proveernos con otra cosa que no sea dinero para silenciarnos.
¿Y entonces? ¿Recurrir a Europa? No parece que vaya a servir de mucho. ¿Al mundo árabe? Lo mismo. La unidad con Hamas, por otro lado, parece tomar una urgencia añadida, pero, ¿qué supondría para la estrategia palestina?
Si ya no hay esperanza para la solución de los dos Estados, ¿qué rol tiene la Autoridad Palestina?, ¿para qué mantenerla?
Habrá rabia. Habrá dolor. Y habrá cambio; cambio profundo y de base de la lógica que ha dominado el conflicto entero durante cerca de un cuarto de siglo.
Eso al menos debería ser una bendición, pero, mientras tanto, ¿a qué precio?
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