Opinión
Ciento cinco misiles más sobre Siria
Dado que el entendimiento entre Estados Unidos y Rusia en Siria es mayor de lo que las propagandas respectivas admiten, para que una escalada pudiera producirse sería necesario que el régimen sirio quedara seriamente tocado y que personal militar ruso fuera afectado de manera directa.

En la madrugada del 14 de abril, las fuerzas militares de Estados Unidos, Reino Unido y Francia lanzaron, desde diversas posiciones, un centenar de misiles contra unas pocas instalaciones militares y científicas del Gobierno sirio, situadas en Homs y en las afueras de Damasco. Ciento cinco misiles durante setenta minutos, oficialmente en represalia por el uso de armas químicas (presumiblemente gas de cloro) una semana antes en Duma, el último enclave de la Guta oriental controlado por el grupo rebelde Jaish al-Islam.
El ataque aéreo se producía horas antes de que el equipo de la Organización para la Prohibición de las Armas Químicas (OPAQ) llegara a Damasco para iniciar su investigación, lo que puede haber precipitado la decisión. Falta por determinar de manera oficial las responsabilidades del ataque químico, pero lo cierto es que después del mismo los rebeldes cedieron y el régimen sirio pudo comenzar la expulsión forzosa de miles de residentes, vapuleados tras años de bombardeos con armas convencionales. Por otra parte, la comisión de Naciones Unidas sobre Siria ha confirmado el uso de armas químicas por parte del Gobierno sirio (y otras fuerzas en el conflicto) desde el acuerdo de desarme químico de 2013.
Obviamente, no es la primera vez que los gobiernos occidentales llevan a cabo bombardeos en Siria. En los últimos tres años y medio, solo Estados Unidos ha realizado más de 13.000 bombardeos y desplegado en el noreste sirio más de 2.000 soldados (en apoyo a las kurdo-árabes Fuerzas Democráticas Sirias, FDS) en el marco del operativo contra el Estado Islámico. Para liquidar el Estado Islámico, la coalición internacional liderada por Estados Unidos terminó por arrasar Raqqa (con un saldo brutal de víctimas civiles), como antes Rusia había devastado la parte oriental de Alepo para acabar con el control rebelde, sin que esta división en áreas de influencia haya sido puesta en cuestión en los hechos por ninguna de las partes.
En el caso del último ataque, se trata del segundo contra el Gobierno sirio: hace un año, también en abril, Estados Unidos lanzaba misiles de crucero contra la base militar siria de Sharyat, tras el ataque químico en Jan Sheijun. Ahora como entonces, la fuerza aérea rusa fue informada con antelación de la incursión (aunque los comunicados de Estados Unidos y Francia difieran en el detalle de lo transmitido) a través de los canales de comunicación establecidos para que cada país pueda llevar a cabo sus respectivas operaciones militares aéreas sin roces.
Aunque algo más amplio que el ataque de 2017, el bombardeo de la coalición tripartita fue, sin embargo, muy limitado, sin una voluntad de alterar la situación de los diferentes frentes del conflicto sirio. Esta habría sido, según algunas fuentes, la posición del secretario de Defensa, James Mattis, y la del jefe del Estado Mayor Conjunto, Joseph Dunford (ambos militares de alto rango), frente a la propuesta más agresiva del presidente Donald Trump y del nuevo asesor del Consejo Nacional de Seguridad, el neocon John Bolton. Los vaivenes de las declaraciones de Trump a lo largo de la semana se explican en parte por estas divisiones internas.
Trump ha privilegiado razones políticas de consumo interno: quería dar una lección contundente a Bachar al-Asad que marcara diferencias con su predecesor, Barack Obama, en lo que respecta a la famosa “línea roja” del armamento químico y, de paso, mostrar a sus críticos un criterio propio frente a Rusia. En cambio, tanto Mattis como Dunford (es decir, el Pentágono) antepusieron consideraciones militares estratégicas, buscando evitar de nuevo una escalada de consecuencias impredecibles que pudiera conducir a un enfrentamiento directo con Rusia e Irán en un territorio, el sirio, plagado de bases y puestos militares de unas y otras potencias.
Dado que el entendimiento entre Estados Unidos y Rusia en Siria es mayor de lo que las propagandas respectivas admiten, para que semejante escalada pudiera producirse sería necesario que el régimen sirio quedara seriamente tocado y que personal militar ruso fuera afectado de manera directa. En febrero de este año, un poco mediatizado ataque de las fuerzas especiales estadounidenses cerca de Deir Ezzor —confirmado ahora por Mike Pompeo— dejó un saldo de docenas de “contratistas” (mercenarios) rusos muertos, sin que ello haya provocado una confrontación entre ambas potencias.
El factor iraní
El factor iraní ha sido determinante en la decisión final sobre la modalidad de ataque, y puede que también de la contribución europea al mismo. Difícilmente la intervención puede desligarse de la próxima fecha límite del 12 de mayo, en la que Trump decidirá si prorroga el levantamiento de las sanciones bajo el acuerdo nuclear multilateral de 2015. La facción dura de la Administración Trump, encarnada ahora por John Bolton y Mike Pompeo (exdirector de la CIA y próximo secretario de Estado), es partidaria de terminar con el acuerdo nuclear, reintroducir duras sanciones e incluso desmantelar la infraestructura nuclear iraní por la vía militar. En cambio, el Reino Unido y Francia, al igual que Alemania y la Unión Europea, tratan de mantener dicho acuerdo con vida aunque probablemente al precio de revisar elementos importantes del mismo, debido a las presiones estadounidenses.
Así pues, pese a la inflamada retórica de Trump contra Al-Asad, ningún misil fue dirigido contra instalaciones que pudieran albergar representantes del Gobierno sirio o de su aparato de seguridad, ni contra aeródromos o hangares, ni contra infraestructuras importantes, por lo que el Ejército sirio mantiene intactas sus capacidades militares mientras el Gobierno se refuerza políticamente entre los suyos. La política de salvar la cara en el tema simbólico del armamento químico es a lo más que pueden llegar unas potencias occidentales que han acabado por ocupar un lugar secundario en el escenario sirio, entre otras cosas por no haber intervenido de manera decisiva en agosto de 2013, tras el primer ataque químico en Guta. Hoy quienes negocian el futuro de Siria son principalmente Rusia, Turquía e Irán, mientras los sirios permanecen como maltratados convidados de piedra.
La última exhibición militar es una manera de mostrar que Estados Unidos, y en menor medida Reino Unido y Francia, todavía tienen algo que decir. La carta con la que juega Estados Unidos es su presencia militar en el noroeste, en la Yazira siria, mediante su apoyo a las FDS y a su núcleo kurdo (YPG), y en estos días asesores y expertos discuten qué hacer allí, especialmente tras la intervención turca en Afrin contra las fuerzas kurdas. Personalmente, Donald Trump desearía salir del atolladero sirio y así lo ha expresado públicamente en diversas ocasiones. Pero es probable que Estados Unidos mantenga una presencia indefinida, salvo que llegue a un acuerdo con las otras potencias presentes en territorio sirio.
Una opción que se baraja —la que tiene a Irán como punto de mira— es la de reforzar un protectorado de facto en la Yazira —la región más pobre pese a sus recursos petroleros— que haga frontera al norte y el este con Turquía e Iraq, respectivamente. Sus proponentes estiman que así podrían contrarrestar la influencia iraní, y lo que queda del Estado sirio quedaría limitado territorialmente, dependiente de sus patrones ruso e iraní, que podrían acabar por considerarlo una carga demasiado costosa. Pero para que semejante protectorado pudiera tener visos de consolidarse, Estados Unidos debería lograr acuerdos estables con una diversidad de tribus árabes suníes —divididas y enfrentadas entre sí tras años de guerra y cambiantes alianzas locales— y con unas YPG a las que abandonó en Afrin. La factura sería costosa, algo que Donald Trump no está dispuesto a asumir, y está por ver que Arabia Saudí y los países del Golfo vayan a estar dispuestos a financiarla.
Otra opción, más modesta y acorde con los instintos de Trump, consistiría en facilitar un acuerdo entre las YPG y el Gobierno sirio que garantice tanto la autonomía kurda como la soberanía del Gobierno sirio sobre el noreste del país. Pero esto supondría reconocer la relación de fuerzas existente en Siria y aceptar —algo más difícil de asumir— que Irán puede desempeñar un papel relevante en la región, con el consiguiente reparto de zonas de influencia en el Medio Oriente, algo a lo que no están dispuestos ni Israel ni Arabia Saudí.
Sea como fuere, este baile de potencias extranjeras, ajeno al sufrimiento de la población siria, no va a resolver las múltiples aristas del conflicto en el corto plazo, y es dudoso que lo haga en el medio y largo plazo. Bachar al-Assad, beneficiario del miedo a una escalada regional o mundial, podrá haber aplastado la revolución y podrá “vencer” la guerra, sin convencer, a un precio costosísimo. Medio millón de muertos, seis millones de refugiados fuera del país (un millón de los cuales en Europa; Siria contaba con 21 millones de habitantes en 2010) y millones de personas desplazadas, golpeadas, traumatizadas, dentro del mismo. Quien piense que la supuesta “victoria” traerá consigo un retorno progresivo al autoritario statu quo ante se equivoca. Nada volverá a ser igual. Hay demasiada gente joven con demasiadas heridas acumuladas y demasiadas fracturas identitarias. Y falta el consenso geopolítico que facilitó, por ejemplo, la supervivencia del franquismo. Si de algo podemos estar seguros es de que estos ciento cinco misiles no serán los últimos.
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