Opinión
El turismo de duelo

Las redes sociales multiplican ‘selfies’ frente a cámaras de gas, sonrisas en lugares donde se exterminó a miles, poses alegres sobre ruinas humeantes.
Auschwitz campo 2
Álvaro Minguito Una mujer en actitud de recogimiento en uno de los barracones del campo Auschwitz II-Birkenau.

El dolor también viaja. No siempre lo hacemos hacia el descanso, la aventura o el descubrimiento; a veces el destino es el duelo. Los lugares marcados por la tragedia se han convertido en rutas turísticas: campos de concentración, memoriales de guerra, zonas arrasadas por desastres naturales, ciudades después de un atentado. El término “turismo de duelo” designa esta práctica que no es nueva, pero que hoy se multiplica con una intensidad distinta. Cada catástrofe se convierte, poco después, en un destino visitable, en un punto del mapa donde la memoria se transforma en atracción.

El turismo de duelo puede entenderse como un gesto de memoria colectiva: un modo de acercarse a lo que duele para no olvidarlo, para reconocer el horror y sostenerlo en la conciencia. Visitar Auschwitz, por ejemplo, ha significado para muchas generaciones enfrentar de manera directa la magnitud del genocidio, sentir en el propio cuerpo la huella de un crimen contra la humanidad. Lo mismo ocurre con Hiroshima, con el Memorial del 11-S en Nueva York, con los cementerios militares en Normandía. Ir allí es un modo de decir “esto ocurrió, y no debe repetirse”. En ese sentido, el viaje al duelo es también un acto político. Para mí lo fue. Fue habitar y situarme en la historia, en el dolor. Pero esa dimensión se ve contaminada por la lógica del espectáculo y el consumo. Las redes sociales multiplican selfies frente a cámaras de gas, sonrisas en lugares donde se exterminó a miles, poses alegres sobre ruinas humeantes. El duelo se convierte en fondo de pantalla, en experiencia compartible, en capital simbólico para mostrar sensibilidad o compromiso. Lo incendiado, lo devastado, lo herido, se transforma en escenario. Y ese tránsito del duelo a la atracción turística abre una pregunta inquietante: ¿qué hacemos realmente cuando viajamos hacia el dolor?

El turismo de duelo oscila siempre entre esos dos polos: memoria y espectáculo, respeto y consumo

El caso de Notre Dame es revelador. Cuando la catedral ardió en 2019, el mundo entero vio en directo las llamas que devoraban sus torres. Pocos días después, la zona alrededor del templo se llenó de visitantes que querían contemplar las ruinas, fotografiar la herida, atesorar una instantánea de la catástrofe. Como si lo que ardía no fuera solo un monumento, sino un espectáculo histórico al que había que asistir. Esa urgencia por “estar allí” muestra que el turismo de duelo no solo conserva la memoria, sino que la convierte en mercancía inmediata, en experiencia consumible. Lo mismo ocurre hoy con los incendios forestales en España o en Grecia: apenas apagadas las llamas, algunos visitantes buscan acercarse a los paisajes calcinados. Las colinas negras, los troncos carbonizados, los restos de casas ardiendo se convierten en postales de lo sublime devastado. Ese impulso de mirar el desastre responde a una necesidad ambivalente: por un lado, querer comprender la magnitud de la pérdida; por otro, la fascinación morbosa por lo destruido. El turismo de duelo oscila siempre entre esos dos polos: memoria y espectáculo, respeto y consumo.

La industria turística ha sabido explotar esa ambivalencia. En muchas ciudades se organizan tours por zonas de catástrofe: visitas a Chernóbil, recorridos por barrios afectados por huracanes en Nueva Orleans, circuitos por la Franja de Gaza cuando el acceso internacional lo ha permitido. En algunos casos, se trata de iniciativas locales que buscan visibilizar la tragedia y generar ingresos para la comunidad; en otros, la catástrofe se reduce a escenografía, a experiencia exótica para viajeros en busca de emociones fuertes. El riesgo es evidente: que el duelo se privatice, se convierta en una experiencia que se compra y se consume, perdiendo su potencia ética. Lo paradójico es que el turismo de duelo surge de una necesidad genuina. Queremos acercarnos al dolor porque necesitamos darle forma, porque la distancia mediática de las pantallas no basta. Estar allí parece garantizar una experiencia más real, más auténtica. Pero la autenticidad también se erosiona cuando el dolor se masifica, cuando las lágrimas se mezclan con las colas de entradas, las audioguías y las cafeterías de los memoriales. La pregunta vuelve: ¿cómo sostener la memoria sin convertirla en producto?

El turismo de duelo puede ser un acto de responsabilidad si se aborda desde la escucha, el respeto, el silencio. Si se entiende que no vamos a consumir una ruina, sino a habitar por un instante un espacio herido

Quizá la clave esté en la actitud con la que se viaja. El turismo de duelo puede ser un acto de responsabilidad si se aborda desde la escucha, el respeto, el silencio. Si se entiende que no vamos a consumir una ruina, sino a habitar por un instante un espacio herido. El problema no es visitar Auschwitz, sino convertir Auschwitz en una foto sonriente de Instagram. No es acercarse a los restos de un incendio, sino hacerlo como si fueran decorado de una excursión. El duelo exige otra temporalidad, otra disposición: no tanto acumular experiencias como detenerse, callar, recordar. Al final, el turismo de duelo nos enfrenta a una tensión irresoluble: la necesidad de recordar frente a la tentación de consumir. Vivimos en un tiempo en que todo se vuelve imagen y todo puede circular como mercancía, incluso el dolor. Pero justamente por eso, sostener una mirada distinta se vuelve urgente. Visitar los lugares del duelo debería ser un acto de resistencia contra el olvido, no una postal para sumar al archivo del viaje.

Lo devastado nos interpela porque nos recuerda lo que somos capaces de hacer —la violencia, la guerra, la destrucción ambiental— y también lo que hemos perdido. Viajar hacia esas ruinas puede ser un modo de no apartar la vista, de mantener abierta la herida para que no cicatrice en falso, pero solo si conseguimos escapar, aunque sea un instante, de la lógica del consumo. El duelo no es espectáculo: es memoria, y también responsabilidad.

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