Opinión
Sin reducir drásticamente emisiones, no habrá adaptación posible

Es hora de que las políticas extraordinarias de mitigación y adaptación que necesitamos se impongan en la agenda de todos los partidos políticos. Y que quien no lo asuma, pague electoral y socialmente por ello.
Incendio Tres Cantos  - 3
David F. Sabadell Un árbol salvado del incendio.

Es difícil que no conozcamos a alquien que este verano no haya sufrido gravemente los efectos del calentamiento global, bien sea en términos de problemas de salud derivados de las sucesivas olas de calor sufridas, o por los incendios que han asolado la península. El fuego ha causado muertes, heridos graves, una contaminación que ha afectado a la salud de millones de personas, así como una pérdida incalculable de biodiversidad en las zonas afectadas. De manera colateral, se ha alterado la vida social de todo un país a partir de los cortes de carreteras y suspensiones de trenes ocasionados. Un miedo ancestral está así tomando nueva forma en este siglo XXI.

La AEMET ha confirmado que la ola de calor que justamente azotaba España a comienzos de agosto (en lo peor de los incendios) ha sido la más intensa en nuestro país desde que se registran estos eventos, es decir, desde 1975. Se ha alcanzado así una anomalía de 4,6 grados. Como demuestra el trabajo de Senande-Rivera y colaboradores, publicado este mismo 2025, el calentamiento global ha estado detrás de que más de la mitad de los grandes incendios forestales de la península en los veinte primeros años del presente siglo hayan incrementado significativamente su velocidad de propagación respecto al periodo preindustrial. Distintas mediciones en diversas regiones del mundo vienen arrojando conclusiones parecidas. Doerr y colaboradores/as lo explican de la siguiente manera: “El cambio climático está secando la vegetación, haciendo que los paisajes sean más inflamables y aumentando así la probabilidad de que se produzcan incendios más grandes y peligrosos”. Exponían así un estudio propio que mostraba cómo desde 1980 la temporada de incendios se ha alargado un 27% a nivel global. En la cuenca mediterránea la situación es aún más terrible, incrementándose un 132% los días con riesgo meteorológico de incendios extremos para ese periodo.

Mientras escribimos estas líneas, tras este verano fatídico, en la península ibérica todavía nos queda la temporada de danas, más virulentas cuanto más calor ha hecho en el Mediterráneo durante la época estival. La relación entre ambos eventos extremos es muy estrecha. Una dana es una baja presión aislada en niveles altos que si, además, ocurre sobre una masa de agua oceánica especialmente caliente, desencadena intensas precipitaciones. A mayor temperatura, como veremos, mayor contenido de vapor de agua en el aire, una humedad responsable no solo de crear más vegetación, que al secarse hará de combustible perfecto para los fuegos, sino que, paradójicamente, también aumenta la posibilidad de generar tormentas colosales. Además, como exponen Touma y colaboradores/as para el caso de Estados Unidos, una vez que estas caen sobre superficie recientemente calcinada, la ausencia de vegetación provocará una mayor exposición del suelo desnudo a la escorrentía. El intenso calor de los incendios transforma la materia orgánica de la superficie, creando compuestos que repelen el agua. Esta capa hidrofóbica es finalmente la que impide la infiltración del agua, que arrastrará a gran velocidad cenizas y escombros quemados, formando flujos densos de lodo altamente destructivos que, además, pueden contaminar las fuentes de agua. Esto explicaría la acumulación inusual del agua de lluvia en terrenos que han sufrido previamente incendios, su rapidez, y las inundaciones repentinas que se dan en zonas bajas.

El calor mata por muchos motivos, tanto directamente por las altas temperaturas, como por el incremento de la cantidad y magnitud de los incendios que provoca, así como por las danas que intensifica

El cambio climático, por tanto, cada vez nos golpea más duro, y cada vez derriba a más gente. El calor mata por muchos motivos, tanto directamente por las altas temperaturas, como por el incremento de la cantidad y magnitud de los incendios que provoca, así como por las danas que intensifica. Resulta esencial comprender las retroalimentaciones sistémicas puestas en marcha por las emisiones de combustibles fósiles para entender la magnitud del problema, todas sus derivadas, y cómo atenuar lo máximo posible las calamidades provocadas.

Julia Steinberger ha denominado con acierto la era que se abre como la de la necropolítica climática. No participa la autora de una dilución de responsabilidades entre toda la sociedad: “Las grandes compañías de combustibles fósiles son los grandes poderes de nuestro tiempo, algunas incluso adoptando forma de Estado. Exxon-Mobil, BP, Shell, Gazprom, Saudi Aramco: todas han decidido que el poder y la riqueza valen más que todas nuestras vidas (...) Han hecho el cálculo y nuestras vidas, bueno, simplemente no les importan (...) la industria de los combustibles fósiles y sus amigos han creado infraestructuras para mantener su poder. Estas van desde trampas legales hasta la desinformación masiva, desde la corrupción política hasta la creación de una cultura neoliberal de individuos impotentes”. En nuestro país habríamos de fijarnos en la responsabilidad de compañías como Repsol o Endesa, así como en grandes financiadores de esta necropolítica climática como el Banco Santander, y actuar políticamente de manera determinada frente a ellas. Y no vale en este caso el argumento de que ofrecen lo que la sociedad quiere. ¿De verdad queremos este nuevo verano que ya asoma, esta acumulación de muertes presentes y por venir?

El verano, al menos tal y como lo concebíamos, no es ni volverá a ser lo que era. Así lo asumimos ya por millones en España. Lo hemos perdido, y es preciso llorarlo, pero a partir de ahí todavía queda mucho por salvar y recuperar

El pasado martes 26 de agosto, el Gobierno de España declaró como “zonas afectadas por emergencia” a diversas áreas comprendidas en 16 de las 17 comunidades autónomas del país. Estas se identificaron a partir de los 114 incendios y las siete danas e inundaciones sufridas desde el 23 de junio. El verano, al menos tal y como lo concebíamos, no es ni volverá a ser lo que era. Así lo asumimos ya por millones en España. Lo hemos perdido, y es preciso llorarlo, pero a partir de ahí todavía queda mucho por salvar y recuperar. 

El 11 de agosto, en plena ola de calor y fuego en España, se publicaba un artículo en la revista Nature Communications, escrito por Xilin Wu y colaboradores/as, donde se exponía una proyección de las muertes por calor debidas al calor extremo en 34 países europeos en un periodo comprendido entre los años 2024 y 2100. En él se advertía también de las limitaciones de la mera adaptación a la hora de resistir la era infernal en la que nos adentramos. La conclusión que se extrae de su lectura es que el objetivo prioritario debe seguir siendo la reducción drástica de emisiones, de lo contrario ni las muy necesarias adaptaciones fisiológicas ni las socioeconómicas serán suficientes para evitar, especialmente en el Sur de Europa, las escalofriantes proyecciones de muerte por calor que se estiman. 

Europa se está calentando más que el resto del mundo y su población está envejeciendo a mayor ritmo. Solo en el verano de 2022 se recogió un exceso de muertes por calor en toda Europa de más de 46.000 personas. El calentamiento global está expandiendo las áreas de Europa expuestas a un calor más intenso y húmedo, siendo este siempre más pronunciado en sus regiones meridionales. España lideraba así, tras Italia, las muertes europeas atribuibles al calor durante el verano desde 2010 hasta ese año de 2022.

A este respecto, y como recuerdan Daniel J. Vecellio y colaboradores/as, “por cada aumento de 1°C en la temperatura, una masa de aire puede contener un 7 % más de vapor de agua. En consecuencia, el riesgo de estrés térmico por calor húmedo aumenta ante el cambio climático continuado”. Esta relación, que en termodinámica se halla a partir de la ecuación de Clausius Clapeyron, tiene profundas consecuencias, como veíamos, de cara a la generación de danas. Lo que en este caso encontraban Vecellio y colaboradores/as es que la resistencia humana al calor húmedo estaría por debajo de los 35 ºC de temperatura de bulbo húmedo en el exterior —resultado de envolver el bulbo del termómetro en un paño húmedo, ventilándolo para reflejar el efecto de la evaporación— que en general se asume como el límite que un cuerpo joven y sano puede soportar en condiciones de calor extremo. De ser así, se acelerarían las urgencias que estamos exponiendo.

La temperatura corporal es de unos 37 ºC. Sabemos por la segunda ley de la termodinámica que el calor, como forma de energía, tiende a transferirse de zonas de mayor temperatura a zonas de menor temperatura. De esta manera, el cuerpo incorpora calor del aire circundante si este está más caliente que su piel. Pero además, en situaciones de calor extremo la radiación solar supera a la radiación térmica que ofrecemos al exterior. En ambientes cálidos y secos, por tanto, el intercambio convectivo con el aire y el exceso de radiación infrarroja y ultravioleta recibida explican el alto riesgo de sufrir estrés térmico bajo altas temperaturas. Aunque en condiciones de poca humedad sudar, la estrategia corporal inmediata que tenemos ante el calor, resulte más eficaz, es sin embargo fácil deshidratarse. El intenso calor puede evaporar muy rápido, por disipación, el sudor que producimos.

En condiciones de una temperatura externa de bulbo seco (la medida habitual que manejamos) de unos 25 ºC y un 50% de humedad, esa temperatura medida en bulbo húmedo (Tbh) oscilaría entre los 18-20 ºC. Pues bien, según Vecellio y colaboradores/as, en ambientes cálidos secos el límite entre personas jóvenes y sanas para no sufrir estrés por calor oscilaría entre los 25 y 28 ºC de Tbh. Sin embargo, el límite soportable estándar para un cuerpo joven y sano subiría a los 30-31 ºC de Tbh para ambientes cálidos húmedos, cifras en cualquier caso mucho menores que las que se creían hasta ahora. En las regiones húmedas, generalmente con temperaturas más suaves, el sobrecalentamiento del cuerpo por intercambio convectivo y radiación no aplica tanto, pues aquí el problema principal pasa a ser que se nos bloquea la estrategia autoregulatoria de la transpiración. El cuerpo aguantaría en cualquier caso algo más porque no está recibiendo una transmisión de calor tan intensa como en un ambiente cálido y seco. Esto explicaría que tengamos mayor margen y que el límite de temperatura para que nuestro cuerpo no colapse sea más alto.

Estar a 31 ºC con un 100% de humedad sería equivalente a soportar 40 ºC con un 50% de humedad. Como recuerdan Vecellio y colaboradores/as, en la actualidad se han identificado áreas del planeta que registran ya este límite de 31 ºC de Tbh durante semanas. Y se estima que en Oriente Próximo se alcancen los 35 ºC para finales del presente siglo.

El calentamiento global está siendo tan rápido que nuestros cuerpos no están teniendo tiempo de adaptarse aunque la región en la que hayamos vivido durante nuestros últimos años va a ser determinante para fijar nuestra resiliencia inicial

El cuerpo humano puede seguir regulando por tanto su temperatura tan solo por debajo de estos límites. En cuanto los alcanza, es preciso insistir aquí, nos aproximamos a una situación crítica de colapso fisiológico. Si nuestro cuerpo no es ya ni joven ni sano, los límites a aplicar habrán de ser menores. Cuando la temperatura es muy alta, y a esto además le sumamos una alta humedad, estaríamos ante la tormenta de calor perfecta. El calentamiento global está siendo tan rápido que nuestros cuerpos no están teniendo tiempo de adaptarse aunque, como veremos, la región en la que hayamos vivido durante nuestros últimos años va a ser determinante para fijar nuestra resiliencia inicial.

Camilo Mora y colaboradores/as han estimado, en una revisión de bibliografía especializada sobre el tema que se publicó en Nature Climate Change en 2017, que si alrededor de un 30% de la población mundial habita hoy en áreas donde su supervivencia está en entredicho por la combinación de gran calor y humedad, alcanzando niveles considerados críticos al menos durante 20 días al año, este porcentaje subiría al 47,6% para el año 2100... pero solo si logramos alcanzar un escenario de drásticas reducciones de emisiones de combustibles fósiles. Es decir, la tendencia es tal que llegaríamos hasta un 74% de la población mundial en riesgo crítico de muerte por calor para finales de siglo en caso de seguir con las tendencias actuales en cuanto a emisiones de combustibles fósiles.

Se ha constatado también, en este caso nuevamente en el reciente estudio de Wu y colaboradores/as, que las olas de calor que duran más de tres días en una misma semana elevan el riesgo entre los menores de 15 años. Al mismo tiempo, cada vez se dan más olas de calor que no solo afectan a las temperaturas diurnas, sino también a las nocturnas, algo que en este caso perjudica especialmente a las personas mayores de 65 años. Es este estrato de edad el que acumularía hasta en más de un 90%, la mayoría de las muertes estimadas por calor para el presente siglo. Un estudio de Doğu Yavaşlı y Erlat del pasado año mostraba a este respecto cómo las noches tropicales se habían disparado en la región mediterránea en los últimos años. Deberíamos sumar a todo esto la revisión de Dann Mitchell para Nature Climate Change en 2021, donde introduce factores socioeconómicos claves en este asunto. Se resalta así la mayor incidencia de las olas de calor entre los y las pacientes psiquiátricas, las personas en prisión, entre quienes habitan viviendas inadecuadas o en la ciudadanía que no cuenta con una asistencia médica accesible. Tal y como recuerda Steinberger, en esta era que se abre de necropolítica climática, “¿qué pasa con quienes toman las decisiones equivocadas o quienes no pueden permitirse las correctas? Pierden más rápido, mueren en mayor número”.

En el cada vez más cercano y probable escenario del incremento de 2 ºC de la temperatura media global respecto a los niveles preindustriales, Wu y colaboradores/as calculan que la media del exceso de muertes adicionales en verano atribuibles al calor alcanzaría en Europa entre 160 y 170 muertes por millón de habitantes cada año, lo que subiría a las 464 muertes por millón de habitantes de superar los 4 ºC. Se trata de estimaciones respecto a Europa en general, pues los números varían dependiendo de la temperatura y el envejecimiento esperado en cada región. 

Para buena parte de España, especialmente en su interior peninsular, se calcula que a finales de siglo se superarían las 2.000 muertes por millón cada verano tan solo relacionadas directamente por calor. Si suponemos una población ligeramente superior a la actual, este exceso de mortalidad por calor para el total del país podría rondar entre las 75.000 y las 100.000 personas en cada periodo estival. Hoy ya podemos comprobar en el sistema de Monitorización de la Mortalidad diaria (Momo) cómo se atribuye un exceso de muertes a las altas temperaturas de alrededor de 3.000 personas en España para lo que llevamos de verano de 2025, cuando en 2024 no se habría llegado a las 2.000 personas, lo que da cuenta de la rapidez del proceso. Si lo comparamos con las muertes estimadas para dentro de 75 años, hay muchas vidas que salvar. 

Sobra decir, salvo para el caso de quienes aún persisten en posiciones negacionistas, que en el escenario ya únicamente hipotético donde no subiera más la temperatura, tampoco se incrementarían las muertes durante el siglo. Como David Wallace-Wells sentenció en su momento, estamos hablando de múltiples genocidios en marcha ante los que, como en el caso de Gaza, poco estamos haciendo como sociedad. Ni siquiera, en esta ocasión, sabiendo que las víctimas seremos nosotros y las personas más cercanas que tenemos. Recordemos que los números anteriores surgen de lo que puede suceder tan solo en Europa, es decir, la región del mundo seguramente más preparada económicamente para el cambio climático. 

Los hallazgos del artículo de Wu y colaboradores/as respecto a las políticas de adaptación resultan asimismo de gran relevancia. Leyéndolo podemos concluir que la adaptación fisiológica y socioeconómica, por alta que resulte, tendrá una efectividad limitada frente al exceso de mortalidad atribuible al incremento de las temperaturas en los países de Europa del Sur. Mejores resultados se estiman para tales adaptaciones en los países del Norte de Europa, pues su ciudadanía parte de una baja resiliencia al calor y apenas cuenta hoy con una adecuada infraestructura de refrigeración en los hogares.

La estrategia de una política pública de adaptación a nivel europeo que financie directamente instalaciones de aerotermia en hogares e industria, con la expansión de refugios climáticos y despavimentación urbana, se revelaría en este sentido crucial. Como también lo sería una gestión forestal y rural que asuma que vamos a tener que enfrentar incendios que, espoleados por olas de calor cada vez más potentes, serán a menudo incontrolables, con ciclos de sequías y danas marcados por un calor cada vez más alto y húmedo, con recurrentes inundaciones sobre terrenos quemados, donde el cuidado de la biodiversidad será también clave, entre otros múltiples beneficios, para bajar temperaturas. Estrategias como el fomento público de la ganadería extensiva y el llamado rewilding se antojan en este caso imprescindibles. 

A continuación se muestra un cuadro extraído del trabajo de Wu y colaboradores/as cuyos resultados venimos comentando. En él se muestran estas estimaciones de excesos de muertes por calor en verano y su relación con distintos niveles de adaptación posibles. Se señala a la izquierda el número anual de muertes relacionadas con el calor por cada millón de habitantes. Como se ve, estas varían —de forma mínima— según los distintos niveles de adaptación climática en toda Europa, que aparecen diferenciados en el gráfico a partir de las líneas que se indican en su parte de arriba. Finalmente, abajo se marca el incremento de la temperatura media global estimada a partir de cuatro escenarios relacionados directamente con las emisiones de combustibles fósiles, del más optimista respecto a su reducción, donde apenas se supera el grado y medio de aumento de temperatura, al más pesimista, que en línea con las tendencias todavía actuales nos llevaría a un modelo de Tierra-infierno de hasta 4 ºC.

Proyección de muertes por calor extremo, según un artículo de Xilin Wu y colaboradores/as
Proyección de muertes por calor extremo, según un artículo de Xilin Wu y colaboradores/as.

Resultados similares surgen de otro estudio de Pierre Masselot y colaboradores/as, publicado también en 2025, en esta ocasión en la revista Nature Medicine, donde toman en cuenta el resultado neto entre el incremento de muertes por calor y el descenso de muertes por frío en los distintos escenarios de emisiones a lo largo de este siglo para 854 ciudades europeas. El artículo se inicia con la constatación de que la proporción de 10 muertes por frío por cada muerte por calor que ha venido dándose históricamente en Europa se está revirtiendo rápidamente, estimándose un vuelco total para los próximos años. Tampoco en este estudio una adaptación que mejore en 50% el riesgo ante el calor serviría de mucho en los peores escenarios para la Europa meridional. En España, por ejemplo, hallamos que aumentaría en un 80% el saldo neto de muertes atribuibles al calor de 2015 a 2099. Tan solo en el escenario de reducción de emisiones más optimista, las muertes relacionadas con calor en toda Europa descenderían a partir del año 2060.

Ni que decir tiene que en ambos estudios se aísla únicamente a efectos teóricos los efectos del calor en las personas. En un escenario intermedio de superación de los 2 ºC, a los que sumaríamos la destrucción de la biodiversidad o la contaminación del aire y de las aguas, entre otros límites justos y seguros del sistema Tierra ya sobrepasados, nos encontraríamos en un alto riesgo de activar los efectos no lineales e irreversibles de los diversos puntos de inflexión o cascadas climáticas identificados hasta el momento, del derretimiento del permafrost a la detención de la corriente noratlántica. Tal y como muestran en este caso Luke Kemp y colaboradores/as, las sequías, las inundaciones o los propios incendios que venimos comentando, pero también las pandemias zoonóticas o el incremento de los conflictos bélicos, entre otros eventos extremos, multiplicarían estos números exclusivos de las muertes atribuidas directamente al calor.

Se colige por tanto que la prioridad absoluta ha de seguir siendo una política de mitigación que active una reducción drástica y rápida de emisiones. Esta ha de resultar histórica, escandalosa, si se me permite la hipérbole, es decir, nunca vista ni seguramente imaginada por los responsables políticos y la ciudadanía. Así estamos. Las adaptaciones ante el calentamiento global, tan necesarias en unas décadas donde todo irá a peor —hasta, en el mejor de los casos, mediados de siglo—, habrán de ser también extraordinarias para que, al menos en la región mediterránea, tengan algún efecto significativo ante lo que se nos está viniendo ya encima. 

Tras un verano infernal en España, millones de personas han experimentado en carne propia lo que en todos estos estudios científicos publicados en las revistas más prestigiosas del mundo se avanza. Ahora toca que quienes tienen responsabilidades políticas y de gobierno tengan el coraje de comenzar las políticas de mitigación y adaptación que necesitamos. Lo contrario será de un retardismo que, a la luz de las cifras actuales y las previsiones comentadas, a buen seguro se calificará, antes o después, de criminal. 

En el caso del gobierno español, un rara avis progresista en el escenario europeo, la adopción de medidas extremas, valientes y acordes al reto que nos pone la ciencia del clima sobre la mesa sería además un buen acicate para la reorganización y la revitalización de las propias políticas de la izquierda a nivel europeo. Esperemos también que entre las derechas este asunto deje de verse como un clivaje ideológico de enfrentamiento con las izquierdas y comiencen a asumir que su propia supervivencia y la de los suyos también está en juego. Es hora de que las políticas extraordinarias de mitigación y adaptación que necesitamos se impongan en la agenda de todos los partidos políticos. Y que quien no lo asuma, pague electoral y socialmente por ello.

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