Opinión
La puerta de la casa del pueblo

Durante unos minutos, solo escucho a las chicharras, a las tórtolas que anidan en la noguera de en frente y a los coches que surcan una nacional llena de curvas que supuestamente te lleva a Cuenca, pero que yo nunca lo he comprobado.
Iglesia Villatuerta Navarra
David F. Sabadell El pueblo, destino veraniego.

De fondo, suenan las chicharras estridentes. Estoy sentada en la puerta de la casa del pueblo y las escucho en silencio. Si tuviera que conversar con alguien en ese momento, tendría que hacerlo a gritos. Pero por suerte, en ese preciso momento y esas determinadas coordenadas, no hay nadie cerca a quien tenga que saludar o con quien deba iniciar una conversación. Dentro, en el salón de la casa, están mis padres. Pero con ellos llevo hablando todo el día y, durante unos minutos, solo escucho a las chicharras, a las tórtolas que anidan en la noguera de en frente y a los coches que surcan una nacional llena de curvas que supuestamente te lleva a Cuenca, pero que yo nunca lo he comprobado. Puede que una vez, también con mis padres, bajase una mañana a comer a Cuenca. Pero siendo consciente, adulta, para mí la carretera de Cuenca es la que lleva a mi pueblo y a ningún sitio más. Lo siento.

El otro día, en la misma carretera, cuyo trazado está en obras desde hace algún tiempo y siento que el movimiento titánico de tierras nunca va a terminar, vi tres animales que parecían ciervos. ¿Qué se mueve por ahí? ¿Son ciervos? Dije gritando, animando al volantazo. Pero no obtuve respuesta. Si lo eran, se trataba de la primera vez en mi vida que los veía en esa carretera, la de Cuenca, y deseé que la siguieran y se encontrasen conmigo en mi pueblo a la mañana siguiente.

Pero volviendo a la puerta de la casa del pueblo, en la que paso en silencio una parte de mis vacaciones cuando no es la semana cultural o las fiestas del municipio, desde ese punto, muy quieta, observo a una pareja de tórtolas que cada tarde se sostienen en un cable negro y grueso de la luz. Creo que son cables de la luz porque en algún momento mi padre me lo ha explicado, pero no descartaría estar equivocándome. Lo que me importa en ese instante son las tórtolas, porque creo que la pareja que veo en ese momento es la misma que vi la tarde anterior y la tarde de antes y quiero saberlo. Me gustaría preguntarles. “¿Estuvisteis ayer aquí?”. “Sí, señora. Aquí estuvimos. Nos encanta este cable”. Pero creo que si abro la boca y me pongo a hablarles a las tórtolas las espantaré (y puede que no solo a ellas).

Un poco más abajo, al otro lado de los huertos, escucho el rumor de las hojas de los chopos mecidas por el viento. Corre el cierzo aunque es verano y esa es nuestra única salvación. El calor es denso y pegajoso, y eso que mi pueblo puede ser de todo menos tropical, y en la vieja casa de los bisabuelos solo hay un ventilador de pie aireando el salón. Así que estar sentada en la puerta y ver el atardecer es lo único que me templa.

Hasta mi asiento llegan los dos gatos que nos visitan después de cada comida. Uno es ‘el rabicorto’ y el otro ‘el manano’. Son nombres elegidos al azar por mi madre. Llegan pidiendo comida y desde la puerta, rompo mi voto de silencio y le pido a mi madre que saque algo para los gatos, que van a terminar por morderme los calcetines. Mi madre me pide que entre yo a buscarlo, y con razón, así que entro a la cocina y saco unos restos de la hora de la comida y asisto a la felicidad y al ronroneo de ambas criaturas. Me cuesta desprenderme de ese lugar cuando se acaban los veranos. Me cuesta siempre estar tan lejos.

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