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Hacía tiempo que no veía a Emilio. Habíamos estudiado juntos y teníamos una relación cálida cuando nos veíamos, pero ignorábamos nuestra propia existencia cuando la vida no nos juntaba. Nos daba alegría encontrarnos, nos brotaban sonrisas verdaderas cuando nos cruzábamos por casualidad en algún evento, en alguna ponencia que no se cobraba o en la presentación de algún libro que no se vendía. En la facultad jugábamos a una bohemia extinta, tratando de darle una pátina poética a una rutina lamentable. Usábamos a Bordieu para dibujar mapas en las humedades de las paredes y a Jeff Buckley para amortiguar los colchones puestos en el suelo. Fumaba Lucky Strike. “Como Kerouac”, me decía. Y yo, como Truman Capote, le respondía: “Eso no es escribir, es teclear”. Entonces se ponía muy serio, con esa pose de enfant terrible y decía cualquier cosa especialmente soez, pero en francés, y nos reíamos recordando quiénes somos.
Emilio (digamos que se llama Emilio) es un muchacho que pudiera ser de Móstoles o de Cornellá, es decir, de algún lugar sin tradiciones ni arraigo. De una de esas ciudades-dormitorio, todas iguales del Atlántico a los Cárpatos a la que las noches con el grupo de amigos en torno a un banco le devolvían la belleza arrebatada por las fachadas de ladrillo visto y los coches aparcados en doble fila. Teníamos también en común la carencia de apellidos compuestos y ser la primera generación de toda nuestra estirpe en pisar aula universitaria, y eso nos alimentaba el ego por goteo mientras nuestros amigos del parque entraban en Aceralia, se compraban un Ibiza o se hipotecaban, porque podían, y nosotros los veíamos los fines de semana desde el otro lado de la barra en la que poníamos copas.
El caso es que Emilio, ese dandi de extrarradio, más disciplinado que yo y más persistente, hizo su máster y después su tesis de doctorado sobre no recuerdo qué minucioso y fascinante estudio acerca de una diminuta faceta de la naturaleza humana, si es que eso existe, o sobre un humano diminuto, o una diminuta manifestación de la creación humana. Dio clases en la universidad, sumergiéndose en océanos insondables de burocracia española. Tras varios años de esfuerzo a 350 euros mensuales, pagándose el autónomo cuando le rescindían el contrato de teleoperador para perseguir una zanahoria que llevaba ya varios años mostrándose bastante más seca que lozana, el lustre social de la Academia dejaba de compensarle tanta miseria.
La última vez que nos vimos él salía de hacer la compra. Café, leche, espaguetis, tomate frito, dos botes de garbanzos. Marca blanca. Total: 5,31 euros más la bolsa. Y sintió envidia de la fila de cajeros, con sus contratos fijos, con sus chalequitos iguales, con su salario minúsculo y estable. Deseaba ser cajero. Anhelaba de verdad que le aceptasen de una vez en un almacén de logística, en una empresa de transportes, y le dejasen firmar su sentencia vitalicia… Quería sumergirse por fin en la clase obrera, pero se sentía, en cierto modo, confinado a sus márgenes. Fue camarero y promotor de conciertos, y administrativo, y ha sido becario en empresas donde facturaba en bebidas para el catering en un evento, tres veces su salario, que no llegaba al mínimo. Y ahora lleva un año en el paro. Busca pero no encuentra. La sobrecualificación no es lo que están buscando en los almacenes y le sobran años para poner copas. Le han dicho las dos cosas, no se lo inventa.
—Quand ils ne chient pas dans la bouche, on se pisse dans le cul [Cuando no se cagan en la boca, se mean en el culo].
—Nunca podremos agradecer al Estado una universidad y una ciudad tan funcionales [versión de un fragmento del ensayo situacionista De la miseria en el medio estudiantil, de Mustapha Khayati].
Se ríe, pero no se ríe. Llegado a este punto la voz se le corta. Dice que las fuerzas no acompañan, las sienes ya clarean y la vida sigue zozobrante. Confiesa que no sabe en qué ha fallado, que cree que es un problema de carácter, que a lo mejor es él que no vale para nada, que se esfuerza y no le sale nunca, que se siente un inútil, un tarado en el sentido literal de la palabra, una cosa insuficiente, que si al menos supiera qué le falta… Y se enreda repensando una partida de ajedrez imaginada para descubrir en qué momento hizo el movimiento errado, olvidando por un instante que, por muchas jugadas que estudiemos, nosotros jugamos solo con peones.
Sé lo que se siente porque a mí me pasa, así que, en vez de consolarle, le digo lo que pienso.
—Vete a la mierda, Emilio. Lo de la idealización del proletariado se te ha ido de las manos. Cerraron Aceralia, despedir a un carretillero cuesta dos pesetas, y te piden idiomas hasta para poner sellos ¿De verdad crees que tú eres el que está peor? Anda, levanta la mirada de tu ombligo, que sabes perfectamente que esto que te pasa no tiene que ver solo contigo.
Sonríe. Dice:
—Nous, bourgeois, sommes comme des cochons. Plus on devient vieux, plus on devient cons [Nosotros, los burgueses, somos como cerdos. Cuanto más envejecemos, más idiotas nos hacemos; versión, también llevada a la primera persona, de la canción “Les Bourgois” de Jacques Brel].
Nos reímos.
— ¡No te das aires!
—Es que no tengo abuela. Ahora en serio, es desesperante. Este rato quiero encontrar una rendija para poder colarme. Al otro, convencer al mundo de aliarse para derribar esa puerta que nos cierra el camino.
Le empujo con el codo.
—Pides poco…
Y sentados en un banco del parque usamos a Bordieu como un palito con el que dibujar mapas en la arena, jugando a encontrar en el suelo del parque una respuesta para todos.
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Solo puedo decir "chapeau" por el artículo.
Firmado: Un camarero "ilustrado" con dos másters, cada vez más idiota y con esa misma sensación de haber errado en cada encrucijada.
Qué bien sienta reírse de las penas de uno mismo; tal vez sea la manera más sana de mirarse el ombligo.
Aunque como dices en el artículo: "esto que te pasa no tiene que ver solo contigo".
¡À bientôt!