Cooperante en Sudán del Sur desde septiembre de 2024 hasta septiembre de 2025.
13 nov 2025 06:00

En la aldea no hay aulas, pero hay un árbol cuyas hojas sirven de techo improvisado. A su sombra, varios niños y niñas se sientan en el suelo, sin pupitres ni cuadernos, con la atención puesta en una mujer que escribe sobre una tabla. Un poco más atrás, una niña observa. Lleva un bidón en la cabeza. No volverá a clase: su familia ha decidido casarla.

En Sudán del Sur, la infancia no es un derecho, es un margen. A menudo, ser niño significa sobrevivir antes que jugar; ser niña, convertirse en moneda de cambio. Este ensayo nace del encuentro con esas infancias: la de los que duermen en las calles de Juba, la de las que son obligadas a casarse, la infancia de aquellos quienes cruzan fronteras solos tras haberlo perdido todo.

Robos silenciados

En algunas aldeas, hay madres que aún dejan un cuenco junto a la puerta por si su hijo regresa. Nadie lo vio irse, pero todos saben que ya no está. En Sudán del Sur, la desaparición de menores es una realidad poco documentada pero frecuente. Algunos se pierden durante los desplazamientos; otros son entregados por sus familias a cambio de ayuda. Algunos desaparecen bajo el control de grupos armados o adultos que los explotan.

En este país, donde el Estado no llega y las redes comunitarias están sobrepasadas, la desaparición no es noticia: es otra pérdida más

Existe también una práctica más antigua y menos visible: el robo de menores entre clanes. En algunas zonas, esta práctica queda justificada con creencias tribales, como la que afirma que la comunidad Murle no puede tener hijos y, por lo tanto, “toma” los de otros. Sin pruebas, se les responsabiliza de secuestros, lo que alimenta una estigmatización violenta y ciclos de represalias infinitos. Cada niño robado, cada acto de venganza, alimenta la espiral de la violencia.

En este país, donde el Estado no llega y las redes comunitarias están sobrepasadas, la desaparición no es noticia: es otra pérdida más. El miedo, la vergüenza y la falta de respuesta institucional conducen al silencio. Y el silencio perpetúa el abandono.

Las dos caras del abandono: calle o dote 

En las calles de Juba, Wau o Malakal, los niños aparecen temprano, solos o en grupos. Llevan heridas visibles y una rutina de supervivencia: limpiar parabrisas, pedir limosna, esnifar gasolina para soportar el hambre o los golpes. No están ahí por elección. Muchos han sido expulsados de sus hogares por pobreza, violencia o negligencia. Y casi todos son varones.

Porque en Sudán del Sur, la calle tiene género. Las niñas no están en las esquinas: están en casa, reservadas como inversión futura. Su valor reside en la dote que puedan generar. Por eso se las controla, se las priva de libertad, se las retira de la escuela. Su sufrimiento es menos visible, pero igual de profundo: trabajo doméstico, matrimonios forzados, abuso en silencio. El niño sufre a la vista de todos; la niña, en la sombra. Ambos pierden la infancia. Uno bajo un puente; la otra, en una cocina.

Infancias desplazadas: lo que llegan solos, los que no llegan nunca 

Hay menores que no saben de qué país son. Nacieron en uno, huyeron a otro y llegaron solos a un tercero. En los campos de tránsito del norte del país, algunos dicen venir de Darfur; otros de pueblos cuyos nombres ya ni siquiera recuerdan. Todos comparten la pérdida: de la familia, del  idioma y de la pertenencia.

Muchos de estos menores son retornados —nacieron en Sudán, vuelven al sur que no los espera—, otros son refugiados —llegan sin vínculos al país— y otros, desplazados internos, es decir, han sido expulsados dentro de sus propias fronteras. Para todos ellos el destino es incierto. La escuela, cuando existe, queda lejos; la comida depende de las raciones; la salud, del azar. Las cicatrices de estos menores son físicas, pero también administrativas: no figuran en ningún registro. Son cuerpos sin papeles. Infancias en el limbo.

Bajo los árboles: comunidad y resistencia

En Sudán del Sur, los árboles no son solo árboles. Bajo su sombra se decide, se enseña, se negocia. En muchas comunidades, representan la única infraestructura estable. No hay escuela, pero hay reunión. No hay juzgado, pero hay palabra. Y en ese gesto ancestral de sentarse juntos, se sostiene la vida colectiva.

 Las “escuelas bajo los árboles” son más que emergencia: son resistencia. En un país quebrado, seguir aprendiendo es una forma de no rendirse

Cuando un grupo de niños se sienta bajo un árbol con una pizarra improvisada, no solo recibe clase: está reclamando su espacio. El árbol, en este ensayo, es símbolo de todo lo narrado. Bajo él se oculta el miedo, se negocia la dote, se enseña a leer, se escucha un nombre olvidado. No sustituye a una escuela, pero mantiene viva la posibilidad de imaginar otro futuro. Las “escuelas bajo los árboles” son más que emergencia: son resistencia. En un país quebrado, seguir aprendiendo es una forma de no rendirse. La infancia, aunque herida, sigue en pie. Y eso, aunque parezca poco, ya es mucho.

Los artículos de opinión no reflejan necesariamente la visión del medio.

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