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Sociólogo y politólogo, profesor de Sociología en el Dipartimento di Scienze della Formazione dell'Università degli Studi di Genova hasta 2018.
Durante las grandiosas movilizaciones contra la infame reforma de las pensiones impuesta por el neofascismo de Macron, hubo quien reprochó a los jóvenes de las banlieues que no participaran en las mismas. Es cierto, pero no del todo, que el mundo de los jóvenes de las banlieues no está acostumbrado a confluir en las movilizaciones sindicales, como tampoco en movilizaciones políticas como las de los gilets jaunes (chalecos amarillos) o en las luchas contra la leyes laborales concebidas para incrementar la precariedad, ni en otras protagonizadas por la izquierda antagonista. Hay que señalar que sólo ahora las izquierdas de NUPES han apoyado casi unánimemente las revueltas actuales, pero los sindicatos no se han posicionado respecto a las mismas. En realidad, las banlieues siempre han constituido un mundo aparte, marginado por todos. Recordemos que lo mismo puede decirse de ciertas zonas periféricas de las grandes ciudades italianas como Milán, Roma, etcétera; (véase Pietro Saitta, Violenta speranza. Trap e riproduzione del “panico morale” in Italia, 2023).
Las revueltas de las banlieues se producen regularmente desde 1979 en el barrio de Grappinière, en Vaulx-en-Velin, cerca de Villeurbanne (cerca de Lyon), así como en muchos otros lugares, lo cual recuerda de hecho la histórica violencia policial registrada en Francia. No resulta en absoluto casual que una vez finalizado el periodo de los “treinta años gloriosos” (los años de la reconstrucción y del auge económico de la posguerra), Francia haya pagado el precio de este “progreso”, que ha sido soportado por la inmensa mayoría de los trabajadores y de la población con un coste humano y material inmenso. Decenas eran las áreas urbanas degradadas diseminadas por toda Francia (entre ellas la célebre relatada por Abdelmalek Sayad, en Un Nanterre algérien, terre de bidonville [1995], 2008), así como fueron innumerables los barrios de viviendas sociales que salpicaron las ciudades francesas durante ese periodo, que eran casi siempre ciudades dormitorio inhabitables, lugares de miseria, tachados por los criminólogos de viveros de desviación y delincuencia juveniles.
Francia había pretendido aspirar a la prosperidad a toda costa a cuyo hilo también había ansiado crear dispositivos y estructuras adecuadas para forjar una posteridad que garantizara la sustitución de la mano de obra de la generación precedente, mantenida a niveles salariales y de cualificación bloqueados (los famosos OS-à-vie, es decir, trabajadores no especializados de por vida, principalmente inmigrantes norteafricanos, pero también franceses autóctonos, de souche [de pura cepa]). La école laïque républicaine, considerada como el principal crisol para forjar ciudadanos y ciudadanas trabajadores y disciplinados, a menudo ha resultado ser, sin embargo, un lugar de aculturación autoritaria y de discriminación racista, a pesar de los miles de profesores y profesoras verdaderamente de izquierda implicados en la integración social de todos y todas los alumnos escolarizados. Baste decir que la mayoría de los hijos de inmigrantes italianos internos después de la Segunda Guerra Mundial registró el mayor índice de abandono escolar ya en la escuela primaria, porque sus padres sólo hablaban los dialectos italianos locales y no podían ayudarles en su trabajo escolar; de ahí la invitación que dirigían a sus hijos: “La escuela no es para ti, aprende un oficio y así vas a ganar más que los que se gradúan”. Los hijos e hijas de la población magrebí estaban en parte menos discriminados por ser francófonos, pero el chovinismo dominante (en la derecha, pero también en la izquierda) acababa por rechazarlos y todavía más si eran de origen argelino.
La elección de Mitterrand con la Unión de la Izquierda en 1981 suscitó enormes esperanzas, que se demostraron efímeras. Se lanzó un gran programa de rehabilitación de los barrios populares, se derogó el bloqueo de la movilidad socioprofesional, se abolió la pena de muerte y se introdujeron otras reformas, pero a partir de 1983 Mitterrand se convirtió al neoliberalismo hoy en boga en todo el mundo. Desde entonces, la izquierda francesa se ha convertido, como la italiana y la española, al neoliberalismo y en consecuencia los gobiernos de la antigua izquierda y de la derecha se han dedicado por igual a destruir las políticas sociales, lo cual se traduce a escala municipal en la única aspiración de cuidar con esmero el centro de las ciudades, favorecer la especulación inmobiliaria y acometer obras mastodónticas o simplemente espectaculares privadas de verdadero significado social.
Los servicios sociales de las banlieues se han desmantelado parcialmente y se han convertido por lo demás en dispositivos de control y discriminación
Los servicios sociales de las banlieues se han desmantelado parcialmente y se han convertido por lo demás en dispositivos de control y discriminación (véase Vincent Dubois, El burócrata y el pobre, 2018). Los trabajadores sociales, como los profesores que son efectivamente de izquierda, se encuentran en una situación dramática, porque están sometidos a medidas de control, que les obligan a actuar como auxiliares de la policía al hilo de la medida de su productividad, que obviamente se mide por la cantidad de personas inhabilitadas para recibir subsidios de desempleo o de pobreza y por la aplicación de otros índices similares. Así, las razones de los disturbios no han hecho más que acumularse desde 1983, sumándose a las preexistentes desde la época de De Gaulle, Pompidou y sobre todo de Giscard. Francia sigue pretendiendo ser una de las primeras potencias económicas y militares del mundo, mientras estallan en su seno la nueva pobreza, el racismo y el desastre sanitario-medioambiental, debido al gigantesco desarrollo de las diversas contaminaciones tóxicas.
Para imponer “a toda costa” (como ha proclamado a menudo Macron, que se hace pasar por el nuevo rey sol) este desarrollo neoliberal, los gobiernos de derecha, de la antigua izquierda y ahora de Macron recurren al dispositivo policial más brutal de Europa. Primero fue Sarkozy, que azuzó a la policía y a la opinión pública contra la juventud de las banlieues a la que llamó “escoria” a la que había que eliminar con la karcher. Fue en este clima de incitación al racismo, cuando estalló el estado de emergencia por terrorismo. Desde entonces, Francia está dominada por una feroz cruzada contra los musulmanes o islamistas en general, entendidos comúnmente en primer lugar como magrebíes y, por lo tanto, habitantes de las banlieues.
Valls, exsocialista y exjefe del primer gobierno del septenio de Hollande, dobló la apuesta con la esperanza de superar a Sarkozy y, junto con antiguos intelectuales procedentes de la izquierda, creó la asociación Printemps Républicain para atizar el chovinismo racista (como también escribió Sayad, el universalismo a la francesa es chovinista y racista). Por su parte, Cazeneve, el nuevo protegido del despreciable Hollande, hizo aprobar en 2017 la ley de negativa a obedecer el alto de la policía (réfus d'ottémperer), un dispositivo manipulable en sí mismo en nombre del derecho a la legítima defensa (de la policía). Como dice Simon Varaine: “En la policía, las directivas dadas por los altos mandos han indicado que ya no es necesario que exista una amenaza inmediata contra los agentes para proceder a disparar”.
Nahel fue asesinado en Nanterre el 27 de junio pasado en nombre de estas facultades atribuidas a la policía francesa: su muerte se añade, como documenta Basta!, a las de las otras cuarenta y cuatro personas asesinadas por las fuerzas del orden francesas durante los dos últimos años. La tendencia a recurrir a la brutalidad y a disparar en el acto es común a todas las fuerzas policiales del mundo y, en particular, a las de Estados Unidos, que ostenta el récord de asesinatos cometidos por policías. En Inglaterra y en otros lugares se reproducen los disturbios juveniles (los riots) y en Francia lo hacen todavía con mayor intensidad como reacción explícita contra los abusos, la brutalidad y los asesinatos policiales, que han proliferado durante los últimos años (como también lo han hecho en Italia tras el G8 de Génova en 2001).
El comportamiento habitual de la policía francesa en las banlieues es descaradamente provocador, escandaloso y racista
El comportamiento habitual de la policía francesa en las banlieues es descaradamente provocador, escandaloso y racista. Ejemplo flagrante de ello: Un domingo por la tarde cinco jóvenes adultos, de origen magrebí, en torno a los treinta o treinta y cinco años, casi todos casados y con trabajos más o menos estables, se reúnen como de costumbre en la cité (el barrio tachado como la peor parte de la banlieue) antes de ir al partido del equipo de fútbol local. Entonces llega un 106 blanco camuflado con policías a bordo que les miran con desconfianza; un policía baja la ventanilla y les dice: "¿Qué pasa mariconcetes, cómo va?"
Esta es una de las formas actuales en que los policías franceses se dirigen incluso a los adultos. La cosa es peor con los más jóvenes: los casos de violencia, algunos realmente inauditos, están bien documentados, y se hallan relatados en decenas de artículos e incluso de libros (búsquese en Internet «violences policières en France» y aparecen en torno a 3.310.000 resultados). Entre estos casos, el de Théo sigue siendo terriblemente estremecedor.
Era una tarde de partidos de fútbol. En Drancy, al norte de París, Théo estaba tomando una copa con sus amigos, cuando un coche de policía irrumpió en su edificio, típico de las ciudades dormitorios del área suburbana parisina. Bajo los efectos del alcohol, el joven supuestamente insultó a los policías que lo detuvieron y lo llevaron a comisaría. Poco después acabó en el hospital con una herida anal de 1,5 cm causada por una porra telescópica. Se encontró sangre en su ropa y también en el coche de la policía. En el extremo de la porra, se encontraron también rastros de su ADN. La información procede de un medio genérico, prueba del desconcierto que causan estos modos de operar de la policía.
Sin duda un policía exaltado, pero también convencido de poder disfrutar de la impunidad que Macron, Darmanin y la cúpula policial aseguran de forma rutinaria a los policías franceses
Los casos de brutalidad y asesinatos racistas son igualmente impresionantes (aquí un dossier no procedente de militantes de izquierda). El asesinato de Nahel, de 17 años, por un disparo en la mejilla a manos de un policía en Nanterre ha desencadenado cuatro días de disturbios en toda Francia, incluso en las pequeñas ciudades. Este asesinato ha suscitado aún más ira, porque las redes sociales han difundido el vídeo en el que se ve y se oye al policía antes de asesinarlo (este es el vídeo grabado por el amigo de Nahel, quien cuenta que iban en un coche prestado y que cuando se vieron flanqueados por policías se detuvieron, momento en el que uno de los dos policías dijo: “Apaga el motor que te pego un tiro en la cabeza”). Sin duda un policía exaltado, pero también convencido de poder disfrutar de la impunidad que Macron, Darmanin y la cúpula policial aseguran de forma rutinaria a los policías franceses.
Impunidad garantizada de facto no sólo por la célebre Inspection Générale de la Police Nationale (IPGN), que se pone en marcha si hay denuncias de las víctimas o de sus familias, sino también por el hecho que los abusos, las brutalidades e incluso los asesinatos rara vez son castigados, como ocurre en Italia, donde el censo de delitos policiales sólo se elabora en función de la información aparecida en los medios de comunicación. Impunidad garantizada durante años y continuamente reiterada por Macron y por su ministro de policía Darmanin, así como por la actual jefa de gobierno madame Borne. Para todos ellos la expresión “violencia policial” es falsa e inaceptable.
En este caso, sin embargo, la revuelta generalizada, que ha estallado en toda Francia y que ha sido apoyada por la mayoría de la población ante la flagrancia del asesinato voluntario de Nahel, les obligó a afirmar que en este caso no se habían respetado las “reglas operativas”. Macron, no obstante, no ha dejado de calificar el comportamiento de los jóvenes de “escenas de violencia injustificable contra las instituciones y la República”, mientras su ministro del Interior prometía que “la República vencerá”. Para ello ha enviado a más de 45.000 agentes, vehículos blindados de transporte de personal y, de hecho, ha puesto en estado de asedio a las ciudades francesas, mientras que el igualmente turbio ministro de Justicia, Moretti, ha dado directrices para acusar también a los padres de los participantes en la revuelta que fueran menores, ya que entre los más de 1.300 detenidos estos se contaban en abundante número.
Muchos volvieron a preguntarse en esta ocasión por qué los jóvenes atacaron también escuelas, ayuntamientos, servicios sociales y bibliotecas municipales. Como escribió Didier Laperronye sobre los disturbios acontecidos de años anteriores: “la acción de quemar escuelas es para estos jóvenes el medio que les brinda la oportunidad de mostrar un movimiento de rebelión, aunque se trate de un movimiento desprovisto de ideología y de reglas, que pretende no obstante provocar una ”reacción“ de las propias instituciones. La rebelión es una especie de cortocircuito: permite por un instante superar obstáculos, convertirse en un actor reconocido, aunque sea de forma negativa, efímera e ilusoria, y obtener conquistas sin poder controlar, y mucho menos negociar, ni el reconocimiento ni los eventuales beneficios”. Algunos de los chalecos amarillos afirmaron: “La única manera de hacernos oír es montar follón, así como violar las modalidades de protesta acordadas con las autoridades”.
Macron y sus seguidores nunca podrán y nunca querrán entender y reconocer que estas revueltas se deben ante todo a que los jóvenes han comprendido perfectamente que son considerados como “posteridad inoportuna” (expresión tomada prestada de Sayad con respecto al modelo tradicional francés), humanidad sobrante o humanidad perdida en el contexto neoliberal actual (waste life, escribió Bauman). Los jóvenes constatan que los grupos dominantes de la Francia actual les odian y querrían eliminarlos en su totalidad. Si no encuentran empleos mal pagados y precarios, los jóvenes de las banlieues se ven obligados a sobrevivir con pequeños trabajos en el mercado informal o a caer en el trapicheo y la pequeña delincuencia. ¿Qué futuro pueden ofrecerles la escuela, los servicios sociales, el ayuntamiento, la biblioteca y las comisarías de policía?» (Véase el podcast «“Jeunes de quartier”: leur quotidien raconté par eux-mêmes»).
Aún así, el sábado 1 de julio 45.000 policías se desplegaron por doquier, incluso con coches blindados y otros dispositivos, en innumerables ciudades. Pero, evidentemente, la policía teme la acción de los jóvenes alborotadores, porque es imprevisible y generalizada, incluso más que la de los chalecos amarillos. Y Darmanin reacciona con extrema desfachatez declarando: “No confundo a los pocos miles de delincuentes con la inmensa mayoría de nuestros compatriotas que viven en barrios populares”. Obviamente, el partido de Le Pen y el resto de la derecha instan a Macron a establecer un estado de sitio permanente, mientras sigue ofreciendo todo su apoyo al gobierno contra estas “bandas sin civilizar” de las áreas urbanas periféricas. El capitalismo colonial interno persiste. Darmanin sueña con convertirse él mismo en presidente cuando concluya el mandato de Macron, arrebatando votos al partido de Le Pen y contando con el apoyo de esta última en la segunda vuelta, a menos que las izquierdas de NUPES consigan mantenerse unidas y logren pasar a esta (lo cual es posible, como lo fue en las últimas elecciones presidenciales francesas). El dúo Darmanin-Le Pen, más el resto de la derecha, es el punto de llegada de las dos legislaturas de Macron, que no ha dejado de moverse hacia la derecha.
La policía francesa no protege a los habitantes, sino sólo a los grupos dominantes. No protege a la población de las banlieues contra los abusos, la brutalidad y los asesinatos
Los jóvenes y la población de las banlieues no puede dejar de preguntarse “¿Quién nos protege de la policía?”. La policía francesa no protege a los habitantes, sino sólo a los grupos dominantes. No protege a la población de las banlieues contra los abusos, la brutalidad y los asesinatos, sino que disfruta de la garantía que le otorga la impunidad concedida por el poder, porque en realidad está en guerra con la mayoría de la población. Este régimen neoliberal desenfrenado es de facto un fascismo “democrático”: tanto el gobierno de Macron como el gobierno de la señora Meloni son elegidos tan solo por una minoría de votantes, pero las reformas electorales y luego las leyes aprobadas por esta minoría, que pasa por mayoría “democrática”, permiten al partido gobernante de turno extralimitarse y pretender ser siempre legítimo. En Francia, como en toda Europa, nos encontramos en una de las coyunturas más devastadoras registradas desde la Segunda Guerra Mundial. La resistencia a esta deriva será dura y probablemente se prologará durante mucho tiempo; pero no hay supervivencia sin resistencia. ¡La juventud de las banlieues francesas lo demuestra!
Durante la tarde del pasado domingo 2 de julio, Darmanin ha movilizado a otros 45.000 policías y gendarmes en las principales ciudades francesas. Desde el inicio de las revueltas se han producido más de 4.000 arrestos.
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Excelente artículo, muy recomendable también releer el libro de Aléssi Dell´Umbria: "¿Chusma?" ( 2009 Pepitas de Calabaza), que nos informa de la revuelta del otoño de 2005 en Francia: La guerrilla urbana se ha instalado en todos los barrios obreros, y lo mejor de todo "no quieren dialogar con el gobierno" y no van a conseguir adormecer a la juventud rebelde. Francia va hacia una lenta descomposición, un declive imperial, como los Bastardos Unidos de Norteamérica y su OTAN. ¿Lo veremos?