Opinión
Desinformados y ofendidos

Deliberar en democracia requiere ser capaz de orientarse en un territorio informativo plagado de señales confusas. ¿Nos ofendemos porque nos duelen las verdades o son estas afirmaciones verdaderamente inapropiadas?

Deliberar en democracia requiere ser capaz de orientarse en un territorio informativo plagado de señales confusas y callejones sin salida. Nuestra susceptibilidad ante el lenguaje, especialmente durante el confinamiento, no ha sido nuestra mayor ayuda en esta tarea.

El origen del virus ha sido desde el principio de la pandemia una de las cuestiones que más declaraciones controvertidas han suscitado. El presidente de Estados Unidos, Donald Trump, se refirió al coronavirus sustituyendo su nombre por otro que destaca el país donde se originó la pandemia. Cuando fue acusado de racismo, Trump se defendió diciendo que su comentario no era racista, que el virus procedía de China y que él, simplemente, quería ser preciso a la hora de denominarlo. En una línea similar, la senadora australiana Pauline Hanson defendió que no se debe criticar a quien utiliza esta expresión para hablar del virus: “Ha sido común referirse a los virus con referencia al área en que se originó”.

Situaciones similares también han tenido lugar en España. El secretario general de Vox, Ortega Smith, usó esta expresión en sus redes sociales para señalar al virus contra el que estaban “luchando” sus “anticuerpos españoles”. El mismo día, la Embajada de la República Popular China en España respondió a Ortega Smith a través de Twitter recordándole que no todo comentario está amparado por la libertad de expresión y que la Organización Mundial de la Salud había denominado covid-19 a la enfermedad causada por el virus precisamente para evitar referir a cualquier ubicación geográfica, cultura o población. También le deseaban una pronta recuperación.

Casos como estos han generado respuestas divididas entre quienes piensan que esta expresión es ofensiva y quienes creen que no lo es en absoluto; entre quienes creen que incidir en el origen geográfico de la pandemia invita al racismo y al desquiciamiento y quienes piensan que hablamos de Wuhan como hablamos del origen de nuestros vinos favoritos o de la nacionalidad de los equipos que compiten en las Olimpiadas. Si hablar de la procedencia geográfica no es ofensivo en tantos y tantos casos, ¿por qué sí lo es al hablar de un virus? 

La polémica en torno al coronavirus no se ha reducido a las variantes utilizadas para hablar del mismo. También la discusión acerca de las causas de la propagación desigual del mismo han originado controversia. Por ejemplo, el periodista Giles Tremlett del diario británico The Guardian explicaba en un artículo que la rápida propagación del coronavirus en España puede atribuirse a la cultura festiva de la población.

En una línea muy parecida, un artículo publicado en The Economist aludía de nuevo al carácter de la población española para explicar el brote en el país: “La población española es más cercana que la de Europa del norte e interactúan mucho más con parientes mayores y más vulnerables”. Estas no son las únicas referencias al modo de vida de una población para explicar lo que allí ocurre. La académica y activista Zeynep Tufekci afirmó, en un artículo publicado en la revista estadounidense The Atlantic, que las medidas aplicadas en Italia podrían no haber funcionado debido a la tendencia cultural del país a incumplir las normas.

En estos tres casos, el rasgo que se atribuye al carácter nacional de la población afectada es algo que se presenta bajo una luz positiva, algo que nos hace especiales, pero que desgraciadamente nos ha jugado una mala pasada a españolas e italianos en esta crisis. 

¿Nos ofendemos porque nos duelen las verdades o son estas afirmaciones verdaderamente inapropiadas? ¿Cuándo es algo que decimos puramente descriptivo y cuándo tiene, por el contrario, la capacidad de resultar ofensivo?

Como era de esperar, sin embargo, estos rasgos generales que con ligereza se atribuyen a un grupo de población como posibles causas del impacto del virus no son siempre positivos. El diario ABC de Sevilla, por ejemplo, publicó un artículo en el que se afirmaba que la población del barrio de las Tres Mil Viviendas de Sevilla estaba siendo insolidaria en su actitud contra el virus. Era la particular forma de vida, desconsiderada, de la población de ese barrio la que les ponía a ellas en peligro y la que, por extensión, nos ponía a todos en peligro. Estas declaraciones también han generado división entre quienes no encuentran problemas con estas afirmaciones y quienes piensan que son racistas y ofensivas. 

¿Nos ofendemos porque nos duelen las verdades o son estas afirmaciones verdaderamente inapropiadas? ¿Cuándo es algo que decimos puramente descriptivo y cuándo tiene, por el contrario, la capacidad de resultar ofensivo? Una cuestión que se ha hecho hueco recientemente en la discusión pública y que está estrechamente emparentada con esta es el debate acerca de los bulos y la desinformación.

Decía Joaquim Bosch en una entrevista en eldiario.es que los bulos tóxicos deben distinguirse de la mera opinión: “Que el 8M es el origen del contagio me parece una opinión disparatada y absurda pero es una opinión”. En una línea similar argumentaba Miguel Pasquau en CTXT: la propagación de bulos debe regularse pero nadie debe ser perseguido por sus opiniones porque “la opinión no es susceptible de control de veracidad alguno”.

Estamos de acuerdo en que los bulos deben distinguirse de las opiniones. Sin embargo, surgen algunas preguntas que merece la pena tratar de responder. ¿Son todas las opiniones de la misma naturaleza? ¿Puede una mera opinión contribuir a la desinformación? ¿Somos capaces de distinguir con claridad entre oraciones sobre hechos y oraciones sobre evaluaciones y opiniones?

Esta tarea, parece, no se nos da nada bien. En una encuesta realizada del 22 de febrero al 4 de marzo de 2018 por el famoso centro de investigación Pew Research Center se pidió a quienes participaron que separaran, entre un total de diez oraciones, aquellas que correspondían a hechos y aquellas que correspondían a opiniones. Solo el 26% logró clasificar con precisión las cinco afirmaciones correspondientes a hechos y solo un tercio pudo clasificar las cinco oraciones correspondientes a opiniones (35%).

De acuerdo con estos resultados, parece que cuando pensamos en términos abstractos y de manera explícita sobre si una afirmación es descriptiva o evaluativa, tendemos a equivocarnos. Entonces, ¿es ofensivo lo que hizo Trump al utilizar esa expresión? ¿Está Tufekci simplemente dando una posible explicación de la propagación del virus en Italia? ¿Es simplemente su opinión? ¿Cómo podemos saberlo? Y si no podemos distinguir estos ámbitos con claridad, ¿cómo podemos separar nítidamente los bulos, la información falsa, que sabemos que es falsa, producida y difundida industrialmente, de las meras opiniones? 

Tendemos a culpar a la intención de quien habla y al daño causado, pero rara vez nos damos cuenta de que la ofensividad depende, simplemente, de quiénes somos nosotras y de quién es la persona que habla

Aunque la intención de quien habla y el daño causado suelen ser los principales sospechosos cuando se buscan las causas de que algo nos parezca ofensivo, filósofas como Miranda Fricker y Saray Ayala han puesto de manifiesto recientemente que quizás haya un tercer factor que puede estar influyendo en nuestras intuiciones de manera clara: el estatuto social y normativo de quien habla.

Desde otras disciplinas se han llevado a cabo varios estudios empíricos cuyos resultados apoyan la relevancia del estatuto del hablante a la hora de determinar el significado de sus palabras. Por ejemplo, O’Dea y otras investigadoras testaron la influencia de diferentes factores al usar expresiones peyorativas y los resultados mostraron que estas expresiones son percibidas como más ofensivas cuando las profiere una persona extraña que cuando las profiere un amigo (Fasoli, Carnaghi y Paladino llevaron a cabo un estudio similar).

En línea con estos resultados, un estudio reciente de 2019 ha mostrado que el estatuto social del hablante influye notablemente en el grado en que resulta ofensivo lo que decimos. Para complicar más las cosas, somos en gran medida ciegos con respecto a la importancia de este factor. Tendemos a culpar a la intención de quien habla y al daño causado, pero rara vez nos damos cuenta de que la ofensividad depende, simplemente, de quiénes somos nosotras y de quién es la persona que habla.

Las diferencias en cuanto a propagación o nivel de morbilidad que observamos al mirar a los datos del covid-19 pueden deberse, como reconocen algunas de las autoras que citamos, a multitud de razones. El carácter estereotipadamente asociado con un grupo de población puede ser una de ellas, pero en este momento es más una gran alfombra bajo la cual escondemos la falta de certezas a la que abocan la heterogeneidad de los datos y de las respuestas promovidas por los distintos estados.

Hasta cuando se hace con las mejores intenciones, este tipo de explicación resulta poco útil y ofensiva, y no parece una opinión del mismo tipo que expresar desconfianza hacia ciertos modelos predictivos. Refugiarse en los estereotipos cuando juzgamos el impacto de una crisis como esta sobre un grupo poblacional resulta ofensivo porque hace culpables de su fortuna a quienes sufren y porque no nos ayuda de manera particularmente significativa a entender el fenómeno en cuestión. Aducir que “ha sido común referirse a los virus con referencia al área en que se originó” para justificar una expresión como la utilizada por el presidente de los Estados Unidos que, de hecho, promueve actitudes negativas hacia cierto grupo poblacional es una manera de desinformar.

Incidir en el origen geográfico del virus ha sido, como hemos visto, una forma de anticipar la exigencia de compensaciones económicas. “Ser precisos” en nuestro uso del lenguaje, como pedía Donald Trump, no consiste en expresarnos de la manera que nos resulte más natural en cualquier momento dado, sino en ser conscientes al hablar de aquello que, razonablemente, hacemos con nuestras palabras. 

Las formas que la desinformación puede adoptar son variadas y van mucho más allá de los bulos. Tienen en común con estos últimos que suelen producirse con la intención de reforzar mi posición y la de los míos a costa de generar animadversión hacia quienes no son como yo. Protegernos de este fenómeno polarizador es complicado, en primer lugar, porque las diferencias no son tan claras como nos gustaría pensar: los bulos se confunden con frecuencia con opiniones controvertidas. En segundo lugar, pensar acerca de este tema con claridad es difícil porque ni siquiera sabemos bien de qué dependen nuestras intuiciones acerca de la ofensividad. Y pese a las dificultades, nuestro futuro como ciudadanos democráticos depende en parte de ello.  

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#63348
16/6/2020 18:36

Felicidades por el gran artículo. Ideas claras y bien explicadas que invitan a una reflexión muy necesaria hoy en día. Este artículo resulta refrescante con respecto a otros que he encontrado acá de extrema izquierda bélica, absolutista y pseudointelectual.

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#62675
7/6/2020 14:16

Magnífico texto, y muy valiente. Llevo semanas pensando lo mismo.
PS. Pedid a los editores de El Salto que corrijan la avalancha de erratas en los primeros párrafos. Verdaderamente son disuasorias.

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