Opinión
La culpa es del sistema y la responsabilidad también es nuestra

Una reflexión sobre el sistema opresor, que se materializa en nosotras, las personas que de alguna u otra manera tenemos privilegios.

Anoche, al levantarme de la cama después de un desesperado intento por volver a conciliar el sueño, llegué a la página de un libro que informaba un hecho aterrador: el agua de lluvia ya no es potable. En ningún lugar, ni en la Antártida. El agua lluvia está contaminada con PFAS (sustancias perfluoroalquiladas y polifluoroalquiladas conocidas coloquialmente como sustancias químicas eternas), que se usan para crear productos resistentes al agua y a las manchas (ropa impermeable, cajas de pizza, elementos de cocina, espumas para combatir incendios, etc.). La imagen de sacar la lengua para probar el agua que debería caer sobre la tierra como un llanto de alegría ahora es nociva. ¿La culpa? La del sistema, por supuesto. La culpa es del sistema.

Nosotras nunca somos culpables. A duras penas sacamos ventaja de lo poco, ¿quién se va a dar cuenta? Es el sistema el que está hecho así. Cada una de nosotras lucha por sobrevivir en un mundo atroz; y en el primer mundo tenemos muchas palabras para nombrar la atrocidad.  

¿Quién cambiaría la comodidad? Empiezo así, con la comodidad, con lo miserable. Parece que no nos damos cuenta de que aunque el problema sí que es el sistema, nosotras también somos el sistema. O nos atraviesa. El sistema vive a través y gracias a nosotras y es parte del sistema hacernos creer que podemos sacarle provecho a las otras, que aquello no tendrá repercusiones y que, si somos un poco listillas, podemos hacer un buen botín. Vuelvo a empezar para decir esta otra cosa, que no quiero hablar del agua de lluvia aunque aquello me conmueva más, sino de los alquileres. En algún momento diré la otra verdad, y es que de lo que quiero hablar es de la responsabilidad social. 

Llegué a vivir al barrio obrero Les Termes, en Sabadell, en un piso recientemente remodelado con un ojo cauteloso y un bolsillo muy apretado. Era estéticamente funcional para una foto, pero no para todo lo demás. Yo pagaba 390 euros por una habitación de dos por un poco más de dos; la propietaria ganaba casi 1.300 por un piso originalmente de dos habitaciones que había adaptado para tres y que no superaba los 60 metros cuadrados. Los servicios estaban cubiertos en el precio, aunque una cláusula del contrato hablaba de unos topes máximos que, de superarse, pasarían a correr por cuenta nuestra. En invierno, o prendíamos el horno o prendíamos la calefacción, porque ambas cosas hacían saltar los tacos de la electricidad; una modificación de la propietaria para asegurarse de que la cláusula escrita no tuviera que ejecutarse. 

Una noche, algo se estaba quemando y, entre cosa y cosa, puse una olla caliente en el mesón de pasta (habría de descubrir que el metro costaba 60 euros) que resultó en una quemadura de un centímetro por menos de medio centímetro de diámetro. Le tomé la foto, le escribí a la dueña y se la mandé. Le dije que cómo quería que lo arregláramos. Me dijo que no me preocupara y que ya arreglaríamos. Le volví a preguntar algunos meses después y la respuesta fue la misma. Tenía la intención de arreglar el mueble.

Había entrado hacía un año, el septiembre anterior, y pagué el mes completo aun cuando comencé a vivir allí a mitad de mes. Pensé que teníamos ese tipo de vínculo. Entregué el piso en agosto, unos días antes de que acabara el mes a petición suya para que ella pudiera organizarlo y entregárselo limpio a la siguiente arrendataria. Al entregarle las llaves, le pregunté por la fianza de 390 euros que le había depositado meses antes de mudarme. Me dijo que tendría que quedársela toda para costear los arreglos de la cocina.  

Nunca hizo ninguna modificación ni arreglo. No me dejó entrar al manitas que yo había conseguido para que cambiara el mesón porque, según ella, probablemente el daño iría a mayores. Quizás no habríamos encontrado el “arreglo” perfecto, porque el arreglo perfecto devendría de que el accidente no hubiera sucedido, pero aquellas son las realidades de las cosas que se usan: que usan, se dañan, se gastan o hay que arreglarlas o cambiarlas. Después de muchos correos electrónicos, en los que incluso me asesoraron profesionales, y  seis meses después de ese agosto,  me devolvió la mitad de la fianza. 

Es que es el sistema el que está podrido. Y toda escritura es denuncia. No me pongo en el lugar del mérito; yo misma soy la primera que trata de confrontarse cuando me veo en la corriente del cómodo sistema que me regala privilegiecitos que puedo usar como herramienta para oprimir a la otra. Pero tampoco quiero hacer una denuncia y darme latigazos, aun cuando aquella dinámica se me haya bieninstruido en el malenseñado catolicismo. 

Si podemos hablar, tenemos que hacerlo. Si podemos eludir las trampas del sistema, tenemos que hacerlo. El problema de los alquileres y todo lo demás tiene nombre y apellido en estas latitudes y en el contexto que nos concierne

¿Cuánto tendrá que dejar de herencia a sus nietos para que ellos no tengan que encontrarse con otra casera que juegue con las reglas de tan dichoso sistema y trate de estrujarles todo lo posible?

Después viví con unas catalanas por quienes tengo agradecimiento y cariño. Aunque el tiempo de convivencia fue corto, el lazo creció robusto y tupido.

Ahora somos mi mujer y yo las que le hacemos frente a las injusticias de la inmobiliaria llevada por dos mujeres. La inmobiliaria había adquirido el edificio hacía muy poco, así que, de ingenuas, un día decidimos ir hasta allí para hablar y solventar las diferencias con estas otras dos mujeres, creyendo que se trataba de un error de comunicación y no de un deseo de sacarle provecho a vecinos en barrios vulnerables. Llegamos al lugar y nos atendió una mujer de unos cincuenta años, adornada por joyas doradas de brillo plástico. Era incapaz de sostenernos la mirada. Nos regaló la falsa sensación de que nos entendíamos y de que habíamos resuelto los inconvenientes y  que la buena voluntad prevalecía.

Aunque ya no está el hombre que vivía antes y les pedimos que nos dirigieran las cartas a nosotras, nos las siguen enviando a nombre de él. Han tratado de subirnos el arriendo por las vías más ilegales, haciendo hincapié en leyes que no son vigentes desde hace décadas, o tratando de dividir el coste de los arreglos de la fachada del edificio entre los arrendatarios, entre otras varias artimañas que tenemos documentadas. Algunas de nuestras vecinas más vulnerables han caído en la trampa.

El sistema no es igual para todas ni en todos los lugares del mundo y hay quienes sí están oprimidas, y hay quienes sí que no pueden hablar —¿por qué se mueren los niños en la franja de Gaza de malnutrición? ¿Por qué muere por envenenamiento la gente que revuelca en la basura?—. Pero, en estos casos referidos, ¿es el “sistema”? ¿Con eso nos limpiamos las manos? ¿Con eso la mujer de Sabadell duerme tranquila, amasando una fortuna que les será insuficiente a sus nietos, que desconocerán el valor del trabajo? ¿Están los alquileres carísimos o hay algo de responsabilidad en la pringada que busca leyes expiradas para ganar 7 euros con engaños? 

Si podemos hablar, tenemos que hacerlo. Si podemos eludir las trampas del sistema, tenemos que hacerlo. El problema de los alquileres y todo lo demás tiene nombre y apellido en estas latitudes y en el contexto que nos concierne. No es sólo “el gobierno”, “el sistema”, “la bolsa de valores”, “Milei”. Sí que es un problema que se complejiza en el norte global y que nos vuelve muy responsables a aquellas que lo habitamos. Cada arrendataria cuenta. Cada negocio cuenta. Cada calle cuenta. ¡Qué maravilloso es crear una ciudad para turistas alcoholizados que gritan canciones sensibleras por las calles del gótico y que remedan el acento local cuando descubren que el catalán existe!

Somos la herramienta del sistema que se cree protegida por tener un mínimo de derechos y unos cuantos privilegios más que la siguiente. Pero no estamos obligadas a sacar provecho y sacar provecho no es algo bueno ni beneficioso. 

A tomar un poco de responsabilidad, todas y cada una de nosotras. Si tienes una amiga que rente un piso de 60 metros cuadrados en Les Termes y que se saque 1.300 euros al mes, dile. Si tienes una tía que trabaje en una inmobiliaria y quiera sacar gente o cobrar de más porque “se está perdiendo dinero”, dile también. Dile que es un descaro, dile que no está a salvo aunque lo crea, y que la culpa de que el sistema esté tan mal también es de ella. Sucede lo mismo que con el agua lluvia: creemos que no nos tocará porque la industria contaminante está en otra parte y no la vemos. Pero estamos interconectadas, cada vez más. Aunque no vivamos en la Amazonía, también nos caerá la lluvia.  

Los artículos de opinión no reflejan necesariamente la visión del medio.

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