Opinión
Consejos desordenados para hacer una cola

Quizá el primer mejor consejo podría ser ten cerca a alguien de confianza cuando la cola sea importante y de ella dependa el peso de tu supervivencia.

Del libro de Lea Ypi titulado Libre (Anagrama, 2023), una puede extraer muchas conclusiones sobre cómo hacer una cola o sobre cuándo merece la pena hacerla. Cuántas horas pasar en una cola, por qué guardarle el sitio a alguien o en qué casos un objeto o una piedra podrían o no sustituirte un par de horas sin perder el turno son algunas de las cábalas que la escritora albanesa ofrece al lector y que una acoge con frescura y decadencia. Colas para la cooperación o colas que dibujaban escasez. Por qué o por quién haría yo una cola y, llegado el caso, a quién cedería yo el puesto. En el país de las últimas (y de las primeras cosas) que la escritora describe, las colas se quedaron orbitando en mi mente y ahora espero con afán el momento de hacer una en el metro atestado, en el súper a la hora de la comida o en la M-30 a hora punta.

Quizá el primer mejor consejo podría ser ten cerca a alguien de confianza cuando la cola sea importante y de ella dependa el peso de tu supervivencia. Si la cola es por leche, por galletas o por ropa. Si la cola es esencial, por gasolina por ejemplo. Qué pensaría la pequeña narradora de este libro sobre las colas virtuales para conciertos que se celebrarán dentro de más de un año es una incógnita para mí y, si algún día pudiera entrevistarla, desde luego esa sería una de esas cuestiones que plantearía hacia el final de la charla, cuando los pesos pesados de temas como la libertad o las transiciones políticas aceleradas ya hubieran sido diseccionados.

Hay colas en los hospitales para que te hagan una analítica. Y esa cola, aunque importante, no es desde luego una de mis favoritas

Hay colas que merecen la pena. Hay otras que no. Las hay ordenadas, imperfectas y anodinas. Colas que se convierten en aglomeraciones caóticas a la espera de un gran premio, como pudiera ser el de ver a una artista que colapsa Callao un lunes cualquiera. Hay colas en los museos, en los restaurantes baratos y en las fiestas de los pueblos, para recoger por orden de llegada la ansiada merienda. Hay colas en los hospitales para que te hagan una analítica. Y esa cola, aunque importante, no es desde luego una de mis favoritas.

La cola más bella con la que me he topado la hallé en el Louvre, frente al cuadro de la Mona Lisa, y tengo una foto de aquel momento. La aglomeración la provocó, entre otras razones, una chica joven que se plantó en frente del cuadro, se inclinó ligeramente con los brazos en jarra sobre sus caderas y observó desafiante el rostro cromático que allí estaba, como a la espera de que la mujer saliera del cuadro y se fuera con ella a dar una vuelta por un París lluvioso que nos azotaba por las calles y nos crujía los paraguas. La chica joven, de pelo negro y gafas gruesas, observaba la pintura sin dejar espacio prácticamente a los lados y la gente se empezó a inquietar. La cola se fue engrosando y de pronto, ya no era una línea recta, sino un cúmulo de gente molesta que esperaba su turno.

En la Albania de Ypi hice tremendas colas en sus carreteras. Los atascos eran demenciales y la manera que tuve de sobrellevarlos fue a base de podcast, no sé cuántos episodios de Criminopatía llegué a escuchar, y con mucha música. Tantas horas en el coche me dieron para encontrarme de pronto, y lo digo sin mucha vergüenza, con algunos temazos de la primera edición de Operación Triunfo. En uno de los trayectos, de más de seis horas para menos de  200 kilómetros, canté tan fuerte y tanto rato que casi pierdo la voz, con lo cual no sé si este es un buen consejo o solo un pretexto para recordarme yendo hacia el norte para llegar a Montenegro y hacia el sur para pisar por fin Saranda.

En el mismo viaje, en una cola de supermercado, dejé pasar primero a una mujer mayor y muy menuda y me acordé irremediablemente de mi abuela, que unas semanas antes se había muerto en Teruel. La señora albanesa portaba una bolsa de tela y en ella metió su compra, jabón para la lavadora, algo de embutido y unas galletas. La observé embobada, como la chica en el Louvre frente al cuadro de la Gioconda, y pensé que no había mejor manera de guardar una cola que reteniendo en la memoria imágenes bellas que nos recuerdan a cosas.

Con mi abuela también hice alguna que otra cola. La última vez que le acompañamos mis padres y yo para ir a votar, o la cola de entrar al comedor de su residencia sujetada por su andador. La recuerdo como una cola lenta, muy lenta, y el consejo que le lanzo a la Cristina del pasado es que lo observe todo con paciencia porque hay colas que no se repiten. Escenas que merecen la pena.

Los artículos de opinión no reflejan necesariamente la visión del medio.

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