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Opinión
Desconexión
Una llamada fuera de turno de un superior en la cadena trófica que en el trabajo siempre desencadena cierta taquicardia. Por eso nunca descolgaba al primer tono, aunque sostenía el teléfono en la mano mirándolo sonar durante unos segundos.
Pensaba a menudo al respecto porque lo había vivido muchas veces, y había analizado las causas de ese nerviosismo repentino. La llamada a destiempo implicaba un imprevisto, un cambio de planes; a veces, una amenaza, pero también, siempre, indefectiblemente, un desplazamiento súbito. Necesitaba esas dos inspiraciones para vestirse la voz y entrar en personaje. Desde el otro lado del teléfono había que sonar a nueve de la mañana, a sobriedad y camisa limpia, había que bajar la música, retirar del muslo la mano ajena y romper el flujo de los acontecimientos, dejar de dar de comer al niño, perder el hilo de la conversación, aparentar olor a limpio y cambiar el paso. Por eso, cuando se cayeron las redes, por un momento cerró los ojos y pensó en cómo sería si eso siguiese avanzando, como un dominó tecnológico: Facebook, WhatsApp, Gmail, Microsoft, Adobe, la huella digital del trabajo, SAP, cl@ve, la bolsa de Nueva York, toda la contabilidad de todos los bancos… El mundo entero desde mediados del siglo XX. Y no le pareció tan terrible.
Desde el otro lado del teléfono había que sonar a nueve de la mañana, a sobriedad y camisa limpia, había que bajar la música, retirar del muslo la mano ajena y romper el flujo de los acontecimientos
No pensó, claro, en los hospitales, ni en los aviones estrellándose ni en los barcos perdidos en alta mar. Tampoco pensó en la desaparición indefectible de sus galletas favoritas en el estante del supermercado, de gran parte de su ocio, de su acceso a la cultura, de todos los familiares, amigos y conocidos con los que no volvería a tener contacto, ahora que no sabemos la dirección postal de ninguno de nuestro afectos. Al fin y al cabo solo era una fantasía y con un esbozo bastaba.
Al final todo se arregló en pocas horas de explotación laboral de varios técnicos, tal vez algún ataque de ansiedad de un CEO, y las aguas del mundo digital volvieron a su cauce habitual. Ahí acabó el debate ludita y nostálgico en otra red social sobre lo bien que se vivía cuando los teléfonos eran de cable, los amigos te tocaban al portero y perderse en una ciudad suponía horas de angustia sin poder contactar con nadie.
Todo pasó rápido, como pasa todo últimamente, pero la fantasía se le volvió recurrente. No caía en ese relato edulcorado de un tiempo pasado que nunca fue mejor. Sabía que la libertad no tenía nada que ver con montar en ciclomotor sin casco, caerse del andamio sin arnés ni contrato, ni pagar en sobres un alquiler sin declarar. No pensaba que la tecnología creada después de 1800 fuera exactamente el problema, porque distinguía entre la herramienta y su uso… Pero recordaba aquellas promesas falsas de cómo los nuevos sistemas le iban a hacer la vida más fácil, a eliminar el papel, las tareas mecánicas y tediosas y esa propaganda de reducir la jornada y repartir el empleo que se haría más breve, más llevadero, la tecnología al servicio de la gente… ¡Ay, qué risa! Pero los procesadores se hicieron cada vez más veloces, los servidores más potentes, los sistemas, más exigentes, la información llegaba cada vez más rápido, válida o inválida, útil o inútil, cierta o falsa, como una ráfaga velocísima que no se sabe si es de viento o de metralla hasta que ha impactado. Y todo necesitaba ser traducido a un lenguaje que la Inteligencia Artificial pudiera comprender. Reporta, responde, el email deja huella digital, comunica. Y nacieron Alexa, Siri, para enseñarnos el tono adecuado, el límite de la confidencia, la disponibilidad absoluta, se fueron mezclando lo profesional y lo privado, lo laboral y lo cívico, tu imagen, tus hábitos de consumo. ¿Dónde estás? He visto que estas conectada. ¿Por qué no respondes? Te he enviado un correo. Tienes 25 mensajes sin leer. Y así, el ocio se hizo actividad, el descanso, labor y lo social, lectivo.
¿Dónde estás? He visto que estas conectada. ¿Por qué no respondes? Te he enviado un correo. Tienes 25 mensajes sin leer. Y así, el ocio se hizo actividad, el descanso, labor y lo social, lectivo.
Fue progresivo, como la Koróbushka de ocho bits que marcaba la caída de las piezas del Tetris. Al principio parecía que tenía capacidad de reacción, pero la velocidad se iba incrementando y dejó de actuar por iniciativa a reaccionar por impulso. El cuerpo tiene memoria y todas las respuestas estaban condicionadas. Todo se hizo urgente y entre tanta acción-reacción apenas quedaba tiempo para la contemplación, la reflexión o, simplemente, la convalecencia. Convenciendo al mundo de que el saber estar, de que adaptarse, de que la única forma de no estar obsoleta era convertirse en una una app de carne y hueso al servicio de su sistema operativo, que se actualizase, sin molestar, todas las noches.
Fue sin darse cuenta cuando el trabajo, estimado como el más ineludible de los deberes, se convirtió en el único exponente de la voluntad popular. Tanto caminar para llegar al principio.