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Opinión
Mundo de mierda
Es inútil negarlo. El primer engañado sería uno mismo. La experiencia que pueda tener alguno de nosotros en torno a un ataque militar, un conflicto armado o una guerra es muy limitada. No un privilegio, basta ya de ceder conquistas: tal y como cantó Víctor Jara, el de vivir en paz es un derecho. La mía, mi experiencia, bien poco valor tiene, pero si una autobiografía sirve para poco, el pudor para menos.
Alguien sacó un balón y, esperando para volver a casa, algunos nos pusimos a jugar un partido improvisado en los pasillos del aeropuerto de Venecia. La mayoría no habíamos cruzado la mayoría de edad en aquel viaje de fin de curso que nos habíamos pasado, como toca a esas alturas, mucho más pendientes de compadrear y rivalizar entre nosotros, detectar receptividad entre ellas, imaginar aventuras adúlteras entre profesores, ocultar vino malo a la policía, odiar a italianos de zapato y patilla fina y no caer en ningún timo ni canal. Estábamos mucho más al tanto de todo eso que de la comida —“el Telepi y los macarrones con tomate Orlando de mi madre están mejor”— o los monumentos —“una iglesia parecida la hay en mi pueblo”—. Ya habría tiempo para dejar de perderlo haciéndonos los duros. No éramos idiotas, sino jóvenes. Hacíamos lo que cualquier adolescente debería estar haciendo al otro lado del Adriático. Sin embargo, a través de los ventanales del aeropuerto, a unos 70 kilómetros, veíamos despegar cazas. La diagonal trazada era mucho más empinada y veloz que la del avión comercial que tenía que devolvernos a casa en dirección contraria.
Un F-16 puede superar los dos mil kilómetros por hora. Eso significa que desde la base de la OTAN en Aviano, que entre balonazos a otros pasajeros veíamos por la cristalera, uno de esos aviones puede llegar a Belgrado y volver en 45 minutos. Los cálculos más bajos, de Human Rights Watch, cifran en unos 500 los civiles muertos durante los 78 días que duró el bombardeo de Yugoslavia durante la Guerra de Kosovo. Para las autoridades de un país que ya no existe y cada vez lo hará aún menos, son más de cinco mil. La sede de la radiotelevisión pública, la embajada china o el parque Tašmajdan de la capital serbia fueron atacados. En ninguno de esos sitios estaba Milošević.
A la vuelta en Madrid nos manifestamos. No eran las primeras imágenes de la política de las armas que veía nuestra generación casi a tiempo real. Recordábamos la primera Intifada, tanques de verano en la Plaza Roja y después Somalia, Ruanda o Chechenia. Y aunque da pudor hablar en plural, creo que ningún conflicto consiguió marcarnos tanto como otros dos. La Guerra del Golfo nos descubrió que era posible que nosotros, nacidos ya bien avanzada la supuesta democracia española, tuviéramos que ir a la guerra. No sabíamos qué eran Platoon, Birdy, La escalera de Jacob o Apocalypse now ni dónde estaba exactamente Vietnam. No habíamos escuchado a Fugazi y por supuesto que no sabíamos que eso era el acrónimo de Fucked Up, Got Ambushed, Zipped In. Estoy jodido, caí en una emboscada y ahora mi cuerpo va en una bolsa camino de una ceremonia de Estado.
Nada de eso. Lo que teníamos era la televisión pública en navidades con Marta Sánchez cantando “Lili Marleen” en Abu Dabi a los soldados enviados por Felipe González para apoyar la intervención estadounidense en el Golfo. Cuando eres un niño crees que las cosas duran mucho tiempo, y entre eso y que en las imágenes todo parecía de lo más normal, uno se ve allí en unos años. El servicio militar obligatorio era un horizonte seguro. Esa mili que, de tanto en tanto, algunos intentan resucitar como quien le pone pintalabios a una calavera. 303 chicos se suicidaron haciéndola entre 1983 y 2001 y otros 613 lo intentaron. Hoy solo podemos y debemos darle las gracias a nuestros 50.000 hermanos mayores insumisos. Ellos ganaron. Nosotros, con los años, fuimos sabiendo cada vez más cosas. Como, por ejemplo, que la gravilla que suena al principio de “Grândola, Vila Morena” es la única música que tiene la canción. Y que no son pasos militares, sino el sonido de las pisadas acompasadas de los trabajadores del Alentejo cuando vuelven del trabajo a casa. Exhaustos pero juntos. Como un deseo para estos tiempos.
Al Golfo le siguieron los Balcanes. Lo inconcebible pasó. La información no circulaba como ahora y casi nadie imaginaba una guerra en continente europeo, en un país no especialmente empobrecido y cuyos únicos arietes y francotiradores conocidos eran los que exportaban en fútbol y baloncesto. Los deportes nos fueron completando el cuadro de qué significaba la desintegración de un país y, peor, de una sociedad. El drama del éxodo. A los estadios españoles no solo llegaron Šuker, Mijatović o Kodro, de quien el periodista Ramón Lobo hizo de correo con su familia. Equipos como el Burgos —Barbarić, Karabeg y Jurić— o el Castellón tenían a su trío yugoslavo, en este último caso —Mladenović, Musić y Punisić— con representación croata, bosnia y serbia. En la Copa de Europa de basket, el Slobodna Dalmacija (antigua Jugoplastika Split) eligió A Coruña como ciudad para jugar como local, la Cibona de Zagreb Puerto Real y el Partizán de Belgrado, que ganó el trofeo, Fuenlabrada. Se les había admirado y temido tanto que hasta los Nikis ponían a la misma altura de mérito la creación de la tortilla de patata y ganar a Yugoslavia. En la mirada de un niño que necesitaba esencialismos para comprender el mundo, eran una mezcla de italianos, brasileños y soviéticos. Es difícil olvidar el Stari Most cayendo al río Neretva. Ni siquiera fue una voladura. Fusilar un puente no es ninguna chaladura de Miguel Noguera. Es difícil olvidarlo y está bien que así sea.
Hasta bien entrado este siglo, cualquiera de estas experiencias era, afortunadamente, a través de los periódicos o la televisión. Pero entonces llegó el segundo 11 de septiembre tras el del Palacio de la Moneda, el Trío de las Azores y volvimos a salir a la calle. Millones de personas lo dijeron alto y claro: “No a la guerra”. La legislatura del rodillo de Aznar estrenaba contestación. También el siglo. Y era, como la última del anterior, de profunda raíz antimilitarista. El 11 de marzo de 2004 tenía que ser la mañana de un jueves normal pero fue una de llamadas cuando no todo el mundo tenía móvil y la cobertura era peor que ahora. Hay que decirlo en esta época en la que parece invasivo hacer una llamada: se respiraba al escuchar una voz al otro lado. En un caso así no hay voluntarios porque ni siquiera hay voluntad más rápida que el instinto de ayudar: muchos que lo hacían se acababan de salvar por poco. Atocha, El Pozo, Santa Eugenia, calle Téllez. Después, aquellos días, un silencio insólito en los andenes y vagones del metro. La gente intentaba no dejar mochilas en el suelo. Nos mintieron, llovió, y dejó de caer agua pero siguieron mintiendo. Fue una infamia, donde por definición se unen descrédito y vileza.
La desarticulación de casi todo tejido social potente, a excepción de los feminismos, en los últimos años, desemboca en que, a día de hoy, nuestro papel frente a una guerra sea principalmente el de espectadores
Y ahora estamos aquí. La desarticulación de casi todo tejido social potente, a excepción de los feminismos, en los últimos años, desemboca en que, a día de hoy, nuestro papel frente a una guerra sea principalmente el de espectadores. Un rol que, además, gira en torno a dos ejes relativamente novedosos: el digital y el laboral.
El primero nos lleva a interrogantes extenuantes. ¿Información valiosa o consumo endurecedor de sufrimiento ajeno? ¿Autoprotección de la salud mental o estrechamiento ombliguista de nuestra existencia? Posiblemente nunca antes hayamos visto a tantos contactos —personas perfectamente sensibles y críticas— no querer o poder saber nada de una guerra. La sobrecarga emocional acumulada es tan grande que cada cual lidia con ella como puede. Es algo que ya nos enseñó el virus. Se puede hacer pan casero estando hundido y se puede uno mostrar deeply concerned mientras piensa en un excel. Aplicado a las redes, podríamos hacer bandera de algún lema como “detesta la inercia y dinámica a la que empuja el formato, pero comprende a la gente que hay detrás”. Seguramente seamos mucho más empáticos y cálidos que la máquina. Mejores que ella.
El segundo eje social clave, una realidad laboral en la que las jornadas se han independizado de los contratos y además amenazan con irse con otros, hace posible que quizá por primera vez, a la clásica pregunta de qué hacías tú cuando pasó, buena parte de las respuestas puedan moverse entre trabajar, pensar en el trabajo o descansar del trabajo.
El capital ahoga la pasión. Solo lejos de las leyes de los hombres se ama como cuando no hay costumbres ni se va a perder el cercanías. No hay días de asuntos propios por estar enamorado. Un ritmo sin escala humana nos extraña a unos de otros. Programas de cadenas que las autoridades no van nunca a dejar sin señal por manipuladoras ilustran un ataque con imágenes de un videojuego. Cuesta dejar de pensar en las personas bajo ataque cuya vida y horizonte vital próximo peligran y en el desasosiego de sus familiares y amigos en la distancia. Como también cuesta hacerlo acerca de la espiral de destrucción que gobiernos e instituciones alimentan cada vez más y más. El capital ahoga pero no consigue asfixiar la pasión. Así que intenta convencernos de que nosotros también apretamos el gatillo. De que nosotros estamos en guerra, porque habla así. Ese fantasma nos susurra que qué poco nos pasa. Cuando, en realidad, pasa mucho y muy grave. Nos desliza que qué poco nos importa todo teniendo a mano una terraza, cuando su afición a la colisión ha convertido esas mesas en verdaderos hospitales de campaña donde opera la cirugía humana. Ese espectro que nos llama cursis cuando a él mismo lo que le interesa es que creamos que tras un refugio hay victoria y no putada. Que nos dice qué agotados estamos todos, como si esto fuera una maldición sin responsables, cuando aquí arrastrar los pies y el café fuerte siempre ha ido por barrios. Un monstruo que nos restriega por la cara que no hacemos nada mientras no paramos, mientras no se nos permite parar. Que le parece poca cosa nuestro nada sofisticado desasosiego, que trata de enloquecernos sometiéndonos a una dieta que solo conoce la máxima racionalidad y el disimulo de sentimientos durante horas, por un lado, y el desborde incontrolado en la intimidad de estos dos embalses que separan nariz y frente. Se nos aparece ese espíritu para convencernos de que se nos está quedando un mundo de mierda. Eso dice sin vergüenza ni conocerla. Tratando de hacernos partícipes de la barbarie. Como si ese mundo de mierda no se impusiera cruelmente a la mayoría por la fuerza del poder, el mercado y, en último término, las armas.
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En efecto, parece que el autor no se ha movido un ápice desde que se manifestó a la vuelta de su viaje de estudios, aunque la perspectiva histórica permita afirmar que la intervención de la OTAN contra Serbia, aunque no autorizada por las Naciones Unidas, permitió evitar un (otro) genocidio en la ex-Yugoslavia. Mi pregunta es si aquellos que se manifestaban contra la intervention en Irak o en la ex-Yugoslavia lo hacen ahora contra la intervención rusa en Ucrania. No lo creo, si hacemos caso a los artículos de El Salto que, como era de esperar, se la coge con papel de fumar. Y es que todos los imperialismos son iguales, pero algunos más que otros.