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Opinión
Con el hocico destruido: nombrar un mundo que se cae a pedazos

Esto no es un libro. Es una boca. Un agujero por el que se engulle, se traga y se grita. Una concavidad impregnada de olor a humedad, saliva y hambre. Un zanjón que se abre y nos devora. Esto no es un libro, son 32 piezas dentales que vamos recorriendo como si de territorios dolientes se tratara. Lucía Calderas escribe un mapa perforado, mordisqueado, “por fragmentos”, porque solo así pueden escribir los cuerpos rotos. A trocitos. Intentando reconstruir a base de escritura las partes dispersas de una ontología hecha trizas. Mezclando y sancocheando los textos con imágenes, fotografías, dibujos y porciones de historia. Mestizando la lengua y los géneros, frontereando el ensayo, la autobiografía, la crónica con la poesía. Creando un texto bastardo, en el que la lengua del colonizador es contaminada por el mazahua. Ese idioma ancestral, habitado por la oralidad y plagado de “vocales heridas”. Desde esas rajaduras, Calderas nombra y resignifica un mundo que se cae a pedazos. Como los dientes en un cuerpo enfermo y famélico, como las letras de un poema que se descompone.
Nuestra gloria los escombros, de Lucía Calderas, es el segundo libro que publica Yegua de Troya, la colección-colisión del sur que dirige Gabriela Wiener para la editorial Penguin Random House. Como todos los libros que se han ido publicando este año, también este viene cargado de memoria e ira anticolonial, memoria que anida en esas voces subalternas, en esos ecos que emergen en los escombros de nuestros mundos arrebatados, expoliados y heridos. Porque no estamos ante una simple colección de autoras sudakas, lo que Wiener nos pone en frente es un paisaje complejo de territorios literarios. Entendiendo por “territorio” una complejidad material, una cosmovisión heterogénea que impregna el pensamiento y la construcción del mundo de muchos pueblos originarios de Abya Yala. Más allá de la tierra, del suelo material y cívico, un territorio es un significante más amplio que abarca elementos simbólicos, políticos, lingüísticos, espirituales, ecosistemas, animales, plantas, muertos e incluso fantasmas y ancestrxs. También el libro de Calderas puede leerse como un cuerpo-territorio, un emplazamiento en el que lo individual se entrelaza con una historia familiar marcada por la herida migrante, por el expolio de la tierra, por la dominación cultural de la colonización. Escritura-cuerpo-boca, cavidad hambrienta y deseante, enraizada en un espacio sacrificial, doliente y violento, en un territorio-muerte, maquinaria colonial-capitalista que nos desmiembra y aniquila.
“Mi lengua es la mente que domina un cuerpo cósmico —escribe Calderas—. Reencantar la vida para amarla, reencantar el cuerpo para sanarlo, para interrumpir el trauma generacional y recuperar el rito. Nombrar a través de la herida es revincularme con todo aquello del mundo que con su belleza y su terror me sobrepasan” (página 45). Dos maxilares nombran, resignifican, mastican.
El maxilar superior recoge piezas dentales de una herida migrante histórica. Una tierra agujereada. Un suelo en demolición. El espectro de una bisabuela que tuvo que migrar descalza desde la periferia del Estado de México impregna cada una de las páginas.
Calderas hace arqueología de esas huellas habitadas, de estos surcos que van dejando los cuerpos migrantes, los desplazamientos silenciosos y olvidados de las pobres que cargan sus mundos y vidas en las espaldas
Calderas hace arqueología de esas huellas habitadas, de estos surcos que van dejando los cuerpos migrantes, los desplazamientos silenciosos y olvidados de las pobres que cargan sus mundos y vidas en las espaldas. Un recorrido sinuoso que va de la boca famélica a los pies, pues “los migrantes amamos con los pies”. ¿Qué estelas encontramos en la tierra de estos desplazamientos? ¿qué marcas produce un ser casi sin entidad? ¿Qué afectos y miedos se instalan como garrapatas en los cuerpos des-ubicados que lo han perdido todo? Campesinos migrantes, indígenas desahuciados, mujeres anónimas que cuidan de hijes durante tantas generaciones, mano de obra sin nombre ni rostro cuyas vidas son un continuo éxodo, un ir y venir en busca de cobijo y trabajo entre diversas fronteras. Esa herida colonial, racial y patriarcal que nos atraviesa a tantas. Migrar, esa tarea antigua nos dice Calderas, implica perderse, no reconocerse, caerse, como se caen los dientes en los cuerpos hambreados, enfermos, desmembrados. Ante esto, ¿acaso es la escritura nuestro refugio? ¿desordenamos ese mapa gracias a nuestras palabras? ¿construimos un corpus teórico aparte?
Segundo maxilar. La parte inferior de la boca nos recuerda esa otra herida que nos constituye. “Aprendimos que se puede reconstruir un cuerpo partiendo de un diente” (p. 66). Nuestros territorios sacrificiales fueron investidos no solo por el hambre y el dolor del desplazamiento, otras pérdidas más oscuras nos invadieron y de manera temprana aprendimos a convivir con la ausencia siempre presente de la desaparición. Nos parieron por la boca, afirma Calderas. Nos expulsaron a esta mierda de mundo a golpe de grito, de llanto. Somos las hijas de ese cosmos-doliente que impuso la colonialidad del poder y que hoy sigue reverberando su violencia en los narco-estados, en nuestros países heridos por dictaduras, genocidios y necrocapitalismo gore. Los cuerpos-territorios surgidos de tantos despojos están vacíos por dentro como los huesos, están poblados de agujeros y ausencias. Estamos compuestas por las oquedades que dejan los desaparecidos, las muertas por feminicidio, laceraciones y orificios que se extienden como la osteoporosis, que se abren como fosas comunes de las que emergen mandíbulas llenas de tierra.
Calderas trafica los géneros, los versos, las imágenes. Entrevera excrementos, sudor y deseo con ensayo político, con belleza poética. Mezcla el relato autobiográfico con el dolor de todo un continente. Más que un libro es un campo de minas
La escritura de Calderas nace en estos surcos, en estas estelas. Como Helena Silvestre, como Lemebel, es hija de las crónicas del hambre. Un hambre ancestral y planificado, esparcido como las cepas de un mortal virus. Un hambre endémico que nos habita, que muerde nuestras entrañas y marca los rostros sudakas, con el estigma del pobre, con la nostalgia del indio. Una miseria que forma parte de un proyecto político de dominación y aniquilación. Por ello, es un libro manchado de barro y mugre, construido a base de los despojos que encontramos en los basureros de cualquier ciudad latinoamericana. Un libro-memoria. Memoria del destierro, memorias resistentes como los dientes de los desaparecidos. Trafica los géneros, los versos, las imágenes. Entrevera excrementos, sudor y deseo con ensayo político, con belleza poética. Mezcla el relato autobiográfico con el dolor de todo un continente. Más que un libro es un campo de minas. Un tejido agujereado en el que podemos ser engullidas por cualquiera de sus grietas. Calderas escribe a pedazos. Porque en esa rotura del mundo emergen las nuevas historias, la gloria de nuestras ruinas.
Una se desmorona por la boca. Se desarma como un hocico destruido. Sin embargo, de la certeza de esa demolición, surgen las cicatrices del cambio. Calderas nos trae este libro trinchera, este manual de supervivencia para la divinidad de las bastardas. Un libro que se expande “como una cepa silenciosa” y que porta la venganza de las mestizas. Las hijas del fin del mundo van a acabar con este mundo. Van a prender fuego a este sistema-mundo “que ha asesinado a nuestra gente, a la tierra y que ha plastificado cada parte de nuestras culturas” (p. 77). Nada complaciente hay en su propuesta. Y este libro-boca nos increpa, nos grita en la cara, nos muerde como toda perra callejera. Nos escupe y advierte que la tierra tiembla cuando nuestras muertas regresan. Porque la ira de las espectras no se olvida, a pesar del silencio. Ellas no se olvidan y siempre vuelven a reclamar lo perdido, a buscar venganza, “para saciar el hambre que nos perseguía de siglos atrás” (p. 19).