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Opinión
Ayuso o la leyenda del Madrid sin gatos
Que en Madrid todo el mundo es de fuera, a modo de eufemismo para decir que en Madrid todo el mundo es de ahí, es un mito de la transición tan bien engrasado como el resto de mitos de esa época que arrastramos. En Madrid todo el mundo es de Madrid, y faltaba añadir no como en Catalunya donde a la migración interior de los años del desarrollismo se nos llamó charnegos; no como en Euskadi, donde se les llamó maketos. Lo dijo antes de ayer Ayuso y se lo agradezco infinitamente, porque ya es hora de que pongamos esa carta sobre la mesa, también. Ese melón.
Entre 1950 y 1970, seis millones de personas en el Estado español abandonaron de manera forzada su lugar de nacimiento para desplazarse hacia los centros industriales, tanto del resto del Estado como de Europa y América. El movimiento no fue solo geográfico: labriegos de un campo pericapitalista vivieron aquello que Pasolini llamó “una mutación antropológica”, lo que Berger denominó “el advenimiento de la gran injusticia” y lo que hemos leído mil veces en Calibán y la bruja de Federici sin lograr aterrizarlo en nuestras genealogías inmediatas.
Repito siempre esta cifra porque seis millones de personas son un movimiento difícil de esconder y aun así, escondido está, bajo la alfombra, como si nada. Llevo muchos años haciendo memoria de aquella diáspora y tratando de entender los mecanismos que han hecho posible la desaparición de las ontologías campesinas de nuestro imaginario colectivo. Preguntándome cómo es posible que compráramos el relato aquel de que dejamos nuestras tierras porque éramos pobres y no porque habíamos sido empobrecidos. Porque ese giro gramatical es trascendente, pues deja de apuntarnos a nosotras para empezar a buscar, como la aguja de una brújula, las causas y los y las causantes, que tienen, efectivamente, nombres y apellidos. Ese giro gramatical forma parte de desmontar la cultura de la Transición, porque el silencio sobre nuestra diáspora forma parte de la imposibilidad de la memoria histórica heredada del franquismo. Todo eso.
Cómo borraron nuestra memoria
El mecanismo de la desaparición de la memoria ha sido múltiple y complejo, poliédrico. Una pieza es soterrarnos bajo el discurso celebratorio de la modernidad urbana y del progreso frente a ese mundo campesino bestial y bestializado, infrahumano y hasta tan vergonzante que no debemos tratar de guardar ni memoria de él. Despojado de vida y sentido propio, es ideal para usarlo de contraejemplo: el campo premoderno es todo lo malo, sea lo que sea lo malo. Nada hay ahí que nos pueda ser útil, nada que debamos recordar. Ya desde la década de 1960 ha habido una amplia producción cinematográfica destinada a avergonzar a los campesinos que llegaban a la ciudad. Alba Solà García, autora de la imprescindible tesis de próxima publicación Campesinos, punks y charnegos, habla de estos productos como de efecto doble: por un lado adoctrinar a la personas para que se adecuasen a los modos de vida burgueses y, al mismo tiempo, y por otro, sublimar el trauma. Un ejemplo extraordinario, al ser visto con esta mirada, es el clásico La ciudad no es para mí, de Pedro Lazaga y ambientada, precisamente, en Madrid. Otro ejemplo, 70 años despues, es As Bestas, de Sorogoyen, de la que ya he hablado ampliamente. Pero más allá del cómo nos borraron, quisiera abrir las preguntas del para qué y en beneficio de quién.
Cultura de la Transición
25 años después del descomunal “mono” de la Transición
En El mono del desencanto, la doctora Teresa Vilarós analiza la “infrapolítica” que rodeó al momento político entre la muerte de Franco y el final del periodo de Transición democrática.
Para qué borraron nuestra memoria
Aquellas campesinas expulsadas del campo fuimos a parar a muchos lugares: las que llegamos a Barcelona fuimos denominadas charnegas, las que llegaron a Bilbao fueron llamadas maketas, pero también hubo “coreanas” y muchas otras denominaciones según la geografía. Txarnegas, txarnegos, txarneguidad es la palabra que yo propongo para denominarnos, más allá de nuestros lugares de llegada, a las hijas y nietas de las campesinas expulsadas del campo español a partir de los Pactos de Madrid y la entrada del capitalismo liberal, en el año 1953. Porque una de las cosas que nos han sucedido es precisamente la definición externa, y no solo externa, sino a través de categorías inconmensurables, es decir: nuestro origen ha sido nombrado a través de categorías posteriores a nuestro origen. Y eso no solo nos deja sin palabra sino que nos deja sin defensa. La palabra “txarnega” es una invención, un desvío entre la palabra castellana “charnega” y la palabra catalana “xarnega”. La propongo más allá de Cataluña precisamente porque una diáspora, si atendemos a Avtar Brah, no se estudia por el lugar de llegada sino por el de origen, y nosotras tenemos un origen común prenacional: el campo como pertenencia, y el campesinado como gentilicio. No éramos, pues, como nos reclaman, ni españolas, ni gallegas, ni catalanas, ni murcianas. Éramos campesinas y después, si acaso, todo lo demás.
Al no haber podido hacer memoria colectiva, ya no solo nosotras sino toda la gente en este país que perdió la guerra y también la Transición, las y los txarnegos somos la no-identidad preferida para tirar de ella en caso de necesidad, cualquier necesidad
Al no haber podido hacer memoria colectiva, ya no solo nosotras sino toda la gente en este país que perdió la guerra y también la Transición, las y los txarnegos somos la no-identidad preferida para tirar de ella en caso de necesidad, cualquier necesidad. Porque todo vale con nosotras si sirve para atacar a alguien. Somos reversibles y boomeránicas porque, faltas de historia, somos colectivamente inconsistentes. Y al poder le encanta eso.
En concreto, hemos sido históricamente el juguete preferido de los nacionalismos, pero cuidado, no solo del vasco y del catalán: especialmente lo somos del nacionalismo español, ese que nunca se nombra, ese que se cree que el nacionalismo son los otros. En Cataluña, como en Euskadi, sacar el tema xarnego, como el tema maketo, es muy complicado precisamente porque el discurso es binario: si eres catalana o vasca de primera generación y no quieres asimilarte al discurso prefijado, a la identidad esencial anterior a tu nacimiento aquí, se te señala como españolista y no hay más debate. Por otro lado, cualquier discurso que intentamos articular es rápidamente aprovechado por el nacionalismo español para reafirmar sus tesis contra Catalunya y contra Euskadi. Lo nuestro es como tratar de explicar la violencia entre lesbianas a un público lesbófobo: solo logras alimentar la lesbofobia. Atacar a Cataluña por la cuestión charnega nos niega a nosotras, otra vez, la condición de catalanas, y hace que el debate se vaya a cualquier lugar menos a un lugar de escuchar de nuestro tema. El tema del que no se puede hablar, ni en Cataluña, ni en Euskadi, ni en Madrid.
Llevo muchos años haciendo entrevistas y han emergido muchas cosas importantes: una de ellas es aclarar que la gente no emigró a Euskadi o a Cataluña sino a sus centros industriales. Comarcas como el Priorat, catalana también, o les Terres del Ebre, llevan décadas perdiendo población y su gente, al llegar a Barcelona, también era llamada charnega, según me han contado testimonios directos.
Hablar, pues, en términos nacionales es tendencioso pero ha sido útil: es histórica la queja de las y los catalanes pobres cuando tratamos de hacer nuestra memoria txarnega pues es cierto que la suya tampoco ha sido hecha. Y esa confrontación entre pobres es útil al poder. La memoria de la Cataluña pobre, tienen razón las compañeras al quejarse, no se ha hecho aún, o no lo suficiente, ni lo suficientemente alto. Pero se hará. La haremos juntas. Porque esa memoria y la memoria charnega van de la mano.
Si se dice tanto que en Madrid nadie es de fuera es porque el discurso solo lo hacen los de Madrid de toda la vida, los gatos y las gatas, y han logrado que, a base de repetirlo desde los lugares de poder, el discurso cale
La gente emigró a los centros industriales entre los que estaba Madrid. Y si se dice tanto que en Madrid nadie es de fuera es porque el discurso solo lo hacen los de Madrid de toda la vida, los gatos y las gatas, y han logrado que, a base de repetirlo desde los lugares de poder, el discurso cale. Todas las entrevistas que he hecho a gente nacida en Madrid de familia campesina del resto del Estado han contestado lo mismo: que en Madrid se sabe muy bien quién es de Madrid y quién no. Y estamos hablando, dejadme recordarlo, de poblaciones blancas y cristianas, con excepción de las poblaciones gitanas desplazadas en esa misma época, otra intersección a tener en cuenta. El artista extremeño de Getafe Roberto Herrero García, que está haciendo un trabajo precioso sobre esta diáspora, aún me lo decía, entre risas algo amargas, hace un par de días: “Nosotros subíamos a Madrid”. Me recordó cuando se cerró la ciudad para que no entrasen más emigrantes del campo en 1957. Esta es la historia que se esconde detrás de los balones fuera de Ayuso: los demás nos trataron mal, efectivamente, pero Madrid también nos trató como una mierda.
Para los nacionalismos somos un chollo: las ansias de pertenecer generan poblaciones dóciles y nosotras tenemos necesidad de pertenencia. Los nacionalismos catalán y vasco nos usan para definir sus límites y permitirnos la pertenencia con unas normas ya impuestas. Si es famosa la frase de ERC sobre la necesidad de “ampliar la base” no es menos famosa mi respuesta de que la base ya es amplia, lo que queremos ampliar es la cumbre. Podemos pertenecer pero siempre bajo su tutela, siguiendo las normas que nos dictan, y callando. El nacionalismo español, con Madrid como centro neurálgico, no hace nada distinto: nos usa para señalar a los demás de sus propias faltas, nos trata como poblaciones ahistóricas cuando somos victimas directas de las políticas españolas… y aprovecha la jugada para no depurar las propias responsabilidades.
A quién beneficia que borraran nuestra memoria
Helena Lumbreras, del colectivo Cine de Clase y charnegaza como nosotras decía: “Hay que ganar un espacio, sin esperar ingenuamente a que nos lo dé el poder. El poder hará todo lo contrario: tratará de mermarnos, de devolvernos a la clandestinidad, de reducirnos al olvido y al silencio”.
Las historias de los y las txarnegas de Madrid son imprescindibles para que podamos construir la memoria ingobernable de lo que nos sucedió. Las historias de las chabolas, de cómo llegaron vuestras familias, de cómo tuvieron que dejar atrás sus idiomas y sus hablas y sus costumbres pueblerinas. La historia de la vergüenza, y de la vergüenza del haber sentido vergüenza. Porque detrás de todas esas historias, cuando las ponemos sobre la mesa ¿sabéis que hay? Está la explicación de por qué tanta gente sin méritos ni gracia alguna (pero con apellidos) está en puestos de poder, dirigiendo todos los cotarros políticos, mediáticos y culturales de este país. Detrás de esas historias está la violencia de clase que se ha escondido, junto con nosotras, bajo la alfombra. Por eso no nos dejan hacer memoria.
La buena noticia es que no necesitamos su permiso para hacerla.
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Mis cuatro abuelos eran de fuera de Madrid y mi padre también lo fue. Él se marchó del pueblo harto de pasar hambre y de obedecer a señoritos. Y a mi madre (de Madrid) en el pueblo la hicieron bullying por no ser de allí. Yo nací en Madrid y he tenido muchos compañeros de fuera. Yo creo que aquí, de verdad, se acoge mejor que en otras zonas. No gracias a Ayuso, precisamente, que está haciendo que nos odien más todavía que antes.
Gracias de un desarraigado del campesinado, medio castellano (esa nación invisibilizada y arrasada) medio andaluz (esa nación despreciada y derrotada), nacido en Bélgica, socializado en los arrabales de un Madrid que sólo nos daba educación católica, heroína, y rabia, mucha rabia.
Gracias, me ha dado usted mucho para reflexionar, sobre todo al compararlo con la emigración a las islas mayores que sucede aquí en Canarias. La vergüenza de ser de las islas menores aún es grande entre nosotras.
Excelente. A comienzos del siglo XX la población campesina, mantenida a pan y cebolla, era mayoritaria de un Estado en el que fueron frecuentes los conflictos por la mejora de vida y el incremento de los jornales. En esa época, mientras los gobiernos de Alfonso XIII mantenían a la población sumida en el hambre y el analfabetismo el presupuesto nacional se iba con la corrupción y las guerras. Durante la guerra civil los rebeldes franquistas asesinaron a muchos jornaleros y en la década siguiente, la de los 40s, lo hicieron también mediante el hambre, y en las siguientes se produo la diáspora a las zonas industriales. Hay que rescatar los relatos de nuestra historia. Una buena fuente de datos son las webs de algunas pocas Instituciones -Diputación de Palencia, Comunidad de Aragón y otras- se pueden ver por internet los censos electorales de los pueblos desde 1989 y en los de tiempos de la República ya aparecen también las mujeres.