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Ocupación israelí
Israel, un Estado construido sobre Sheikh Jarrah
Tras dos intensas semanas de bombardeos aéreos y fuego de artillería sobre la franja de Gaza, un débil alto el fuego impuesto desde Estados Unidos no logra borrar el recuerdo de los más de 200 fallecidos en la memoria colectiva de los gazatís; los escombros siguen esparcidos por las calles y la devastación se abre paso en todos los niveles de uno de los territorios más densamente poblados del mundo. El barrio de Sheikh Jarra en cambio, origen de la escalada de violencia de los últimos días, respira una calma tensa desde entonces: el plan israelí de poblarlo exclusivamente con residentes judíos ha quedado —al menos provisionalmente— en suspenso.
La posición que ocupa este pequeño barrio en el cosmos que configura la ciudad de Jerusalem es, desde luego, suculenta para las ambiciones de expansión territorial israelís: situado en el extremo norte de lo que la ONU todavía reconoce como Jerusalem Este (y por tanto territorio Palestino), el barrio representa el último obstáculo para unir definitivamente el simbólico Monte Scopus con Jerusalem Oeste, cerrar así el cerco sobre el casco histórico y afianzar finalmente las posiciones israelís en la ciudad que en 2020 Trump reconoció como capital de su Estado. El argumento en el que quiere centrar el debate el aparato israelí para ello —la titularidad de las propiedades en cuestión desde la época del Imperio Otomano— puede parecer nimio; sin embargo, la estrategia constituye la base misma sobre la que se proclamó el Estado de Israel en 1948.
La Nakba, o el Desastre, se suele situar en la memoria colectiva de los palestinos en algún lugar entre 1947 y 1949. Realmente aquellos años fueron horribles: unos 13.000 palestinos perdieron la vida, entre 700 y 750.000 huyeron o fueron expulsados de su hogar y al menos 400 aldeas palestinas fueron destruidas u ocupadas por colonos judíos, en un recuento que según el historiador Ian Black, marcaría el destino de su pueblo hasta hoy. No obstante, estas horas trágicas se gestaron silenciosamente durante años, en un proceso que permitió a los judíos europeos llegar a la Tierra Prometida y dispersarse poco a poco por ella, multiplicando su número en progresión geométrica gracias a maniobras demasiado similares al episodio de Sheikh Jarrah.
En 1878 había censados en esta región del mediterráneo oriental unos 403.759 árabes, 43.659 cristianos y 15.011 judíos. Esta última minoría se concentraban en unas pocas comunidades en algunas de las ciudades históricas de Palestina: Safed, Tiberiades, Haifa, Jaffa, Jerusalem y Hebrón. En aquel momento, Europa comenzaba a fabricar, de la mano de sus nacionalismos, el odio hacia la raza semítica que años más tarde mancharía irremediablemente su conciencia: los pogromos antisemitas, cada vez más frecuentes y violentos, llevó a muchos judíos a huir primero de Rusia y Europa Oriental y más tarde de Europa central.
Sheikh Jarrah representa el último obstáculo para unir definitivamente el simbólico Monte Scopus con Jerusalem Oeste, cerrar así el cerco sobre el casco histórico y afianzar finalmente las posiciones israelís en la ciudad que en 2020 Trump reconoció como capital de su Estado
Los flujos migratorios que emergieron de esta situación, en origen diversos, acabaron por confluir en una misma dirección. Bajo el amparo de las grandes familias de la aristocracia askenazí, el Primer Congreso Sionista (1897) acordó la necesidad de “establecer para el pueblo judío un hogar seguro pública y jurídicamente en Palestina”. La maquinaria se puso en marcha.
Miembros de familias como los Rothschild o Hirsch comenzaron a viajar a Jerusalem, Damasco y Beirut para entrevistarse con los señores feudales que, en el marco del Imperio Otomano, administraban las tierras palestinas. Así, a pesar de que en general las parcelas del rural palestino se acogían a figuras feudales de tenencia que se cedían tan solo en usufructo, pero no podían ser objeto de propiedad privada; se compraron grandes lotes de tierras en las áreas más fértiles y mejor comunicadas, en los que a menudo se habían instalado aldeas enteras de fellaheen (una figura asimilable al siervo europeo del medievo, agricultores arrendatarios que trabajaban la tierra).
En estos suelos, se instalaron entonces grandes latifundios en los que, los judíos deseosos de escapar de Europa trabajaban bajo la supervisión directa de los ricos terratenientes que habían liderado el proceso, en un esquema social parecido al que existía entre la comunidad árabe de la región. Sin embargo, la dificultad para instalarse en las tierras adquiridas ante el creciente rechazo de la población indígena junto a problemas logísticos y una figura jurídica otomana que reconocía que una tierra no cultivada por tres años retornaba a manos del Estado, acabaron por disgregar las colonizaciones en unidades cada vez más pequeñas en un intento de facilitar la operatividad del proceso.
Los judíos comenzaron a dispersarse por las franjas fértiles y no montañosas de la región al tiempo que multiplicaban su presencia: de los 15.011 en 1878 a los 83.790 que aparecen en el censo británico de 1922 y los 174.610 censados en 1931
En este contexto en 1901 y 1908 se fundaron el Fondo Nacional Judío y la Agencia Judía, organismos que recibieron en donación los lotes comprados por la aristocracia askenazí y que a partir de este momento actuaron como coordinadores del esfuerzo colonizador. De esta manera, estos lotes se fragmentaron y se distribuyendo títulos de propiedad de las nuevas parcelas a cualquier individuo o colectivo judío con interés en asentarse en Palestina. Así, los judíos comenzaron a dispersarse por las franjas fértiles y no montañosas de la región al tiempo que multiplicaban su presencia: de los 15.011 ya mencionados en 1878 a los 83.790 que aparecen en el censo británico de 1922 y los 174.610 censados en 1931.
En aquel momento, la situación se había vuelto ya insostenible. Los colonos sionistas se había organizado entorno a una auténtica red paraestatal con el beneplácito del poder colonial británico mientras que la población originaria de Palestina había sido, en la práctica, excluida de la modernización y los avances técnicos que supuso la llegada de los británicos. Por otro lado, desde inicios de los años 20, se habían creado auténticas milicias paramilitares que, con una frecuencia creciente, realizaban incursiones en las zonas montañosas de Judea y Samaria.
En estas regiones, prácticamente hasta aquel momento libres de asentamientos colonos, comenzaron a hostigar a la población local e incluso, a levantar puestos de avanzadilla fortificados que pronto se convirtieron en nuevos asentamientos sionistas. Con aquello, la colonización dejó de materializarse a través de la usurpación y directamente, se convirtió en un acto de guerra.
La tensión explotó por primera vez de forma masiva en 1936. Ante las cesiones continuas de la administración colonial al movimiento sionista, los palestinos convocaron una huelga general que fue duramente reprimida. Conscientes por primera vez de la fragilidad de la situación, los británicos comenzaron a plantear una partición de la colonia como única salida pacífica al conflicto, pero las propuestas concretas se sucedieron sin llegar a ningún acuerdo. Mientras, la llegada masiva de judíos alemanes, a pesar de ser ilegalizada, se disparó: según estima la propia Agencia Judía, en el periodo 1934-1948, en torno a 115.000 judíos llegaron a las costas de Palestina.
Los planes de partición de los años 30 supusieron un indicio de que la comunidad internacional, o al menos la potencia europea de referencia, estaba dispuesta a cristalizar cualquier avance de la colonización, sin importar si estaba basada en la compra, la usurpación o el saqueo
Este capítulo de la historia de Palestina conformo quizás el aprendizaje colectivo más importante del sionismo. Ya los planes de partición de los años 30 supusieron un indicio de que la comunidad internacional, o al menos la potencia europea de referencia, estaba dispuesta a cristalizar cualquier avance de la colonización, sin importar si estaba basada en la compra, la usurpación o el saqueo. La confirmación definitiva llegó con la aprobación de la Resolución 181 de la Asamblea General de Naciones Unidad, en la que se exponía un plan de partición que actualizaba una vez más los territorios del Estado judío y del árabe según los últimos avances de las colonizaciones en el desierto del Negev. Aquello resultó ser el detonante que necesitaban las organizaciones sionistas para proclamar unilateralmente su Estado. Después, el Desastre.
Lamentablemente, éste es un Desastre que no se conjuga en pasado para el pueblo palestino. Los últimos bombardeos en Gaza, los muertos; los hospitales, medios de comunicación, escuelas y bibliotecas reducidas a escombros y finalmente, Sheikh Jarrah, son la prueba más reciente de ello. El colapso alimentario, la restricción de movimiento, el desempleo, la insalubridad, la pobreza energética y material, la superpoblación y en definitiva la falta de seguridad jurídica y de una perspectiva de futuro son sus consecuencias cotidianas para el pueblo palestino al margen del despojo, la tortura y la humillación constante.
Frente a argumentos que compran el marco de referencia de la legitimidad o no de unos supuestos títulos de propiedad para alimentar el crecimiento salvaje de las colonizaciones ¿Cómo nos sentiríamos si de la noche a la mañana, todos los ingleses que viven en nuestra costa proclamasen un Estado propio esgrimiendo los títulos de propiedad de sus casas? La condena de la comunidad internacional ante las ambiciones expansionistas del Estado de Israel ha de ser firme. Veremos en qué queda el asunto de Sheikh Jarrah. Al menos de momento y en medio de todo este quilombo macabro, hay seis familias de un pequeño sector de Jerusalem que siguen durmiendo en sus camas; en su barrio.
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