Obituario
Elizabeth Windsor: la imagen de la monarquía

La desaparición de Elizabeth Windsor implica el final de todo un sentido común y una manera de percibir la historia de la nación; ya fuese un tope tradicionalista al cambio, o una guía del avance colectivo.
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La Reina Isabel II del Reino Unido en un acto el 2015, en Alemania. Foto: Dirk Vorderstraße

Ante el fallecimiento de la Reina Isabel II abundan dos tipos extremos de obituarios. La prensa más reverente subraya sus logros, su papel histórico conduciendo la postguerra británica y facilitando el aggiornamento de su familia real; con algunas sombras. La prensa más irreverente y los memes en Internet se centran en su conservadurismo y anacronismo como monarca y los escándalos que han sucedido en torno a su figura; con pocas luces.

Ninguna de las dos visiones sería capaz de representar fielmente a Elizabeth Windsor, porque se les escapa un aspecto fundamental. La Reina Isabel II fue, con casi total seguridad, la primera monarca convertida en símbolo universal de su institución en el mundo entero, por obra y gracia de la sociedad de consumo de masas. Siempre hubo aspirantes a la “monarquía universal”, pero ninguno con la fortuna de emerger en la escena internacional al tiempo que el cine, la televisión y, más tarde, internet, multiplicaban la reproducibilidad de la imagen. Cómo vieron (cómo vimos) a Windsor en vida es casi tan difícil de resumir como el mundo interior de una monarca tan distante y distanciada de su entorno. Examinar las imágenes de Elizabeth Windsor supone repasar un siglo de representaciones en torno a la nación, el imperio, los medios y, también, la ansiedad ante la incertidumbre del momento político actual.

Coronación, decadencia, y descolonización

Es complicado reflejar la profunda ruina en la que se encontraba Reino Unido cuando Elizabeth Windsor accedió al trono. Keynes sufrió varios infartos en los procesos de negociación de la deuda británica el final de la Segunda Guerra Mundial, intentando evitar el colapso económico. Elegido por amplia mayoría, fue casi un milagro que el gobierno laborista alumbrase uno de los sistemas de bienestar más ambiciosos hasta el momento. Eso sí, incluso en su momento álgido, el costado izquierdo de Westminster respetó la institución monárquica. La postura republicana, representada por figuras populares pero excéntricas como Tony Benn o, más recientemente, Jeremy Corbyn, nunca dejó de ser una demanda menor en la constelación progresista.

Tuvo que ser, en cualquier caso, un alivio para el establishment la reelección de Churchill en 1951, y el acceso al trono de Isabel II en 1952. Ambos representaban un retorno a la normalidad, la combinación perfecta de tradición y juventud para energizar un país y un imperio en declive. Elizabeth Windsor sabía, contrariando a los deferentes tories que la rodeaban, que su coronación debía verse en directo por todo el mundo. El evento televisivo se convirtió en una oportunidad para demostrar que Gran Bretaña todavía podía jugar un papel relevante; al menos, proveyendo al mundo anglosajón de valiosos iconos culturales para el consumo audiovisual. Podemos trazar el origen del popular seguimiento de eventos reales y sus dinámicas familiares a este momento, cuando las cámaras de la BBC expusieron la familia Windsor al mundo. También la extraordinaria capacidad exportadora británica de figuras de consumo de masas, desde James Bond a Amy Winehouse.

Elizabeth Windsor y su corte mediática cultivaron cuidadosamente el misterio en torno a sus preferencias políticas

Respecto al imperio, en 1955 Churchill le recordaría a Isabel II su papel como joven oficial de caballería bajo su tatarabuela, la Reina Victoria. Poco quedaba ya de esa herencia para consolar a racistas y nostálgicos del dominio blanco, como lo era el viejo primer ministro. India, Pakistán y Bangladesh habían marchado en 1947, Sudán, Ghana, Malasia, Chipre, Nigeria, Kuwait y otros estarían fuera del imperio en 1960. El resto los seguirían en su independencia hasta la reunificación de Hong Kong con la República Popular China en 1997.

Efectivamente, es fundamental examinar la recepción de su figura en torno a la descolonización, el fenómeno más relevante de su reinado. Al ser descendiente directa de aquellos que dirigieron y después representaron el imperio y sus redes de dominación y explotación, fue un símbolo claro del yugo británico. Sorprendentemente, la mayoría de las excolonias (exceptuando Irlanda y las posesiones en Oriente Medio) conservaron sus lazos con Gran Bretaña a través de la Commonwealth liderada por Isabell II. Incluso aquellas que devinieron repúblicas participaron en las cumbres, encuentros deportivos e iniciativas diplomáticas albergadas por la organización. El caso de Sudáfrica ayuda a entender el contradictorio papel de la Commonwealth. Recordemos que, hasta 1994, Sudáfrica practicó el apartheid o la segregación y subordinación legal de su población negra. La Commonwealth sirvió para que los miembros de África subsahariana y el Caribe ensayasen los primeros boicots solidarios contra Sudáfrica, que luego se extenderían a otras organizaciones internacionales. Así se explica un curioso gesto del Movimiento de Liberación contra el Apartheid en el exilio en Londres: un comunicado celebrando la exclusión de Sudáfrica de la Commonwealth, una asociación claramente ligada al Imperio. 

Aunque lo demos por hecho hoy, ni los mayores fanáticos de Isabel II habrían contado con la posibilidad de que la monarquía llegase al año 2000

En Gran Bretaña, la reina también representó algo diferente para la primera generación de inmigrantes procedentes de las excolonias en el Caribe y África occidental, como explicaba Akala en su obra Natives. Para los hijos y nietos de los primeros en llegar, que crecieron sufriendo el racismo de políticos, instituciones y movimientos de extrema derecha ingleses, siempre fue sorprendente encontrar las fotografías de la soberana en sus salas de estar. Estos jóvenes, formados en las luchas del black power de finales de los 70, la asociaban con una opresión que se había cobrado millones de vidas e incluyó torturas y abusos desde Irlanda hasta Kenia. Sin embargo, para esos mayores que venían de tierras tan diferentes como Jamaica o Guinea, la lengua inglesa y la figura de Isabel II eran lo único familiar en una isla gris, fría y poco acogedora.

La supervivencia de la monarquía y el juego de los medios

Aunque lo demos por hecho hoy, ni los mayores fanáticos de Isabel II habrían contado con la posibilidad de que la monarquía llegase al año 2000. En la década desde mayo del 68 hasta la explosión punk de los 70, habría sido razonable asumir que la rebelión juvenil y la polarización económica harían irrelevante una institución consustancialmente antidemocrática como la monarquía. ¿Cómo sobrevivió?

Por encima de todo, gracias al pacto de silencio. Elizabeth Windsor y su corte mediática cultivaron cuidadosamente el misterio en torno a sus preferencias políticas. Laboristas o conservadores; Europa o Little England; su papel se limitó a asentir. Recordemos que la monarquía limitada lleva instalada en el país desde 1688, tras un largo período revolucionario que incluyó la ejecución del rey Carlos I. Implícitamente, y tras la expansión del voto, el monarca británico ha aceptado su gradual subordinación al parlamento. Y los parlamentarios, como contraparte, han respetado las prerrogativas reales de la constitución no escrita de Reino Unido. Aunque los británicos parecen ofrecer una imagen excesivamente subordinada ante su reina, quizá resulte de haber convertido su monarquía en un teatrillo cien años antes de la Revolución Francesa.

Junto al agnosticismo político ya mencionado, fue la popularidad de Diana, y la superación exitosa de la crisis posterior, la que cimentó la figura de la reina Isabel II

Podemos suponer, como lo haríamos de un Papa o de un comandante militar, que las ideas políticas de la reina eran tradicionales. De hecho, algunos periodistas han recopilado momentos en que Elizabeth Windsor expresó sus opiniones abiertamente. Dejando a un lado su obvio apoyo a la permanencia de Escocia en Reino Unido o su lamento por la pérdida de las colonias norteamericanas, llama la atención su supuesto enfrentamiento con Thatcher por la negación de esta última a sancionar a Sudáfrica. Con ambas protagonistas ya desaparecidas, seguramente nunca sabremos el nivel de compromiso de Isabel II con sus antiguos vasallos.

Ciertamente, si la familia real británica tuvo un conflicto de poder fue el que abrió el divorcio y posterior muerte de Diana de Gales, o Lady Di. No hace falta recurrir a teorías de la conspiración para entender la histeria pública en torno a las infidelidades, persecuciones y soplos de las figuras reales y su juego mediático. Junto al agnosticismo político ya mencionado, fue la popularidad de Diana, y la superación exitosa de la crisis posterior, la que cimentó la figura de la reina Isabel II. Todo ello, recordemos, fue un drama que vendió millones de periódicos y revistas, y proporcionó cientos de horas de entretenimiento a audiencias a nivel mundial. Se difundiese una visión positiva o negativa de los Windsor, lo que logró este drama fue mantener el conflicto dentro de la familia. La cuestión, como hoy con Meghan Markle, no era la “monarquía frente a democracia” de las rebeliones juveniles de los 60 y 70, sino un duelo familiar más propio de Dallas o Dinasty (o Succession, una referencia más actual). Una victoria por distracción.

Aunque la verdad estará al alcance de historiadores futuros, vivencias como las del príncipe Andrew seguramente contengan suficiente vileza para atragantar el té al súbdito más devoto

Posteriormente, algunos también han sugerido que la demonización de Isabel II en particular frente a la muerte de Diana fue el gran golpe de Rupert Murdoch. En un momento en que la narrativa pública apuntaba a los tabloides y sus abusivos paparazzi como responsables, el gran magnate mediático habría desviado el foco a la vetusta institución que demonizaba a una princesa poco tradicional. Cierto es, en otros asuntos mucho más vergonzantes, la familia real y Elizabeth Windsor han actuado igual o peor que su caricatura más injusta. Aunque la verdad estará al alcance de historiadores futuros, vivencias como las del príncipe Andrew seguramente contengan suficiente vileza para atragantar el té al súbdito más devoto.

Un icono pop en tiempos de declive liberal

En una época más reciente, Isabel II ocupó un papel paradójico en la esfera pública global. Por un lado, siguiendo la estela marcada por su coronación, siguió personificando la idea misma de monarquía. Platos, postales, disfraces, dramas… Tanto en comedias como en tragedias, Elizabeth Windsor emergía como símbolo con el que creadores de medio mundo representaban la dignidad o la extravagancia (según se mire) de ser reina en el siglo XXI. Para el público estadounidense, por ejemplo, los enlaces reales se convirtieron en una especie de Disneyland europeo, para el disfrute de los habitantes de la república al otro lado del Atlántico. Incluso en países como el nuestro, donde no necesitamos externalizar la producción (puesto que contamos con monarquía propia) la reina de Inglaterra ha sido personaje en obras tan idiosincráticas como La Gran Aventura de Mortadelo y Filemón. Más recientemente, su figura apareció dignificada y reconvertida en proto-feminista en la producción de Netflix, The Crown. Hay que reconocer que la reina siempre supo moverse en estos espacios, destacando su papel como “paracaidista” en la ceremonia de apertura de los Juegos Olímpicos de Londres de 2012.

Aunque fuese testigo pasivo e incluso símbolo reaccionario, su presencia evoca un pasado donde todavía era posible difundir ideas de progreso

Algo menos evidente es su sorprendente emergencia como icono liberal. Resulta chocante que una monarca, que ocupa una institución ajena a toda influencia democrática, pueda ser vista como símbolo del consenso político occidental. Sin embargo, con cada visita de Trump o cada hito en torno al Brexit, no era difícil encontrar comentarios que asociaban un gesto cualquiera como la evidencia de un rechazo al resurgir de la derecha nacionalista. Es evidente que la reina Isabel II siempre cumplió su papel institucional, y que las esperanzas “progres” volcadas en su figura frente a May o Johnson carecían de todo sentido. Sin embargo, quizá haya algo más profundo en estas representaciones de Elizabeth Windsor que el final de su reinado termine por excavar.

Desde su coronación, pasando por la descolonización y sus dramas familiares, la reina Isabel II estuvo asociada a la segunda mitad del siglo XX y sus cambios radicales en la política, la economía y la cultura. Para los conservadores, que simplemente ven en ella el símbolo de la nación y el viejo imperio, Isabel II no es sino una reina entre las muchas que ocuparán el trono por mandato divino. Para ciudadanos británicos con sensibilidad progresista, sin embargo, es el cierre absoluto de una etapa de certezas. Aunque fuese testigo pasivo e incluso símbolo reaccionario, su presencia evoca un pasado donde todavía era posible difundir ideas de progreso. Al menos hasta los años 80, la mayoría de los británicos experimentaron un aumento gradual del nivel de vida y el acceso expandido a servicios públicos. A partir del cambio de siglo, sin embargo, el territorio sobre el que reinaba Isabel II se fue vaciando, transformándose en un mero intermediario financiero subsidiario a los intereses políticos de Estados Unidos. En ese torbellino, casi por defecto los medios convirtieron a la matriarca Windsor en la única superviviente de una época superada.

Un momento que epitomiza este papel fue su visita a la Escuela de Economía y Ciencia Política de Londres (LSE) en 2008 cuando, sin previo aviso, preguntó a los economistas que la rodeaban por qué no habían previsto la crisis financiera. Cualquiera que conozca el carácter de la institución podría prever la mediocre respuesta: “El fracaso de la imaginación colectiva de muchas mentes brillantes”. Seguramente, su majestad (que había conocido a la generación de economistas al mando de la recuperación de postguerra) no estuvo impresionada con esa respuesta. Igualmente, aunque estuviese más cómoda con los conservadores en el poder, uno no puede evitar preguntarse lo que pensaría de la sucesión cada vez más mediocre de líderes, terminando con Johnson y Truss. Para el público británico con mínimo sentido histórico, el contraste sería mayúsculo. Aquello de lo que hablaba Mark Fisher, la lenta cancelación del futuro británico, parece en el 2022 un factor material muy real: facturas energéticas disparadas, crisis en el sistema de salud, pobreza cronificada para la mayoría… La desaparición de Elizabeth Windsor implica el final de todo un sentido común y una manera de percibir la historia de la nación; ya fuese un tope tradicionalista al cambio, o una guía del avance colectivo. La incertidumbre es la única imagen que deja su marcha.

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