En la zona este de la capital peruana un muro de hormigón y concertinas de apenas 10 km separa a los más pobres de Lima del resto de habitantes de la ciudad. A un lado la realidad de un país latinoamericano que ha sacado de la pobreza a 7 millones de personas en 5 años, un país que ha logrado proporcionar a gran parte de sus habitantes servicios con los que nunca habrían soñado, al otro lado los olvidados, para quienes las inversiones extranjeras y la bonanza de la élite comercial de Perú no tiene apenas reflejo en sus vidas. Los habitantes de San Juan de Miraflores no saben nada de las supuestas bondades del liberalismo, el programa de ajuste estructural que el Banco Mundial aplicó en los años 90 en Perú para liberalizar su economía jamás contó con los desheredados del país, aquellos que se esconden tras el muro.
Entre el populoso pulso de Villa María del Triunfo y la exclusiva bonanza de La Molina se interpone algo más que un pequeño muro, pese a lograr reducir el índice de pobreza en más del 50% en apenas una década y a beneficiarse con la apertura de su mercados de los precios récord de la exportación de sus minerales, Perú no ha logrado estructurar un crecimiento igualitario para el conjunto de su población. Los muros que hoy separan los elitistas barrios de la capital de las villas miseria son el dibujo físico de una delimitación social que se moverá con el paso del tiempo según los flujos económicos globales. El muro de la vergüenza supone hoy una realidad para los que se encuentran atrapados en su interior, pero también una amenaza directa para esas capas sociales limítrofes con la miseria que ven como sobre ellos comienzan a centrarse los primeros sacrificios de una economía que a todas luces se está desacelerando.
Todo tiene un precio incluso el derecho a disfrutar del espacio en nuestras ciudades
10 años de disciplina fiscal y estabilidad en términos macroeconómicos no han evitado el riesgo de la vuelta a la inestabilidad para grandes capas de la población trabajadora. Al mismo tiempo que los escándalos de corrupción siguen apareciendo en la clase política peruana, las medidas de austeridad amenazan seriamente con comprometer los hasta ahora exitosos avances en programas de asistencia como Cuna Más, Qali Warma o Pensión 65, todos ellos proyectos gubernamentales destinados a reducir la pobreza implementados durante las vacas gordas, pero que con la llegada de tiempos menos propicios para el conjunto de la sociedad,comienzan a tambalearse entre el miedo y el egoísmo de amplios sectores proletarios beneficiados anteriormente por esos mismos programas y la firme intención de renunciar al crecimiento económico inclusivo en búsqueda del máximo beneficio por parte de las élites. La lógica del liberalismo ha creado hoy un Perú menos comunitario, un país dispuesto a hacer de la pobreza un autentico muro físico.
Mientras tan solo unos cuantos peruanos se enriquecen en lo que los liberales consideran uno de los mayores milagros de su teoría económica, millones observan como la desesperanza comienza a atenazar de nuevo a la población. Intentar camuflar que tras el crecimiento económico y la inversión extranjera en Perú se encuentra un proyecto que asume a grandes capas desheredadas de la población como meros sacrificios humanos en el altar del capitalismo, supone cerrar los ojos ante la realidad de un país que sigue sufriendo una alta tasa de pobreza rural, y en donde cada día miles de personas se quedan fuera de las inversiones en áreas tan básicas para su desarrollo como la salud o la educación. La precariedad endémica en la inversión social, la escasa cultura tributaria y la aparición al compás de la crisis económica de unas condiciones de trabajo precario -llegando incluso en ocasiones a convertirse en trabajo forzado- nos presenta una radiografía de una sociedad peruana muy alejada de los éxitos económicos por los que brindan en las altas instituciones del país.
La distopía del control de acceso a los barrios más favorecidos por el sistema supone un reclamación que va en aumento en sociedades en las que los ricos cada día son más ricos y pretenden alejarse lo máximo posible de las consecuencias negativas del contacto con la pobreza
A un lado del muro piscinas, cuidados jardines, coches europeos y lujo, al otro simplemente miseria. Las vías que conectan las dos realidades de la capital peruana son simples caminos de tierra plagados de piedras por los que los empleados de las zonas pobres se desplazan cada día para trabajar en el servicio doméstico del lado rico de Lima, entre esos dos mundos se levanta la muralla de piedra y las alambradas que configuran esta frontera física en una de las economías más sólidas de una región que junto con el Caribe es la más desigual en ingresos en el mundo -en 2014 el 1% más rico poseía el 41% de la riqueza regional, mientras que el 99% restante debía repartirse el 60%- una frontera que descubre el delicado equilibrio que las élites peruanas y el propio sistema capitalista mantienen entre el temor a la revuelta de los más desfavorecidos y la total dependencia con una masa proletaria precarizada con la lograr mantener al alza sus beneficios económicos.
En pocos lugares del mundo se puede observar de forma tan clara la línea que separa la esperanza del total abandono como en Perú, en Lima, la ciudad de las jaulas para pobres, la seguridad ciudadana ha sido el argumento que los más ricos han esgrimido para comenzar a preparar su defensa frente a las inmediatas consecuencias de las políticas económicas adoptadas en la última década en el país. Frente a las casas valoradas en millones de dólares y la seguridad privada, distritos compuestos por edificaciones de madera escasamente organizadas en el territorio se enfrentan a diario a una delincuencia de la que quienes pueden permitírselo huyen, el muro también supone una delimitación entre la vida y la muerte.
Los contrastes socioespaciales y las barreras arquitectónicas entre clases sociales presentes en las ciudades no son ni mucho menos un invento exclusivo de los peruanos, la distopía del control de acceso a los barrios más favorecidos por el sistema supone un reclamación que va en aumento en sociedades en las que los ricos cada día son más ricos y pretenden alejarse lo máximo posible de las consecuencias negativas del contacto con la pobreza. La segregación racial y espacial que vivieron numerosas comunidades en ciudades como Los Ángeles o Miami, donde las autopistas sirvieron directamente como barreras físicas que aislaban los vecindarios blancos de los negros o las proliferación de lujosas urbanizaciones como Terre Blanche o El Viso, son el fiel reflejo del triunfo de la más desgarradora lógica capitalista: Todo tiene un precio, incluso el derecho a disfrutar del espacio en nuestras ciudades
Los habitantes de San Juan de Miraflores no saben nada de las supuestas bondades del liberalismo
Los muros de la vergüenza no se levantan en un solo día, ni comienzan a dividir a las comunidades a partir del primer ladrillo, los muros entre ricos y pobres se encuentran en las diferentes cifras de paro por barrios, en las calles limpias del centro frente a la suciedad en las aceras obreras, en la ubicación de los centros de desintoxicación, la frecuencia de las patrullas policiales, los distintos equipamientos de colegios y hospitales, la presencia de la droga en sus calles o la cantidad de comercios cerrados. Los muros de la vergüenza comienzan a construirse cuando un gobierno decide que soterrar las vías del AVE a su entrada en la ciudad resulta demasiado caro para la administración. Cuando el 1% más rico del planeta ya tiene tanto como el otro 99%.
Texto: Daniel Seijo
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