Migración
Emigrar como un negro, para vivir como un blanco

El intenso olor a muerte del Mediterráneo continua sin despertar de la apatía a Europa.

Frontera
Ilustración SrPotatus
SOCIÓLOGO EN CIERNES. COLUMNISTA Y COORDINADOR EN NUEVA REVOLUCIÓN.
23 nov 2017 09:07

"África no es comprendida porque todavía no tenemos africanos explicando lo que está sucediendo“
Chika Oduah


"Escucha más a menudo
a las cosas que a los seres,
La voz del fuego se escucha,
escucha la voz del agua,
Escucha en el viento
al zarzal sollozando:
Es el soplo de los ancestros."

El soplo de los ancestros, Birago Diop


Para importar como un blanco, un africano tiene que jugarse la vida cruzando el Mediterráneo. Incluso de ese modo su importancia será efímera, al igual que lo es un grito de socorro en un punto indeterminado de ese mismo mar. Desde 2014, más de 10.000 migrantes se han dejado la vida en el Mediterráneo, personas que huían de la guerra, el hambre, la sequía, el terrorismo, la pobreza... personas que abandonaban su hogar con la esperanza de encontrar un mundo mejor en Europa, un continente en el que los únicos nombres africanos que son recordados son los de los delanteros de moda.

Europa no sabía nada de África antes de que se comenzasen a levantar las vallas en nuestras fronteras, y sigue sin saber nada ahora que cada año las concertinas se cobran su precio en sangre entre los migrantes que se atreven a batirse con ellas para continuar su viaje. África para los europeos, a groso modo se divide entre ese grupo de países en los que todavía parece seguro acudir puntualmente a un safari o una luna de miel, y los otros, todos eso países -el talante permitió relegar aquello de repúblicas bananeras- en los que hay guerras, terrorismo, pobreza, epidemias o algo por el estilo. Por suerte también hay excepciones, profesionales como Youssef Ouled, Celia Murias, Gemma Parellada, Xavier Aldekoa, Ana Baquerizo o tantos otros que día a día trabajan para ofrecernos la pulsión de un gigantesco continente con una infinidad de matices. Existe información sobre África, un enorme contingente humano trabaja desde el terreno para ofrecernos las piezas de un contexto que resulta vital para comprender el oscuro signo de tan maravillosa tierra, las armas, los gérmenes y el acero son tan importantes para comprender lo que hoy sucede en el continente africano, como puede resultarlo un pequeño hueco en la tirada de un medio occidental. El cambio que África necesita de nosotros, es un cambio de perspectiva, debemos cesar en la actitud de quienes miran a la realidad de África como si estuviesen frente a un centro de animales desvalidos, no son algo ajeno al mundo, no tienen un origen, ni unas necesidades tan diferentes a las que cualquiera de nosotros podríamos tener inmersos en el bloque de los países explotados por el sistema.

Apenas consumimos material sobre el continente africano, pero aún en las escasas oportunidades en las que accedemos a una fugaz mirada sobre el mismo, rara es la ocasión en la que optamos por hacerlo desde la mirada de un intelectual nativo. Son pocas las tertulias que cuentan con Lubna Hussain o Chika Oduah para conocer la actualidad de sus respectivos países, todo pese a la continua inseguridad alimentaria en Sudan y a la macabra sombra de Boko Haram en Nigeria, ellas cuentan historias que a nosotros no nos interesan, algo que en gran medida también se debe a que los grandes medios han querido que esa sea la agenda. Ni Ngozi Adichie, ni tampoco Chinua Achebe, copan las listas de los libros más vendidos siempre que nos permitamos pasar por alto las secciones especializadas en alguno de los cafés librerías que surgen indiscriminadamente en los barrios más hipsters de nuestras ciudades, a la espera de ganar un Nobel de Literatura, o mejor aún, mantenerse durante años a las puertas de ganarlo, las voces de la cultura africana siguen suponiendo una rara curiosidad en los escritorios occidentales. ¿Como esperar entonces que importen algo los miles de muertos anónimos en su camino a nuestras costas? Si nada nos ha importado la muerte del inspirador sueño revolucionario en Burkina Faso, la reveladora toma de posturas durante la guerra contra el apartheid en Angola o las funestas consecuencias de unas aparentes primaveras pronto arrojadas al basurero del pillaje y el fundamentalismo. Simplemente resulta imposible.

A centímetros del suelo europeo las porras pesan más que la legislación, de hecho, la legislación no cuenta para nada

Para comprender la historia y las motivaciones de todos esos migrantes que cruzan cada día exhaustos nuestras fronteras, tendríamos que comprender su realidad, sumergirnos en el crisol de culturas de Maputo del mismo modo que lo hacemos con el de Barcelona, sentir -al menos gracias al cine- el frenetismo de las calles de Kinsasa como sentimos el de cada una de las calles de Nueva York. Para comprender la historia y las motivaciones de todos esos migrantes que se juegan la vida por una mera oportunidad para gozar de unos derechos que a nosotros ya nos son dados, deberíamos poder sentir un atentado en Mogadiscio como sentimos cualquiera de los que se producen en suelo europeo. Deberíamos poder mostrar verdadero interés por realidades como el alarmante aumento del hambre en el continente, la epidemia de peste en Madagascar, el abandono a su suerte del campo de Dadaab o el golpe de estado en Zimbabue, pero también tendríamos que conocer la lucha de los activistas contra el legado Kabila, la realidad de los niños mineros en la República Democrática del Congo o el tráfico de menores concentrado en Guinea ecuatorial. Para comprender a los migrantes africanos deberíamos interesarnos por sus problemáticas como si de las nuestras propias se tratasen, de hecho así se trata. Pero en realidad nosotros no queremos saber demasiado sobre los migrantes africanos, nos conformamos con fingir entusiasmo en las redes sociales cuando algún atentado supera insultantemente el número de muertos aceptable incluso para una capital que no podríamos situar en el mapa, nos refugiamos en los idílicos documentales de algún canal de pago sobre viajes y solo muy de vez en cuando, nos subimos a bordo de un barco seguro, para de las manos de un follonero que apenas logra ya levantar alarmas entre los más despistados, intentar comprender durante apenas sesenta minutos los últimos instantes de alguna de las muchas realidades que huyen de África.

No queremos saber nada, y de hecho no sabemos nada, sobre el largo camino antes de arribar a Europa, los secuestros masivos por las mafias dedicadas al tráfico de personas, las numerosas muertes por deshidratación en el desierto del Sahara -en donde los cadáveres en muchas ocasiones ya reposarán para siempre- las subastas de esclavos en una Libia en descomposición, la tensa espera en los montes del norte de Marruecos, la incertidumbre de quienes se encuentran a la deriva en un inmenso mar en el que apenas unos cientos de activistas los buscan. Tampoco sabemos nada, ni queremos saber nada, de los muchos problemas con los que los "afortunados" que logran llegar a la península se encuentran en su día a día en nuestro país.

Hoy los flujos migratorios apenas suponen para la política europea algo más que un inmenso negocio para las empresas de seguridad privadas, además de una simple excusa para normalizar de nuevo la presencia política de los movimientos de extrema derecha. A base de dosificarnos y despersonalizarnos la tragedia, finalmente parecen haber logrado que nos habituemos a ella, hoy ya nadie reza por África, no se celebran grandes maratones musicales para recaudar fondos por el continente, porque no existe un excesivo interés por las cuestiones africanas. Las guerras, los golpes de estado o los levantamientos fundamentalistas pasarán tarde o temprano, y Occidente estará allí para hacer negocios con los vencedores, por crueles que estos puedan resultar con su pueblo, siempre que tengan algo que aportar a la causa del capitalismo. La venta de sus tierras a las trasnacionales y fondos de inversión supone técnicamente la privatización de los escasos graneros africanos para destinarlos a la producción de un alimento que se dedicará a la exportación en un continente que todavía no ha terminado de abandonar sus repetidas crisis alimentarias. Nadie entre los poderosos de la comunidad internacional pone el grito en el cielo debido a la venta a países como India, Arabia Saudí y China de más de 63 millones de hectáreas de tierras fértiles en el continente africano, como nadie clama tampoco contra el neofeudalismo impuesto por Monsanto en Ghana o contra la desastrosa desidia de Shell en Nigeria. El coltán, los fosfatos, el petróleo, el gas, los diamantes, el oro, el uranio, la madera... Son miles las causas por las que hoy a Occidente le compensa el statu quo de una África en guerra, siempre litigante en el clamor de las armas y dispuesta como pocas a expulsar a su futuro talento, de subirlo a una patera con un irónico destino hacia esa tierra que supone en gran parte la causa de sus males, muchos de ellos hoy ya endémicos en el continente.

Para comprender a los migrantes africanos deberíamos interesarnos por sus problemáticas como si de las nuestras propias se tratasen, de hecho así se trata

Por su parte, la Unión Europea -ese flamante premio princesa de Asturias- tras externalizar el dolor de los refugiados en Turquía, solicitantes de asilo incluidos, puede ahora centrar sus esfuerzos en las puntas de lanza en la actuación comunitaria contra los movimientos migratorios que suponen Ceuta y Melilla, mientras los claros perdedores de la guerra en Siria atraviesan la laberíntica realidad de un sueño europeo inmerso en su lento devenir hacia los totalitarismos de diverso signo. En la última década, España se ha convertido para los migrantes -quizás no solo para ellos- en una distopía migratoria, en una realidad solo explicable desde la óptica de una sociedad atrasada culturalmente, incapaz de comprender al otro. Hoy en España todavía se ridiculiza la realidad africana, se usa como una forma de desprecio. Ser un país africano, por ejemplo, no resulta un elogio en ningún caso para los políticos españoles, y desde ese punto de partida, resulta muy difícil confiar en un cambio a corto plazo.

A día de hoy, en Ceuta y Melilla no hay lugar para los Derechos Humanos, España y la Unión Europea para ello se ha encargado de sitiar una realidad que vive a caballo entre dos mundos, que sufre a diario sus diferencias en sus calles y en sus costas. Pese a que existen voces entre los representantes de las instituciones europeas que admiten que en Ceuta y Melilla las cosas se hacen mal, enseguida se acompañan del fácil argumento sobre la necesidad de controlar mejor las fronteras, como si de ese modo, se dejase clara la adhesión a la estrategia común. Los acuerdos con países como Marruecos o Turquía ejemplifican la clara decadencia de un Imperio que en un alarde de honradez, ha decidido encarar la problemática como mejor sabe hacerlo: privatizando la planificación/defensa migratoria, y subcontratándola a terceros países que no garantizan un trabajo limpio, pero sí eficaz para sus intereses. 

Delegar en Marruecos la contención de las olas migratorias, al tiempo que este se encuentra reprimiendo brutalmente las protestas sociales del Rif, demuestra que la seguridad y protección de los miles de migrantes no supone ni de lejos una prioridad. Simplemente se trata de rechazarlos, intentar que se alejen lo máximo posible de territorio europeo, y que a ser posible comiencen a recomendar a sus compatriotas no emprender su mismo viaje. Los migrantes que resultan perdedores en sus duelos ante la valla, son expulsados en minutos por las fuerzas de seguridad españolas y apaleados por los agentes marroquíes, antes de devolverlos sin piedad alguna al cruel desierto. A centímetros del suelo europeo las porras pesan más que la legislación, de hecho, la legislación no cuenta para nada. La policía española y los militares marroquíes, no dudarán en emplearse con extrema contundencia para reprimir a su enemigo. El hospital e incluso el quirófano, no son un lugar extraño para un primer recibimiento a los recién llegados a Europa. Una vez en nuestro país llegará el turno de las cárceles para migrantes, o Centro de Internamiento de Extranjeros, las siglas no deberían camuflar una injusticia tan flagrante ante nuestros ojos, pero en España, parecen hacerlo. En nuestro país, los migrantes procedentes de África cumplen penas de prisión por el simple hecho de ser migrantes. Miles de personas son apresadas e internadas durante varias semanas en campos de concentración en los que continuamente se producen vulneraciones de los Derechos Humanos, pese a su impunidad, los CIEs, al igual que tantas otras realidades en nuestro país, resultan incompatibles con la existencia de una democracia plena.

Para importar como un blanco, un africano tiene que jugarse la vida cruzando el Mediterráneo

Siguiendo los pasos originarios de quienes abandonan una vez más África, esta vez por causas muy distintas a las originales, uno puede comprobar como parte de la tragedia de la migración africana contemporánea es la tragedia de la pobreza, de la desigualdad, del capitalismo, de la paz, de lo justo. Supone el fracaso de la condición humana en su conjunto. Ninguna valla, ni ninguna legislación podrá seguir conteniendo el dolor del continente africano. Resulta necesario un cambio político en el África negra, como resulta necesario un profundo cambio de la perspectiva de occidente en su relación con los estados del continente. Los flujos de migrantes africanos continuarán llegando a las puertas de Europa mientras prosiga la explotación de Africa por parte de nuestras multinacionales, mientras sean nuestras armas las que continúen dictando el devenir de los gobiernos locales y las únicas dudas en la respuesta al respecto sean entre la caridad y la violencia. Tan solo al comenzar a comprender África, comenzaremos a comprender nuestra inmensa responsabilidad con ella.

Texto: Daniel Seijo | Ilustración: SrPotatus


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