Opinión
Una habitación propia para explorar el deseo
Para cuando se publique esta columna seguramente ya sea un lejano eco, pero este verano uno de los libros que más conversaciones ha desatado entre amigas ha sido A cuatro patas (Random House, 2025), de Miranda July. Protagonizado por un personaje que todo el mundo ha leído como un trasunto ficcionado y exagerado de la propia July, una artista “famosilla” de 45 años residente en Los Ángeles, casada y con une hije, cuenta la historia de un viaje que tiene un resultado imprevisto.
La protagonista planifica una escapada en coche a Nueva York que le llevará una semana completar, pero al poco de empezar, toma un desvío y se instala en un motel de carretera. El desvío no es solo literal sino también metafórico: le permite esquivar una trayectoria vital que parecía marcada de antemano y sin posibilidad de cambio, adentrarse en una realidad paralela en la que las obligaciones familiares y conyugales quedan suspendidas temporalmente.
Como una Virginia Woolf del siglo XXI, la protagonista construye —previo desembolso de una suma considerable— una habitación propia en el motel pero, a diferencia de lo que defendía la escritora británica en su famoso ensayo, no utiliza esa habitación para crear (pues ya es artista y tiene su propio estudio) sino para descubrirse a sí misma. En esa habitación se desata un deseo y una exploración sexual inesperada que llevará a la protagonista a replantear la organización de su vida sentimental.
A cuatro patas ha sido un fenómeno editorial en Estados Unidos, donde ha conseguido apelar a muchas mujeres que se encuentran en la encrucijada de la mediana edad y que han hallado en el libro de July una forma inspiradora y estimulante de reinventarse. Alrededor de la newsletter de la autora se ha generado una vibrante comunidad en la que se debate sobre cuestiones como identidad, poliamor, menopausia o crianza.
En Substack, la también escritora Catherine Lacey dijo que A cuatro patas pertenece al género de la ‘romantasy’ (o la unión de fantasía y romance), ya que “la idea de tener todo ese tiempo libre y suficiente dinero para hacer lo que quieras es sin duda una fantasía para el 99,99 % de las mujeres que lo han leído”. Lo cierto es que en la novela se ponen en cuestión muchas cosas, pero precisamente el dinero no parece suponer un problema. La protagonista deja de lado su trabajo y aparca sus proyectos creativos durante ese periodo de exploración; no generar ingresos durante ese tiempo no le supone la más mínima preocupación.
Por eso me acordé de July al leer Una habitación ajena, la novela en que Alicia Giménez Bartlett relata la vida de Virginia Woolf a través de los ojos de quien fue su criada durante 18 años, Nelly Boxall, en un diario imaginado que escribe en los escasos ratos libres que le deja el trabajo doméstico. Bartlett expone las contradicciones de una autora que defendió la independencia y los derechos de las mujeres, pero que racaneaba en la paga a sus dos empleadas internas, quienes nunca tuvieron ni una casa ni una habitación propia. También relata la propia incomodidad de Woolf, que no se sentía a gusto teniendo servicio doméstico pero a la vez era incapaz de hacerse cargo de los aspectos prácticos de la vida.
Ayer y hoy, como dijo Woolf, “una mujer debe tener dinero y una habitación propia para poder escribir novelas”.
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