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Ni hablar
Darle la vuelta al hambre

Hoy aprovecho estas líneas para recomendar un libro que me ha dejado el cuerpo cortado. En dos, a pedacitos, en lonchas. En los cortes y la mutación intuyo que los descubrimientos intelectuales constituyen alegres maneras de comenzar a sentirse mal para acabar sintiéndose mejor. Mis intuiciones no deberían confundirse con una defensa de la disciplina inglesa. Me refiero, más bien, a la regeneración después de la metamorfosis y a la incomodidad de la ropa que te va quedando pequeña. Justo en ese lugar, Aliens y anorexia (Caja Negra, 2024), de la escritora y cineasta neoyorquina Chris Kraus, es un texto inclasificable. Sé que la inclasificabilidad y el hibridismo empiezan a oler a rancio, porque se han convertido en marbetes comerciales que avalan la calidad de un nuevo esnobismo literario, pero en el caso que nos ocupa ambos criterios funcionan para bien y encajan con los propósitos de la colección “Efectos colaterales” de la editorial Caja Negra: “Para comprender el sentido profundo de una época es necesario invocar usos extraordinarios de la palabra”. Sí. Yo leo solapas, paratextos, la enumeración de los ingredientes de las cajas de cereales y de la composición de los geles de baño. Ahora lo hago menos porque la vista se me empieza a cansar.
Aliens y anorexia parte de la imposibilidad de que los textos salgan de los textos y, en el centro de esa maraña, se dibuja el contorno del fracaso artístico, de la insatisfacción respecto a las pulsiones personales de la artista multidisciplinar —otro adjetivo prestigioso—, de la influencia del capitalismo como fuente del cansancio y la derrota. Escribo “influencia del capitalismo” y, aunque pienso en el efecto que la luz produce en la vegetación —saco la imagen de un diccionario—, sobre todo, aludo a la influenza como gripe y, por extensión, como enfermedad derivada de un modelo económico intrínsecamente patológico. En el centro de esa maraña, quedan el cuerpo y su hambre. Fundamentalmente el cuerpo de las mujeres que terminan dando la vuelta a esa hambre, a lo no saciado ni satisfecho, para transformarlo en herramienta política. Quizá el masoquismo y las autolesiones, desde el lugar de la metáfora y la perversión, desde el concepto de cuerpo-texto, desde un punto de partida que no aspira a ser “edificante”, se usen como escupitajo al sistema. Se utiliza el cuerpo performativamente. Como revelación. Me autoinflijo dolores y privaciones, amarga e irónicamente, para visibilizar los dolores y privaciones que, desde tiempos inmemoriales, me provocan la desventaja, la discriminación, la violencia. Algo de esto hay en La vegetariana (Rata, 2017) de Han Kang. Más allá de los éxtasis teresianos, quizá el origen de este posicionamiento estético y político, de esta suerte de ascetismo feminista y anticapitalista, se encuentra en la figura que Kraus sitúa en el centro de su consciente artefacto narrativo: Simone Weil, filósofa francesa de la primera mitad del siglo XX, mujer beligerante contra la explotación de la clase trabajadora, miembro de la resistencia y de la columna Durruti. Escribió La gravedad y la gracia. Diagnosticada de tuberculosis, dicen que se dejó morir de hambre.
En el libro también aparecen alienígenas, una relación sadomasoquista, páginas que parecen un catálogo de arte, autoparodia y sentido del humor: entre la conciencia del alfiler, los cortes y el ácido del dolor, y frente a la constante representativa del placer de las mujeres como mal, culpa y peste —el personaje de Ellen en la última versión de Nosferatu vuelve a ejemplificar ese “peligro”—, convendría recordar que nos quedan saciedades y exageraciones, la satisfacción del deseo más gustoso, el bellísimo calambre, los cosquilleos, como espacios en los que también se concentra nuestra reivindicación.